[Ensayo] «Piel de la materia»: Los árboles viejos también nutren a los más nuevos

El presente libro es una obra de fotopoesía, que aparecida en la Colección Cuadrá-Tú de Hebel Ediciones, fue realizada por el escritor Luis Cruz-Villalobos y por su hija Sofía, y en cuyas páginas el autor nacional se inspira —al estilo del haiku japonés—, en imágenes captadas por la cámara de su hija (de 14 años por aquel entonces), escenificadas en la localidad rural de Ponén, en la Octava Región de Chile.

Por Víctor Ilich

Publicado el 20.1.2023

Hace unos días terminé la lectura del libro Piel de la materia, de Sofía y Luis Cruz Villalobos, involucrados en un proyecto literario de fotopoesía: Sofía aporta las imágenes y Luis las reinterpreta con lenguaje poético.

Nos encontramos ante el enfoque de una mujer joven y las interpretaciones de un hombre adulto, pero no cualquier hombre, ya que se trata de la voz de su padre. Más allá de destacar la sensibilidad en el ojo fotográfico de su hija y la habilidad de construir imágenes con palabras, por parte de aquel, me detuve en unos versos: Y los deja / Ser ellos mismos / En el abrazo.

Me fue casi inevitable relacionar estos textos con el vínculo de un padre y sus hijos. Es sabido que los padres marcan a sus hijos, ya sea para bien o no. Somos nosotros quienes muchas veces, aunque no exclusivamente, establecemos una ruta invisible, conscientes o inconscientemente, en algunos casos más definida que en otros.

Es una máxima de la experiencia advertir que el ser humano también aprende por imitación, los psicólogos lo llaman aprendizaje por observación (Psicología 100 conceptos, de Christopher Sterling y Daniel Frings). Y del fotógrafo Michael Freeman es posible concluir que, más que reflexionando, la mejor forma de aprender sobre algo es haciéndolo.

De esta forma, me surgieron muchas preguntas al respecto, entre ellas: ¿Cómo llegar a ser un buen padre? ¿Es cuestión de un rol predeterminado solamente? De ser así, ¿cuál es ese rol y su alcance? ¿Hasta cuándo existe el deber de ayudar y de acompañar a nuestros hijos?

Alguien podría decir, apresuradamente, hasta que los hijos alcanzan su mayoría de edad y logran su pleno desarrollo, pero esa visión es demasiado legalista e imprecisa. La ley no logra determinar cuándo acaba el pleno desarrollo: hay varias áreas que abordar en un ser humano, no es una mera cuestión de edad, ni legal.

La Ley 21.430, sobre garantías y protección integral de los derechos de la niñez y adolescencia, se refiere a la autonomía progresiva, necesaria e indispensable para alcanzar finalmente el pleno desarrollo en la etapa adulta: absoluta libertad para su absoluta responsabilidad. ¿Y nuestros padres nos entrenaron para aquello?

A su vez, ¿podemos los padres eludir nuestra responsabilidad en el ámbito de la ética parental, ya en la etapa adulta de nuestros hijos? ¿Un eventual reproche por una mala instrucción, por error, negligencia, ignorancia o en el peor de los casos derechamente mala intención?

Cuántas conversaciones, ya sea un pide cuenta o un salda cuenta, han existido y seguirán existiendo entre padres e hijos.

 

No hay padres perfectos

Recordé el caso del Rey David y de su hijo Absalom. Un conflicto familiar épico que cada cierto tiempo nos lo recuerdan en Semana Santa.

¿Y qué hay de los hijos de Aarón, de Samuel y de Elí? ¿Y los padres e hijos que aparecen en el Libro de los Jueces? ¿Qué hay de Sansón y los hijos de Gedeón? Aparentemente, según el registro histórico bíblico, muchos fallaron de forma estrepitosa como padres.

Y si los modelos bíblicos pueden ser considerados anacrónicos e inválidos, solo por citar algunos vínculos, ya sean ficticios o reales, qué hay de Bart Simpson y la relación con su padre o del padre de Gumball en su increíble mundo y qué hay del vínculo y de todos los conflictos mediáticos en que se han visto envueltos el rey Carlos III y el príncipe Harry.

Evidentemente, no hay padres perfectos, no debiese haber duda de eso, bastaría con recordar algún error por exceso o por omisión, pero ese no es el punto para destacar, sino lo siguiente: ¿puede la mayoría de edad de nuestros hijos ser una excusa válida para evitar involucrarnos en momentos clave de sus vidas, en sus decisiones trascendentes? ¿Es correcta, adecuada, sana y necesaria dicha aprensión?

