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[Crítica] «La casa escrita»: Lo fugitivo permanece y dura

Conocíamos de la cualidad memoriosa de Edmundo Moure y de su consiguiente transformación en prosa atildada, refrescante, cáustica y amical: «La voz de la casa», «Memorias de transeúntes», «Chacra El Olivo» son algunos libros que lo distinguen en su deambular por las cosas del tiempo con ánimo de colectar tesoros y trofeos de vidas relacionadas y henchidas de resonancias perdurables.

Por Juan Antonio Massone

Publicado el 31.10.2024

Hay tantas memorias a las que pone sitio el olvido. Edmundo Moure Rojas (1941) es un militante de la observación y un devoto del recuerdo compartido. Cuida de la caja mágica donde se mantiene el pulso, el timbre de las voces y hasta las sombras iluminadas de lo vivido.

Así, cada boceto arrancado del oleaje que es el olvido, merece coronarse de laureles cuando la palabra despliega un regreso de las presencias. Tiempo recobrado, galería de los que mantienen gestos, dichos perdurables en la fugacidad, a los que les nacen nuevas floraciones. «Lo fugitivo permanece y dura», diría don Francisco de Quevedo.

Consiente Edmundo Moure en atender y ponderar en La casa escrita (Unión del Sur Editores, 2024) a muchos escritores que le han sido importantes en su trayectoria.

Resalta en estas memorias de la Sociedad de Escritores (SECH), la casa, sus ámbitos congregantes, los nombres que fueron arte y parte de ella, que espejean y rumoran, como si el tiempo fuera unos cuantos pasos para decir abrazo y otros tantos para dejar recados de adioses.

 

La transformación de las experiencias

Cada una de las habitaciones de La casa escrita corresponde a una crónica dedicada a algún nombre, de cuyo relieve crecen rasgos de personalidad, anécdotas de circunstancias, largas significaciones. El fin de cada capítulo enlaza la próxima remembranza: unidad de los fragmentos a la que presta su concurso la argamasa emotiva, el dato servicial y la repulsa a los tiempos del miedo y a los de la lógica metalizada.

Del elenco citado, son muchas las ausencias presentes que pasaron de este mundo. Algo es indudable: «En La casa escrita no se sabe con certeza quienes están vivos y quienes muertos». He ahí el motivo de que la memoria sea capaz de albergar a los del más allá, junto a los del más acá.

Ninguno ha faltado a habitar la Casa. La palabra compartida no es sino la transformación de las experiencias que se reconocen en asombros, dolores, expectativas, vislumbres y rituales en los que a cada persona le es posible reconocerse solitaria y tribal.

Conocíamos de la cualidad memoriosa de Edmundo Moure y de su consiguiente transformación en prosa atildada, refrescante, cáustica y amical. La voz de la casa, Memorias de transeúntes, Chacra El Olivo son algunos libros que lo distinguen en su deambular por las cosas del tiempo con ánimo de colectar tesoros y trofeos de vidas relacionadas y henchidas de resonancias perdurables.

Una casa es, innegablemente, un centro de apoyo y de pertenencia en donde los pasos encuentran acogida. Si esa casa está edificada de palabras creativas y hace presente a sus autores, se transforma en reverbero de voces, de semblantes y circunstancias a los que es imperioso regresar, pues todo escrito conjuga testimonio y silencio comunicable.

Bienvenidas las voces: las de ahora, las que murmura el ocaso y las que nacerán.

 

 

 

 

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Juan Antonio Massone del Campo (1950) es un destacado poeta nacional, miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, donde ocupa el sillón n.º21.

Profesor de castellano titulado en la Pontificia Universidad Católica de Chile, además es ensayista, antologador y bibliógrafo.

 

«La casa escrita» (Unión del Sur Editores, 2024)

 

 

 

Juan Antonio Massone

 

 

Imagen destacada: Edmundo Moure Rojas.

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