Estos versos, en definitiva, se abren y vuelan bajo un viento inclemente que libera: en efecto, el que comentamos es un libro que auspicia a un poeta maduro en su primer viaje (al joven profesor magallánico Robinson Vega Vera), y eso no es fácil de encontrar a diario.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 21.12.2021
«Una bicicleta no vuelve a pasar jamás / por un mismo punto dos veces/ como un río /no como las fotos…o los ojos que las miran.”
Robinson Vega Vera
El sujeto hablante parte de una apuesta por la confusión: la propia y la del mundo, la interior y la exterior, esa ambivalencia que lo subyuga por dentro y lo rodea por fuera.
El ciclista es una maquina autónoma que se desgaja diariamente en una ciudad extraña que, sin embargo, tiene la anómala particularidad de cobijarlo. Pero el poeta se niega a su dominio y se rebela: la ciudad, su espacio, su hábitat natural, es un tiempo que se deshace a cada instante.
Y él lo sabe. O lo presiente. Su devenir es el transito del universo. El horizonte una esperanza que en un santiamén se le escapa. Hay una prisa contenida por avanzar hacia un destino prefijado que, no obstante, ignora y que le duele:
“¿Sabes lo que es cruzar un trecho inmenso / mirar hacia atrás y ver que era más abismante/ de lo que creías en un principio/?» (p. 11).
Pero su trayecto es imperativo. No hay pausas. La vida es un señuelo escrito bajo un cielo gris que huele a incertidumbre. La existencia es un giro imprevisible. Puede pedalear hasta el fin de sus días tras una quimera que lo impulsa hacia adelante mirando un pasado que lo esclaviza a la vez que el presente lo asfixia o atosiga:
«De espaldas al horizonte/veo otro horizonte que se levanta más imponente / que el anterior/ Volteo para ver el otro horizonte/ y me equivoco/ el de mis espaldas es ahora más imponente / regreso la mirada hacia el frente y no / este es más imponente…” (p. 17).
El viaje como una necesidad existencial
En este aparente juego de imágenes —y es aparente porque las imágenes sí son reales— el ciclista poético desmenuza, no sólo su tránsito hacia un final esquivo, dubitativo, cambiante.
Además —y he ahí su bella paradoja— extrapola su canto hacia lo que pareciera darle un sentido inmanente a su auténtica disyuntiva: el sentimiento veraz hacia “la otra”, hacia quien reafirma su viaje como una necesidad indispensable si allí, a la vera del camino, está “ella” o quien lo impulsa a detenerse y continuar:
«Antes de perder la vida quiero decir que lo mejor que he visto han sido tus ojos perderse en el fondo del mundo/. Siento que esta tierra es plana cuando te vas/. Siento como si la tierra se terminara a la vuelta de la esquina cuando te vas/…» (p. 19).
Y reafirma esa íntima convicción de verse reflejado en la existencia ajena y perdurable. En la quietud movediza de quien presume estacionada a un costado —de nuevo a la vera de un camino que ya es de a dos, así el viaje continúe siendo personal— y que exige que el paseante se obligue a cuestionarse y descubrir a quien tiene tan cerca.
Se le acaban entonces los azares. No hay causas o efectos imprevisibles. Hay una certeza que lo llama y está allí y lo reclama:
«Ya no puedo mirar el cielo aparentando no verte/ o mirar el suelo queriendo que pases sin verme/ escuchar el silencio y hacer que me llame y largarme de ti / degustar tu ausencia e irme a buscarte a otro lado…» (p. 27).
Pedalear la vida es casi un sueño antojadizo. Depende del ciclista, pero ello es apenas una débil apariencia. Se trata, en suma, del trayecto, el viejo y manido circuito existencial que cobra su validez solo con el simple hecho de continuar.
Da la impresión que adelante no hay nada, que solo las ruedas determinan el cauce venidero. Y esa pretensión se nutre de delirios, de desajustes que lo sumen en la perplejidad, mientras el mundo de pudre o termina en girones.
Un poeta joven y maduro
El mérito innegable de este poemario original radica en una invitación al viaje inconcluso. No es exclusivamente la travesía individual, aunque esté su itinerario circunscrito a un único ciclista. Sólo que aquello es algo más que una metáfora.
Es la invocación —casi una epifanía— a que nos traslademos junto al pedaleante solitario a cruzar los límites de su aguda observación. De ahí que el horizonte esté plagado de presentimientos, de constataciones presentes que no sólo importan una disquisición señera, sino que trasgreden su ajustada vorágine.
Luego el mundo es una especie de atolladero, de envolventes miedos y desgarros que circulan como avisos de lo desechable, de los desvaríos, de lo inhumano y aberrante. Así se cuelan ellos por los intersticios de una naturaleza sombría y fría:
«¡Dale! / Pedalea weon/ pedalea/ como que se te acaba todo/ como lo que hay detrás se despedaza/ como que no hay nada más por hacer/ pedalea que nos sigue tu sombra/ que nos alcanza tu sombra…/ …que nada más vale la pena/ que llegar no es la idea/ que quedarse tampoco/ pedalea weon/ por lo que más quieras pedalea» (p. 47).
Agrega el hablante lírico:
«Y dale que el horizonte se aleja/ de cansancio/ ya no hay más utopías/ son todas metas…/ …/ y dale que la pista se hace eterna» (p. 49).
Y en las encrucijadas de un destino siempre inacabable y misterioso la exhortación persiste, nos deja mudos después de cerrar la última página de esta obra pletórica de una naturaleza formidable, de ese espacio onírico y terrestre anclado a orillas de un Estrecho milenario. Sólo que ahora la ciudad está allí, conmueve y remueve a un lector acostumbrado a la pereza de lo conocido.
Estos versos, en definitiva, se abren y vuelan bajo un viento inclemente que libera.
Un libro que auspicia a un poeta maduro en su primer viaje. Y eso no es fácil de encontrar a diario. Y por lo mismo se saluda con una suerte de epígrafe sarcástico y consagratorio:
«Morir esperando es mala muerte / Morir pedaleando/ también/ pero no es igual».
***
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.
Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta abril de 2020. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Robinson Vega Vera.