[Crítica] «La resta»: Poder al menos enterrar a nuestros muertos

El debut literario de la autora chilena Alia Trabucco Zerán, es una novela perspicaz y punzante, que reeditada ahora por Lumen, estuvo —en su respectiva traducción al inglés— entre las obras finalistas del prestigioso galardón británico Man Booker Prize, en la versión de 2019.

Por Alfonso Matus Santa Cruz

Publicado el 21.9.2023

Los cuerpos se pierden, no retornan, a veces bajo tierra o, en ocasiones, extraviados en las arenas del desierto o el azul profundo del Pacífico, gracias a la táctica de la violencia descarnada y persistente en el tiempo que pusieron en práctica los secuaces de la dictadura militar. La historia de esos hechos se prolonga por esa misma ausencia, por la irresolución y la falta de reconciliación que otorga la posibilidad de poder al menos enterrar a nuestros muertos.

Ese trasfondo histórico acecha todavía, mira sobre la nuca a los nacidos incluso durante los 80 y 90, que apenas alcanzaron a pasar unos años de infancia bajo un régimen de silencios y desmemoria, o más bien la heredaron hasta la adultez, hasta la época en que arrecia la necesidad de comprender este horroroso Chile que nos muerde y no ceja en remover las placas tectónicas de nuestra memoria colectiva. Esa falta de historia, esa incomunicación, también es una forma de la orfandad.

Así, es precisamente sobre esta brecha en la memoria, plagada de puntos ciegos y nudos asfixiantes, entre la generación que sufrió en carne propia la consecuencia de la dictadura y la de sus hijos, que se ha compuesto la llamada literatura de los hijos, esas obras concebida por autores como Alejandro Zambra o Nona Fernández, a la que se sumó en 2015 el debut literario de Alia Trabucco Zerán (1983), la perspicaz y punzante novela La resta, reeditada recientemente por Lumen, cuya traducción al inglés estuvo entre los finalistas del Man Booker Prize.

 

El trauma anterior

En La resta, nos adentramos en la vida de tres amigos de infancia: Felipe, Iquela y Paloma. Sus caminos se cruzan nuevamente cuando Paloma regresa a Chile tras la muerte de su madre, Ingrid Aguirre.

Militante a inicios de la dictadura tuvo que escapar a Alemania, donde vivió exiliada, por lo que deseaba ser repatriada y sepultada en su tierra natal. Esa voluntad póstuma articula el relato como una posta que entrega a su hija en una ardua carrera histórica minada con impedimentos y giros dramáticos.

El relato se teje a través de las voces de Iquela y Felipe, quienes se alternan en los capítulos para narrarnos la extraña desaparición del cuerpo de Ingrid. Aunque sean sus voces las que dicten la historia la potencia narrativa reside en el personaje de Paloma, cuyo español contaminado por la distancia y la neutralidad de los extranjeros poco a poco va retomando su forma y sirve para que la narradora practique una suerte de substrato reflexivo sobre nuestra lengua, sus modismos y peculiaridades.

Asimismo, el regreso de Paloma despierta el interés por el pasado político de sus padres, una generación de militantes desaparecidos o fallecidos. A través de los relatos de Consuelo, la madre de Iquela y la única sobreviviente de esa época, los tres amigos intentan reconstruir esas historias de lucha y clandestinidad que apenas heredaron con la opacidad insoslayable que conllevan las memorias de infancia. Este pasado se convierte en un misterio que han llevado bajo la piel, pero que nunca han podido entender por completo.

El trauma anterior queda tatuado en los modos de sentir y abordar la relación de los hijos con esos padres y madres cuyo sufrimiento apenas pueden imaginar. Es a través de Iquela que se diagnóstica esta imposibilidad, esta fractura en la compasión generacional: «Mis ojos eran el problema; no sabían sostener esa mirada (sostener el peso de todas las cosas que ella había visto alguna vez)».

 

Esa herencia que vuelve como la marea

La estructura de la novela es una apuesta narrativa bien lograda: se divide en dos partes, alternando las voces de Felipe e Iquela. Los capítulos de Felipe se numeran de manera inversa, del once al cero, recordándonos el título de la obra, como si estuviéramos en medio de una resta, articulada por la obsesión del personaje por contar los muertos.

Estos capítulos están escritos como un flujo de conciencia sin puntuación, lo que agrega un toque de continuidad caótica y realista al estilo. Por otro lado, los capítulos de Iquela parecen indicar una incapacidad para liberarse del pasado y una sensación constante de incomodidad, de falta de cimientos, de pasado que invade constantemente al presente.

La novela nos sumerge en un mundo en el que lo real y lo ficticio se entrelazan, alimentados por la imaginación y los recuerdos de los personajes. Además, el texto se acompaña con referencias acuciantes a canciones populares, juegos de palabras y citas del poema épico La Araucana.

Y como si los personajes no bastaran, la atmósfera de la novela se enrarece con una lluvia de cenizas, producto de alguna erupción volcánica, causa de que el cuerpo de Ingrid no pueda llegar a Santiago y quede varado en algún lugar de Mendoza, hacia donde parten los tres personajes en un road trip tan íntimo como invadido por los distintos substratos de la historia y la sombra de la dictadura, esa herencia que vuelve como la marea.

 

 

 

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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, el de barista y el de brigadista forestal.

Actualmente reside en la ciudad Puerto Varas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«La resta», de Alia Trabucco Zerán (Lumen, 2023)

 

 

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Imagen destacada: Alia Trabucco Zerán (por Cristóbal Venegas).