[Crítica] «María»: La cinematografía publicitaria de Pablo Larraín

La nueva obra del realizador chileno se extravía en la imposibilidad audiovisual de ingresar en la compleja y profunda intimidad emocional, de quien es considerada la soprano más mediática y conocida a nivel cultural, de cuantas integraron la última edad de oro del género operático, ocurrida durante el pasado siglo XX.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 6.1.2025

«Nunca amamos a nadie: amamos solo la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos».
Fernando Pessoa

La soprano Maria Callas (1923 – 1977) representó a una figura que trascendió con creces los límites de la ópera, en un período conocido como la edad de oro de ese género musical y dramático, para constituirse en su época al modo de un ícono mediático que llenaba las páginas sociales de los diarios y de las revistas impresas, desde que alcanzara fama internacional a mediados de la década de 1950.

Quizás no fue la dueña de la voz más talentosa —el debate siempre está abierto—, pero sí simbolizó a la cantante que mayor influencia social y prestigio artístico alcanzado por una soprano, mientras se programen y escenifiquen producciones de óperas alrededor del mundo.

A ese poderoso personaje femenino, que pertenece al imaginario de la cultura occidental del siglo XX, intentó retratar en imágenes cinéticas el ambicioso audiovisualista chileno Pablo Larraín Matte (Santiago, 1976). Lamentablemente, esa voracidad empresarial, tuvo una escasa retribución en las capacidades artísticas desplegadas por el director en esta ocasión.

Solo la crítica «especializada» y cortesana local (es el profesor Eduardo Santa Cruz quien se refiere al «periodismo cortesano», en un libro de reciente publicación) ha alabado al filme de Larraín, temerosa del poder político de su familia y de su productora Fábula.

Y porque claro, siempre es mejor tener a alguien con ese estatus y prestancia, del mismo lado de uno, que en la vereda contraria (como mínimo para solicitarle una que otra retribución o favor, ya sea en el incierto presente o bien en un cercano y necesario futuro).

Pero además de cometer errores con respecto a la biografía de la cantante, María (2024) corresponde a una tumultuosa reverberación de tópicos dramáticos, pero abordados con equivocaciones y una precaria profundidad y encaje argumental.

En efecto, y en vez de centrarse en alguna de las tantas vetas que trascienden en la vida de Callas (por ejemplo en la compleja relación que sostuvo con el magnate griego Aristóteles Onassis), Larraín procede a incluir su personalísima visión de la cantante en 123 minutos de metraje, los cuales por instantes seducen en el sopor y en el aburrimiento.

La proeza del guionista británico Steven Knight (más allá de los yerros cometidos), no es menor si consideramos que la edición del director fue preponderante a propósito de conseguir el producto cinematográfico final.

Pero en el conjunto, el filme de Larraín deja el sabor de una mal lograda realización audiovisual, en el sentido de no haber sabido escoger con exactitud los pasajes biográficos que de mejor manera dibujaron en el imaginario colectivo a esa mujer de carácter fuerte y de una tenacidad artística sin parangón.

Sin ir más lejos, cuando menciona a la fallida maternidad de la cantante, Larraín omite que el niño nació muerto tras una gestación y un embarazo normal.

Y por otro lado, esas ficticias escenas en las cuales una jovencísima Callas seduce con su voz a unos oficiales del ejército nazi en la Grecia ocupada de la Segunda Guerra Mundial, además de ser dudosas en su veracidad histórica (más allá de que en efecto la carrera de la cantante comenzó durante ese período, y que luego se le acusó de «colaboracionista»), solo demuestran el gusto del realizador por la gratuidad emocional y sexual sin mayor fundamento, que la de su propia y atormentada intuición.

En efecto, nótese que la soprano, en esa realidad diegética propuesta por el autor nacional, era una menor de edad.

 

El peso de una biografía que trasciende

Aristóteles Onassis se acercó a Callas, a quien llamaba la «otra griega», en gran medida porque su fama y prestigio le podían abrir los salones de Montecarlo que le eran negados para proseguir con sus negocios, ahora en los círculos de la aristocratizante alta burguesía europea, en especial de la francesa.

Luego, su matrimonio con Jacqueline Lee Kennedy, arreglado a cambio de financiar la futura aventura presidencial de su cuñado Bobby, le permitirían a Onassis, a quien el FBI siempre tuvo en su agobiante mira telescópica, continuar con sus millonarias inversiones sin onerosas multas y en relativa tranquilidad dentro de los límites del imperio estadounidense.

Así, la interpretación de Onassis, a cargo del actor turco Haluk Bilginer, por momentos eclipsa a la de la misma protagonista, Angelina Jolie, quien construye un personaje comprometido, es cierto, pero sin rumbo dramático, debido a la mescolanza de hechos espurios y de diversos acontecimientos que amontona en su metraje, el director Larraín.

Bilginer representa al magnate helénico en los detalles humanos de su ambición desmedida, y con una clara comprensión de sus limitaciones sociales, en una edificación de rol que entrega un bálsamo a esa estética publicitaria ofrecida por el realizador, y donde escenas surreales, como la de una orquesta de cuerdas, ejecutando sus movimientos bajo la lluvia, y después en el interior del departamento parisino de la diva, son simplemente para el olvido, y remiten a su autor a la producción de cápsulas de difusión comercial propia de los electrodomésticos sonoros de origen japonés, que tuvieron su apogeo en la década de 1990.

