Miguel Eduardo Bórquez ha rediseñado, en este espléndido libro, la magia del hábitat natural: la grandeza de un austro que nos llama y reclama esa necesidad de revitalizarnos por dentro, y donde en la quieta vorágine de su precariedad existencial, anida el hechizo de una creación condenada a la perpetuidad.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 18.5.2024
«Un niño derrite entre sus manos el corazón del último glaciar; sueña que Dios anida en otra parte el invierno que vendrá».
Miguel Eduardo Bórquez
Miguel Bórquez (Puerto Natales, 1985) reconstruye el itinerario de un individuo que recorre, a trazos delineados por su observación, los límites de un tránsito que varía y permanece a la vez. En el juego de su ojo avizor las imágenes que surgen son, de un modo incitante, las variables de una vida que se consume y se eterniza al mismo tiempo.
Quizás porque quien narra poéticamente tiende a descifrar velados laberintos de la percepción común. Los desentraña y coloca ante el lector como una carta de presentación que trasciende lo meramente vivencial. Las cosas, los seres, el paisaje, los hombres y mujeres que constituyen su mundo, son esa mezcla ambigua de deterioro y eternidad, contenidas en el lenguaje vertido sobre una hoja que palpita con las motivaciones más recónditas del ser.
El ser, esa suerte de idioma esencial de la naturaleza humana, se desnuda ávido de las sensaciones que a cada instante lo subyugan. El bosque y su espesura milenaria es una invocación, un llamado que trasciende a la propia humanidad y lo resitúa: allí, entre esos árboles desmadejados por la corrosión interna, subyace el secreto mismo de una creación que paladea el sonido de las formas.
Su entramado, su enramaje sacudido por los elementos, es una caricia, paradójicamente abstracta y material, que remueve las vísceras, que sacude esa ansiedad metafísica de una infinitud que pretende escaparse con el viento austral.
Es verdad, aquí se configura, como toda poesía de valor, una metáfora de la incapacidad personal de aprehender el mundo entre las manos, a pesar de verlo en toda su extraordinaria y fugaz plenitud.
De ahí que el poeta narrador circule meditabundo entre el paisaje usualmente desolado y esa imperiosa necesidad de recluirse “puertas adentro”, de escarbar en los aposentos mismos de su cotidianeidad la reducción de una materialidad que es presencia y ausencia a la vez.
En la quieta vorágine de su precariedad
Por eso Bórquez se descubre imaginando la inmovilidad de los objetos que, a su pesar, se recubren de un polvo inevitable, que trasgreden su propia nostalgia al sentir que: «antes de acostarse recorre la casa a propósito de ambiguas señales que deforman lo iniciático del acopio» (p. 36).
Se deambula por los espacios íntimos de un reducto necesario desde donde lo habitable supera la contingencia, así se nutra de ella a cada instante. Y el instante es fraguado por el alma que ocupa la estancia: no hay «un otro ocasional», no existe otra presencia que no sea la de quien recorre las habitaciones premunido de una soledad que llena las horas y el vacío.
Desde su huida hasta el regreso hay un espacio desierto, deshabitado, a menos que el ojo avizor lo recupere: «la transparencia total es la depuración del tiempo que tardará la casa en llenarse otra vez con tu presencia» (p. 41).
Pero no basta el enclaustramiento. Es apenas el signo iniciático de la residencia incompleta. Afuera y más allá del bosque o compenetrado en su esencialidad, el animal se nutre y vive del paisaje, un paisaje que cobra su vida y mortandad con el deambular de seres noctámbulos que siguen cíclicos su depredación original.
Es una rueda que gira bajo y sobre el sentido visual de un narrador que se inmiscuye de nuevo en una separatividad ilusoria: no hay paisaje sin el observador ni animal que nazca o perezca sin su lúcida percepción. Tal vez o por ello mismo, retoma el hilo de una madeja que lo reclama desde el exterior. Entonces sale, el hombre, de su madriguera, y es zorro o liebre metamorfoseado en el propio linaje que a todo ser vivo incluye.
Desde esa óptica, pletórica por la avidez de sentir e imaginar, el poeta que narra nos cuenta cómo y desde dónde nos invita a seguirlo. Y por esa prodigiosa interrelación podemos adentrarnos a ese envolvente misterio de reescribir juntos su visión de mundo.
Y entonces el niño que fuimos retoma su asombro todavía inserto en un cerebro que se niega al olvido: que el hielo de esas geografías patagónicas no agonice bajo sus azules transparencias. Luego, la estación glaciar se muestra en toda su generosa belleza: «El invierno es un animal herido ocultando sus glaciales entrañas al sol. Aunque a primera vista no lo parezca, la vida continúa» (p. 69).
Miguel Bórquez ha rediseñado, en este espléndido libro, la magia del hábitat natural: la grandeza de un austro que nos llama y nos reclama esa necesidad de revitalizarnos por dentro. Allá, en la quieta vorágine de su precariedad, anida el hechizo de una creación condenada a la perpetuidad.
No obstante, nuestro agobio, o precisamente por él, nos emplaza. Y ese llamado es un imperativo biológico, un sentir intuitivo por la auténtica y sorprendente aventura de vivir.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes, y quien en la actualidad reside en la ciudad de Linares (Séptima Región del Maule).
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
Imagen destacada: Miguel Eduardo Bórquez.