El largometraje de ficción de la directora chilena Fernanda Alegría, pese a su auspicioso y novedoso comienzo, luego decae en cierta insustancialidad narrativa y dramática, donde destaca la sorprendente interpretación debida a la actriz y modelo nacional radicada en los Estados Unidos.
Por Enrique Morales Lastra
Publicado el 8.8.2023
La audacia de Fernanda Alegría Zenteno (1985) y de su equipo de guionistas es meritoria, y el camino creativo que siguieron en La vaca que cantó una canción hacia el futuro —el título es un tanto rebuscado y no «dice» nada— abre puertas y eso debe festejarse.
El argumento e idea central del filme son provocadores, pero les faltó un mayor tratamiento o desarrollo de aristas y posibilidades dramáticas, en un final que cae abrupto y el cual amén de resolver interrogantes, hace detener a sus concentrados «visionadores» en lo que pudo haber sido mejor y quizás haberse conseguido o logrado, de una todavía más satisfactoria o plausible manera artística.
Por de pronto, es revitalizante observar a Leonor Varela como una actriz que se compenetra con su personaje de tal forma que eclipsa a sus compañeros Marcial Tagle y Alfredo Castro. Este último, abandona en cierta medida ese registro cinematográfico tan facilista y característico suyo (el que patentó junto al director Pablo Larraín), y se interna por senderos desconocidos en sus alternativas frente a la cámara.
Tagle, por su parte, no deja de llamar la atención en la personificación de un traumado hombre grande impedido de dejar atrás un pasado que esconde asfixiantes, aunque triviales problemas familiares, en un carácter que sin embargo descuida los matices de una psicología frustrada y pequeña, frente al significado que las autoras le otorgan en los clivajes internos de la obra.
Un relato onírico que se trunca
Sin embargo, el mayor aporte de esta obra audiovisual es escénico, el contexto físico y geográfico de su historia. El de un argumento que se despliega por las voces fantasmales de un sur de Chile espectral, en esta oportunidad, cercano a la ciudad de Temuco (o Valdivia u Osorno); y que sin caer en la gratuidad autóctona, refleja una modernidad mezclada con esa ruralidad agreste, supersticiosa y cercana a la tecnología motorizada de las tuercas (y de su «onda»).
Quizás ciertos rasgos de la narración dramática se ofrezcan burdos y un tanto cándidos en su formulación, como el mutismo de la resucitada Magdalena (el rol de la actriz trasandina Mía Maestro), o la muerte en masa de las vacas, y antes de los peces de un río, como doble símbolo de una renovación física y espiritual por venir, para los involucrados.
En efecto, más que realismo mágico, apostaría por referirme a una estética del terror escenificada en el sur de Chile. Pero ahí está el declive, pues cuando la historia parece situarse en ese mítico y exquisito mapa literario, entonces el asunto se difumina en una blandura irrelevante frente a la pesadez anímica y espiritual que antes traspasaba la pantalla.
Ignoro si los montajistas (Andrea Chignoli y Carlos Ruiz-Tagle) le advirtieron sobre aquello a la directora, si le hicieron apreciar que esa decisión narrativa se alejaba de la idea principal, esa que se «lee» y vislumbra en el 80 por ciento del metraje, por ese cambio inaudito —cuando no extraño para las novedosas nociones (si pensamos en la reiterativa gama temática que ofrece el cine chileno)—, que la realizadora y las otras dos guionistas, insinuaban acometer con su texto matriz.
Así, del terror en sintonía con un discurso emancipador de la diversidad sexual, pasamos a una suerte de explicación forzada y abiertamente pedagógica de los significados comprendidos en el argumento del largometraje, y todos se quedan felices, libres, sin secretos tormentosos, ni menos contradicciones que resolver de cara a un futuro casi edénico para cada uno de los personajes de esta obra, salvo el padre maltratador que queda descubierto (Alfredo Castro) en el menoscabo propinado a su exesposa, retornada desde el «más allá».
La fotografía a cargo de Inti Briones, regala encuadres de gran pericia técnica, donde el excelente tratamiento del factor lumínico hacia el final del metraje, relega en un segundo y tercer plano a la retórica discursiva del guion concebido por la misma Francisca Alegría, la actriz Fernanda Urrejola y la dramaturga Manuela Infante.
Pese a esos abismos de principiante que no quiere dejar cabos sueltos, «por ahí va la cosa», diría un amigo mío, y aquella audacia —argumental, actoral y audiovisual—, la de los primeros 70 minutos de metraje, la agradecemos curados del espanto y con sincero fervor sureño.
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Tráiler:
Imagen destacada: La vaca que cantó una canción hacia el futuro (2022).