Los biógrafos de Callas más serios y respetados, coinciden en que su matrimonio con Giovanni Battista Meneghini (el manager de sus mejores años profesionales), nunca se consumó desde el aspecto sexual, y que este sólo representó a la figura psicológica del padre protector, que la cantante jamás tuvo en el transcurso de su difícil cotidianidad familiar.

Quien inició en los placeres de alcoba a la soprano fue el interés material y financiero de Onassis, de ahí su magnetismo sobre los afectos e intimidad de la frágil soprano (notemos que la fuerza de ese impacto físico ocurrió cuando la soprano ya era una treintañera), pero de aquello, Larraín omite todo, y no nos muestra nada.

Callas repetiría los rasgos amistosos y de compañerismo de la relación que tuvo con Meneghini, ya en sus últimos años de vida, y por un breve lapso de tiempo, en su vínculo con el cineasta y escritor italiano Pier Paolo Pasolini.

La actuación de Angelina Jolie resalta en contrapeso a la precaria calidad cinematográfica y dramática del filme que protagoniza. Pues si somos honestos, la actriz estadounidense, más allá de replicar con cierta efectividad el histerismo, la vulnerabilidad —enfrentada a la conciencia y a la seguridad artística que tenía de sí misma Callas—, termina por manifestar, a través de sus recursos escénicos, solo un manierismo superfluo y de formas, el cual se encuentra lejos de la frustración y de la soledad emocional, que acompañó a esa mujer inmensa y admirable, a lo largo de sus días.

Así, y por momentos, Larraín la exhibe indolente y frívola al respecto, como en aquella escena de ese café parisino, cuando un transeúnte y luego el encargado del local, la confrontan por funciones que ella debió haber estelarizado y que no se llevaron a cabo, o bien porque el personaje se muestra incapaz de poder escuchar en público, los discos que grabó bajo el imperio de su inmortalidad vocal.

O cuando esa Callas encarnada por Jolie, le ordena a su mayordomo, una y otra vez, mover el piano apostado al interior de ese señorial departamento, donde antes ensayaba concentradamente, y con rigurosidad cada jornada, previo a conocer al torbellino que para su equilibrio psicológico, significó la presencia de Onassis en su vida.

Hasta para referirse a su hijo muerto, Larraín encuadra a la cantante en el contexto de una liviandad que llega a ser denigrante en su insensibilidad, en una ambientación que transcurre al lado del Pont Neuf, en esa entrevista en movimiento que la diva concedió al improbable periodista Mandrax (Kodi Smit-McPhee), durante su último mes de existencia.

Al final de los recuentos, María equivale a una oportunidad audiovisual perdida, ya que la capacidad de reunir a un director de fotografía como Edward Lachman, o a un elenco donde se mencionan a intérpretes con los nombres de Alba Rohrwacher o de Haluk Bilginer, no es menor, pero también constituyen una pesada responsabilidad artística.

Si me preguntan por la mejor secuencia del undécimo largometraje de ficción adjudicado a Pablo Larraín Matte, diría que es esa que registra a la cantante, mientras camina de espalda, bajo la luz de un mediodía otoñal, sobre ese atajo extenso y lateral de los Jardines de las Tullerías, y el polvo de la gravilla se levanta a través del aire, y el agobio de su existencia inclina los hombros y la postura altiva de Angelina Jolie, con el cierre de un plano medio que luego la captura en un derrumbado e imprevisto perfil.

 

Querella por plagio

Para concluir, y en función del interés público que rige a la actividad periodística profesional (en contraposición al periodismo cortesano y cultural chileno), es deber mencionar que el estreno de María en las salas nacionales, coincide con la investigación penal que durante estos días lleva a cabo el fiscal del Ministerio Público Luis Muñoz Hamer, con el propósito de esclarecer la acusación por un supuesto plagio, en torno a la autoría del guion de la película El conde (2023).

Esta última, es la obra audiovisual que corresponde al décimo crédito en la filmografía del director Pablo Larraín Matte, es decir, el inmediatamente anterior dentro de su producción, a este largometraje que nos ocupa.

Con todo, se trata de un proceso judicial iniciado por una querella —que declarada admisible a trámite por el Octavo Juzgado de Garantía de Santiago—, busca sancionar a quienes resulten responsables por el origen de las evidentes similitudes tanto dramáticas como argumentales, que existirían entre el texto del montaje teatral Ya no sueño contigo Augusto (2004), debido al fallecido autor chileno Sebastián Venegas Novakovic, en comparación con el guion del ya anotado filme, escrito por el mismo Larraín, en coautoría con el destacado dramaturgo Guillermo Calderón Labra.

Fuentes del caso penal, consultadas por el Diario Cine y Literatura, confirman que la Policía de Investigaciones (PDI) ya tiene en su escrutinio los respectivos libretos cinematográficos, luego de efectuadas las diligencias de rigor, y que funcionarios de la misma institución se encuentran en plena realización del peritaje correspondiente, a fin de confirmar o bien de descartar las graves imputaciones efectuadas por la parte querellante en su libelo acusador.

 

 

 

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Maria (2024).