Los relatos híbridos del artista maulino Hugo Villar Urrutia están llenos de un contenido metafórico, y sus líneas se despliegan como haces de luz en la sala semivacía de un proyectista consumido en sus angustias, en este libro breve pero de una perfección memorable.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 1.11.2022
«El personaje está cansado de chocar contra la pantalla, intentando escapar. La película es un caos, se adelantan las escenas, los extras se pelean con los protagonistas. El plano se incendia, un doble de riesgo sale eyectado. Nunca volveremos al mundo, piensa, mientras golpea la pantalla desde dentro, con los nudillos rotos».
Hugo Villar
¿Cómo se deletrea la persistencia de la imagen en quien observa extrañado las escenas de este libro cautivadoramente hibrido, oscilante entre la poesía, la prosa y el cine como respaldo y como sustrato?
¿De qué modo es posible extraer tras cada frase hilvanada como una secuencia interminable la sustancia íntima de un narrador que sufre y aletea cual polizonte descubierto a destiempo?
Las palabras de Hugo Villar (Talca, 1981) están llenas de un contenido metafórico, sus líneas se despliegan como haces de luz en la sala semivacía de un proyectista consumado y consumido en sus angustias. Sobre el plano de la pantalla aparentemente virginal el espectador intenta descifrar las claves de un filme que se escuda en el símbolo perpetuo de una existencia que discurre su magia en blanco y negro.
No hay colores certeros en este viaje. Las ideas se retuercen viscerales, se yerguen desde un pozo insondable desde donde emerge la cansada reiteración de un actor de segunda que se esfuerza en ser advertido por un director indiferente. Las reflexiones sucumben cansadas de sí mismas. No hay guiones que sustraigan algún modelo para armar.
Estamos en presencia de un puzzle abierto. Y paradójicamente, cada pieza encaja a la perfección entre la primera y la última página. El individuo recorre las calles de una ciudad como Talca, adormecida en su estupidez ciudadana. Se traslada sin aspavientos hasta la meca del cine norteamericano y deambula extrañado entre los camerinos de actrices y actores cuyos nombres repite como un sonámbulo.
De esta forma, John Malkovich y Marcello Mastroianni, Bergman y Herzog, son émulos que su pluma persigue como un poseso. Intenta desenmascarar sus primeros planos y sacarlos de esa travesía a la que no ha sido invitado y que, sin embargo, pertenece.
Se ha quedado mudo ante la soledad de un espectador que ya no confía en que la vida sea el pálido reflejo de la muerte. Sus preferencias oscilan entre el miedo de vivir y la certeza de una realidad que a nadie incumbe. He allí su dilema: estar anclado a un pasaje territorial donde la luz se vislumbra y pestañea en una platea donde no hay nadie.
Alguien ha trabajado su presencia y la colocó sobre aguas movedizas como la punta insaciable de un iceberg que oculta lo mejor y lo peor de sí mismo.
Apenas florece un mensaje críptico que asoma sus tentáculos intentando atraer estas palabras hacia el fondo sensible de un lector que se abandona, que huye de su historia, pero que espera que el mensaje lo atrape en algún recodo del camino y que lo salve.
El camino son las imágenes. No hay duda. O tal vez sea apenas un señuelo inconcluso para que el personaje se mire con desprecio y se pregunte: ¿qué hago aquí? ¿En qué momento descendí de la cámara obtusa y quedé adherido a un espacio que no me pertenece, que me es completamente ajeno?
Mickey Rourke tras su lucha fantasmal
Desde la platea observa las figuras somnolientas, o quizás sean sus ojos cansados los que no logran delinear las imágenes reales. Se le han confundido los planos y las perspectivas. Hay un paneo que se involucra con sus reflexiones, que se mete sin asco en sus ojos entumecidos y nos muestra el mundo que no queremos. Pero que está allí y es ineludible.
Ante la nítida pregunta de si es posible o no amarse los unos a los otros, la respuesta cae y no se levanta. La inercia es parte de un mecanismo de relojería que atraviesa un texto que nos ha enmudecido. Es probable que seamos los testigos absurdos de un cine sin palabras, como si Chaplin merodeara siempre a nuestro alrededor riéndose de nuestros torpes intentos por descifrarlo.
En algún recóndito sitio los comediantes aúllan. Quieren saltar desde el celuloide y decirnos que sí, que estamos vivos.
Pero esta lectura de Hugo Villar nos descompensa. No sabemos a ciencia cierta quien se esconde detrás de nuestra espalda, si Mickey Rourke avanzando tras su lucha fantasmal o Humphrey Bogart manoteando el aire con un cigarrillo de mentira.
No podemos conformarnos con esa última página de este libro diferente. Cuando todos se vayan, y es plausible que nos vayamos con ellos, no sabemos aún ni podemos imaginar que un director como Kaurismaki grite: ¡Corten!, en el silencio de una noche perpetua.
Acá, en la persistencia inigualable de esta imagen, Hugo Villar, el poeta sumergido en su cine corporal y mental, en el esquivo ámbito de sus deseos, nos describe y nos dibuja como un mapa inexplorado.
Y nos vemos allí, en sus frases angostas que se abren como un escupitajo y ruedan como lágrimas cansadas por una pantalla universal que nos ha retratado a nuestro pesar.
Un libro breve de una perfección memorable.
***
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Hugo Villar Urrutia.