El Premio Nacional de Literatura 1994 debió su éxito y fama, lejos de nuestras fronteras, a la persistencia de un disciplinado y agotante trabajo periodístico, el cual en última instancia hizo subsanar las graves carencias estructurales que evidencia su prolífica bibliografía en el género de la ficción.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 18.3.2023
La muerte de Jorge Edwards Valdés (1931 – 2023) asume como consecuencia póstuma del elogio masivo, y sin mesuras, una de las características propias de la denominada literatura chilena: que los buenos cronistas, pueden ser considerados falsamente novelistas de aplaudible calidad artística.
De hecho, ¿algún lector avisado recuerda una novela o a un personaje propio y distinguible que podamos llamar singulares o construido por un universo debido a un ficticio y bautizado, como «mundo de Jorge Edwards»…?
Esa respuesta sencillamente no existe…
De hecho, su obra mayor es la cuestionada memoria política Persona non grata (1973), que en estas mismas páginas, Armando Uribe Arce —mucho más perseguido y sufrido, sin duda que Edwards— calificó de mentirosa e inmoral, frente a la suerte de miles de exiliados chilenos cuyo arribo a la isla fue bloqueado por esa coyuntura mediática (antes que literaria), luego del Golpe de Estado de ese septiembre que cumplirá 50 años.
Al transcurrir de esas páginas, se observan ciertos interludios de arranque lírico que desnudan y traslucen, una de las ambiciones que tenía el malogrado autor en su juventud ignaciana y de Pío Nono: la frustración de haber sido reconocido como un poeta de valor.
Su mejor novela, sin ir más lejos, es una apasionante crónica y bitácora con injertos de ficción, en torno al tío de su padre, el escritor Joaquín Edwards Bello (el padre de este, que también se llamaba Joaquín, era hermano de su abuelo Luis Edwards Garriga, quien fue el progenitor de don Sergio Edwards Irarrázaval, casado a su vez con doña Carmen Valdés Lira). Ese volumen se titula El inútil de la familia (2004), y por pasajes justifica todos los premios inflados e inmerecidos que le entregaron a su «bien puesto» autor.
Pocos lo recuerdan, pero en 1999, cuando se le concedió el Premio Cervantes de Literatura, la prensa y la crítica especializada, asumieron ese galardón como una entrega tardía y a destiempo —y donde Edwards representaba a las letras nacionales—, en desagravio de la imposibilidad que vivió José Donoso, muerto en 1996, por no haber podido obtener jamás ese importante reconocimiento, al final de su enfermiza trayectoria creativa.
El español Francisco Umbral, el autor de La trilogía de Madrid, enojado y furioso por ese veredicto, tildó a Edwards, en las páginas de El País, de escritor menor, y también lo acusó de «pinochetista», a causa de la defensa que el chileno hizo en procura de la liberación de Augusto Pinochet, desde su arresto londinense entre 1998 y 2000, a través de las diversas tribunas periodísticas con las cuales contaba por su prestigio.
Otro de sus grandes libros fueron los cuentos de Fantasmas de carne y hueso (1992), que continuó la senda de su antología Temas y variaciones (1969), prologada por el mismísimo Enrique Lihn. Todavía recuerdo la vívida bruma ñuñoína que se apoderó de mi imaginación luego de haber apreciado esos sensuales y desbordantes folios.
Después de eso, poco más se puede decir de Edwards como escritor de nivel, salvo las crónicas que publicaba semanalmente y a página entera, todos los viernes en el vespertino La Segunda, que ahora es un diario del mediodía, a punto de desaparecer.
Su legado inmortal está ahí, donde transmitió por décadas (hasta principios 2020), y en un estilo ágil, ameno, sencillo y cautivador, su exquisita memorabilia de caminante y viajero, y asimismo las juiciosas y analíticas conclusiones acerca de sus numerosas lecturas: así debemos, por una pasión suya, descrita con insistencia en ese tabloide que nació al igual que él, en 1931, el inolvidable encuentro con los Ensayos de Michel de Montaigne.
Edwards fue un novelista menor al lado de José Donoso y de Enrique Lafourcade, sus camaradas en la turbulenta generación del 50, pero la espesura dramática y la articulación narrativa que las ficciones de aquellos sí tenían, al lado de las débiles y mediocres alegatos diegéticos del abogado y diplomático, este último las compensó con una envidiable promoción de sí mismo en las más altas esferas del poder político, social y financiero del mundo hispánico, no sólo de Chile, sino que también de España, y esto a un nivel del mismísimo Palacio Real de Madrid.
Todo un logro, sin duda, y que no debe hacernos olvidar que a ciertos personajes, como él mismo afirmaba, les hace bien salir de Chile, porque una vez afuera de este país, pueden crecer y alcanzar alturas insospechadas.
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Imagen destacada: Jorge Edwards Valdés (por Jorge Ignacio Pérez).