La publicación en castellano de esta novela (en 1999), sacó del olvido al escritor húngaro Sándor Márai, e inició el rescate de su bibliografía en nuestro idioma, de quien ha sido considerado uno de los principales narradores centroeuropeos del período de entreguerras durante el pasado siglo XX.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 15.12.2023
«¿Y que, si hemos vivido esa pasión, quizás no hayamos vivido en vano?».
Sándor Marai
Dos ancianos se reencuentran después de cuarenta y un años. Uno, sumido en la soledad de su mansión, un general retirado, al borde de una vejez irremediable que sólo es pospuesta por esa espera racionalmente irreflexiva que lo ha mantenido a la expectativa una vida entera: el regreso del amigo pródigo —el otro anciano «diferente», el artista no asumido— quien ha «huido» al trópico dejando atrás el estigma del engaño, de la pasión irrefrenable, de la ira contenida, de la traición, y en suma, de una pasión inmortal que lo mantendrá alejado de la «víctima», del objeto de la pasión y de sí mismo.
El general, sumido en la contemplación de su dolor sereno y distante, acunado aún por la sonrisa quieta y el gesto tierno y seguro de la nodriza de 91 años, espera. Ha estado esperando al amparo de los días y los años, al amparo del deceso de su mujer, ya hace largos años, de quien fuera objeto de la adoración e inspiradora del ¿engaño?
¿Quién ha sido al fin de cuentas el individuo engañado? ¿El general que espera? ¿El propio amigo que retorna? ¿La mujer dormida en los deslindes de la mansión, oculta en una tumba que se llevó consigo la tragedia del secreto? ¿Y cuál es el secreto? ¿Acaso no lo llamó a él, al general, a quien vio la miseria de la vida y la horrorosa muerte en los campos de batalla? ¿No fue a él a quien la esposa, supuestamente infiel —si tal concepto existe— invocó en su último suspiro?
El encuentro consolida lo que el general esbozó durante décadas como su inspirado deseo de venganza y al que el acusado acude como mudo espectador de lo inevitable.
La extraordinaria lucidez del personaje para narrar las pasiones encontradas, que se suscitaron desde la niñez junto a quien consideró y considera —cruel o atinada paradoja— como su permanente amigo, su hermano, inserto en ese sentimiento de solidaridad humana que ningún otro es capaz de sostener con tanto altruismo, más allá de las diferencias de clase, de cultura, de posición, de visión de mundo.
Esa lucidez dolorosa y doliente de poner tras la sobremesa los conflictos interiores que lo han avasallado, que lo han atormentado y que luego han dejado paso a esa interrogante quieta y triste, que el general se ha arrogado como una venganza insoslayable, pero que en el fondo sabe y considera un último estertor para intentar dejar este mundo en paz, hacen de lo narrado un viaje interior inolvidable, que el lector aprehende como algo suyo, como parte de su propia naturaleza.
A pesar de todo
Luego, esa venganza de tener al amigo traicionero en frente de sus ojos, se diluye en un desenlace quieto y terrible como la existencia misma: nada otorga mayor sentido a la vida humana que haber sido objeto y sujeto de una pasión que ha consumido los días y las noches, que los alejó por décadas y los vuelve a reencontrar para hacerles saber que el círculo infinito de las cosas inconclusas tienen siempre un resumidero: la inefable huella de esa pasión contenida con los años y que ocupó un instante o un segundo de cada existencia individual marcó para siempre sus destinos.
Y entre medio las vicisitudes mundanas, los aconteceres irrelevantes, los gestos y actitudes que llenaron el espacio, que culminará en la historia reencontrada sellando lo que ambos saben o siempre intuyeron: un crimen frustrado, la aparente y cobarde huida, el diario personal extraviado de la cónyuge, la separación física dentro de la enorme mansión, el silencio, la muerte, el último encuentro.
Un libro extraordinario, una historia que remueve las fibras más íntimas de la soledad, el fracaso, el desliz de las cosas perdidas y que regresa con ese afán humano de querer contemplar en la vejez el delirio de lo ya vivido, de lo que exclusivamente repasa la memoria y que un día —oh, pasionales sujetos desdichados— creyeron que involucraba todo: el fin, el destino o el sinsentido de la vida.
Y que ahora con la sabia «venganza» de la pasión diluida, se esfuma con el mismo apretón de manos con que se saludaron, y que en la despedida acompañan con una reverencia: un símbolo de la pasión reconocida, lo único digno de vivirse, de haberlos sostenido y de la que se despiden con dolorosa certidumbre. Y el general envuelto en la apacible mansedumbre de la nodriza que le besa los días y las horas como cuidándolo de las miserias del mundo, a pesar de todo.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
Imagen destacada: Sándor Márai (1900 – 1989).