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[Crítica] «Los asesinos de la luna»: La promesa de un paraíso cinematográfico

Valiéndose del pretexto de un hecho simple y concreto, acontecido durante la década de 1920, Martin Scorsese confirma su categoría de mito viviente del séptimo arte, y se permite proyectar un poético y secreto halo de luz, en torno a la imaginación histórica, política y social de los mitos estadounidenses del siglo XX.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 19.10.2023

Lo principal en un filme de Martin Scorsese (1942), más allá de la extensa duración de estos, es su pretensión de que sus historias y relatos audiovisuales, tengan la aspiración estética y artística de erigirse en verdaderas novelas cinematográficas, y donde subrepticiamente a sus argumentos observables, discurra una progresiva reflexión en torno a nudos capitales de la existencia humana.

Sus largometrajes semejan narraciones sencillas acerca de nudos dramáticos al parecer evidentes en su contestación ficticia frente a la realidad, para luego transformarse, a medida que avanzan las secuencias de la obra, en retóricas audiovisuales que guardan profundos significados históricos, religiosos, sociopolíticos y finalmente culturales.

Así, en Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023), el realizador retoma su interés por la trayectoria contemporánea de su país, los Estados Unidos, en un asunto al cual empezara abocarse en Pandillas de Nueva York (2002), y que auscultara con mayor sentido interpretativo en la colosal El irlandés (2019).

En efecto, este largometraje que se acaba de estrenar en la cartelera local, puede ser visionado en sus códigos estéticos dentro de una particular trilogía de la historia norteamericana desde mediados del siglo XIX hasta hoy, y donde como anotábamos, detrás de una formulación que destaca por su guiño al cine épico y hasta de masas —pensemos en El padrino de Ford Coppola—, finalmente se convierte en una mirada melancólica, nostálgica y existencialista, por su ausencia de respuestas ante tamañas preguntas, dictaminadas sin obviar la sorna ni menos el sarcasmo hacia sí mismo y los demás.

No es vano, enunciar que el cine de Scorsese ha ganado y crecido en calidad desmesurada en estas dos últimas décadas, principalmente por la revitalización que le ha significado contar con un intérprete de la categoría de Leonardo DiCaprio, por lejos el mayor actor de la actualidad, para nada representa un despropósito.

En ese sentido, Leo, más allá de ser el fetiche de un solo realizador, constituye el rostro de varios directores que se disputan su atención y el encanto seductor de sus proyectos, en base a poder inscribirlo en el elenco de sus diversos largometrajes.

Con Scorsese, DiCaprio aumentó sus registros y adquirió una composición que le permitió afrontar la personificación de Howard Hughes, hasta llegar a este Ernest Burkhart, un embustero, arribista, trepador y contradictorio rol masculino, que demuestra por si alguna duda cabía, su envidiable capacidad física y psicológica de bautizar la singularidad de los caracteres humanos, con su nombre, una vez que han sido enmascarados por ese rostro ahora más ancho que antaño.

De esta manera, el actor que ha filmado con la totalidad de los mayores cineastas de la hora presente (Woody Allen, Baz Luhrmann y Steven Spielberg, por mencionar), toma el relevo que le entrega otro descollante intérprete como Robert De Niro, a modo de buque insignia de una obra audiovisual, la de Scorsese, que desde el estreno de Silencio (2016), se ha empeñado en el registro de largometrajes que exceden con creces las dos horas de duración.

 

La comedia humana y conspirativa de Scorsese

Scorsese vuelve a tomar su cámara en mano —artesanías y prodigios como aquellos se aprecian en las presentes secuencias—, y la fotografía que compone el campo de su visión, se mueve drásticamente al ritmo de un ojo y de un cuerpo que corren, de un hombre que camina a pasos rápidos y grotescos por abrir la puerta de una habitación y socorrer de la infamia a la esposa de una mente maléfica, encarnada por la actriz de ascendencia nativa, pies negros y nez percé, Lily Gladstone.

Esta última se revela como una intérprete de poderosas y exquisitas resonancias espirituales, a objeto de manifestar la constante presencia de la muerte y de inéditas enfermedades, en la cotidianidad de una joven mujer, víctima de los azares manchados de proféticos augurios, en un alarido de ecos panteístas.

Porque más allá de la codicia y el motivo del saqueo a los pueblos originarios, Scorsese construye metáforas circunscritas y ordinarias, referentes a la caótica existencia humana, en un sentido colectivo, como Paul Thomas Anderson lo efectúa con su Petróleo sangriento (2007), en relación a un instante del manoseado «sueño americano», el de la fiebre del oro negro, surgido como un torrente lúgubre a inicios de la centuria pasada.

Si Balzac concibió el ciclo novelístico de la Comedia humana, un corpus donde las ambientaciones que envuelven a los personajes adquieren rasgos propios de los seres humanos, el director neoyorkino hace honor a la frase de Nietzsche: «si un árbol quiere llegar al cielo, sus raíces han de ser profundas como el infierno mismo».

En efecto, Los asesinos de la luna, podrían ser parte de esa peculiar comedia cinematográfica, desprovista de finales felices, que inaugurada por Robert De Niro, ahora inmortaliza el ícono implacable y «bello» de Leo.

No es tanto la barbarie ambiciosa de un tío (William Hale – De Niro) y de su sobrino (Ernest Burkhart – Di Caprio) por anhelar quedarse con el premio mayor de la fortuna petrolífera de la nación Osage en Oklahoma, como escudriñar en las paralelas y cercanas avenidas circundantes entre el amor y la traición, y donde las decisiones circunstanciales de cada personaje, se definen al modo de una coyuntura trascendental, incomprensible y fuerte igual que la muerte.

La construcción escénica y la dirección de arte comparten calificativos de admiración, así como eran dignos de imitarse en ese aspecto, los filmes de época y su violencia social y rutinaria, editados por Clint Eastwood en la década de 1970 y en un tiempo no tan lejano.

¿Es un wéstern Los asesinos de la luna?

Lejos de esa definición, Scorsese estructura un largometraje que se centra en descifrar el oscuro (de ahí el título) minimalismo de la mente criminal de un mafioso de sombrero y trajes costosos, en procura de aumentar su riqueza y su poder, así como un político persigue esas situaciones a través de prácticas coercitivas, pero legales.

En el fondo, Martin busca hacerse con la luminosidad de los inescrupulosos, y encuadrar la inmoralidad que guardan el éxito y el circuito de las transacciones comerciales y financieras, cuando estas superan los límites de una ganancia convencional, y sus beneficiados están dispuestos a cualquier meta con el propósito de aumentar su capital social y su prestigio, inclusive mucho más allá de la cordura y de las fronteras impuestas por la finitud de la vida.

Scorsese filma el cielo con los detalles y el preciosismo del infierno, pero también del absurdo, la irracionalidad y la certeza de que la bondad y el perdón, pese a la pasión física y emocional implicadas en un vínculo, siempre serán una quimera, que nos vuelve a recordar al Francis Ford Coppola de sus mejores créditos.

Quizás le sobra una hora de inconexos pasajes en procura de radiografiar los enigmas del mal y de un homicidio, pero qué importa, cuando todo puede ser calificado como una parodia o bien según la pedestre declamación de un legajo de archivos, adjuntados a la secreta y grisácea bitácora de John Edgar Hoover.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Los asesinos de la luna (2023).

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