Alguien prudente podría decir depende de dónde, cómo, cuándo, para qué y por qué involucrarnos. Son preguntas clave que surgen y que implícitamente abarcan nuestra motivación: ayudar de forma constructiva o solo querer tener la razón o mantener cierto control sobre ellos.

Podría ser un desafío explorar estas preguntas, pero no se confunda, no busco respuestas correctas, sino hallar respuestas adecuadas en tiempo, forma y motivación. Principios que nos puedan orientar o guiar en los casos concretos que enfrentemos: dicen los que aman que el amor no busca nada indebido. Y al parecer todo lo que escape a esta premisa desembarca en el terreno del egoísmo. Podría ser. Quién sabe.

En otras palabras, aparentemente, el desafío de llegar a ser buenos padres podría durar toda la vida. ¡Qué agotador!
Esa mentalidad de que una vez adultos nuestros hijos son personas hechas y derechas obedece a los convencionalismos culturales, que no se ajustan a algunos estudios actuales de neuropsicología.

La plasticidad del cerebro como conocimiento científicamente afianzado lo confirma. Y la aseveración de que debemos dejar que escojan su propio camino y se desarrollen en libertad es cierta y sana, pero con matices, ya que no excluye la posibilidad y la necesidad, en algunos casos, de compartir con ellos la experiencia ganada y nuestra forma de interpretar el mundo: los árboles viejos también nutren a los más nuevos.

De esta manera, los matices surgen de la realidad: fácilmente torcemos el rumbo en algunas de nuestras áreas, las malas decisiones o los errores de percepción contribuyen a esas distorsiones y más aún si nuestra identidad se compone, entre otras cosas, de una realidad dinámica, aquella parte que no está predispuesta por los genes, que es posible edificar y deconstruir, desarrollar y perfeccionar conforme a nuestros intereses, decisiones y circunstancias.

Hay libertad para crecer, madurar o cambiar. Hay libertad para tropezar y caer, pero ¡ay de aquel por quien viene el tropiezo o la caída! Al respecto sugiero ver la serie La mente, en pocas palabras, disponible en Netflix.

 

La dirección de un trayecto

Alguien podría decir, entonces, que somos seres en permanente construcción. Una obra inacabada también es otra metáfora posible.

¿Todo esto puede dar un libro de fotopoesía? Al parecer, sí.

¿Cuándo acaba nuestra responsabilidad como padres respecto de nuestros hijos? ¿Quién tendrá la respuesta? Algo sí es incuestionable, sin lugar a dudas, de existir alguna responsabilidad, cualquiera que sea, o algún reproche, de seguro se acaba cuando morimos.

Imagino que por el estilo de fotografías que Sofía registra en Piel de la materia, heredó y aprendió algo de las semillas de la soledad de su padre. Buscar lo esencial por sobre lo accesorio. Hay belleza en las imágenes seleccionadas.

Quizás en el futuro le interese explorar el mundo del autorretrato y del retrato. Sería interesante ver qué nos comparte, ya que hay fotógrafos que sostienen que eso requiere estar más conscientes de cómo nos percibimos a nosotros mismos y dispuestos a exponernos. Asimismo, la complicidad o no de alguien más, pedir permiso o asumir el riesgo del rechazo en la ruta del consentimiento son situaciones que la fotografía también llama a enfrentar.

En las fotografías de Sofía están los cuatro elementos de la materia, esos elementos de los que habló Aristóteles. Está lo esencial, destacando lo fundamental de lo que aprecia su corazón en el mundo que atesora y que comparte con nosotros. Esto me lleva a advertir que será interesante ver cómo nuestros hijos se despojan de lo que ya no les sirva y perfeccionan lo que hayamos sembrado en ellos, adaptándolo a su forma.

En una visita a la casa azul de Luis Cruz Villalobos y su esposa Soledad, este nos guió a unas fuentes de aguas. Él era el guía.

Y me hizo pensar en que convertirse en guía experto no es tan solo proporcionar la información pertinente o ayudar en el uso de las herramientas necesarias en forma adecuada para hallar lo que se busca, sino también dar cuenta de todo aquello que se ignore en el camino por parte de quien es guiado: los callejones sin salida, las rotondas, los muros de la vergüenza y los precipicios que saben esperar a sus víctimas.

En otras palabras, el guía también sabe dónde están los obstáculos, las alambradas que impiden el paso, los cercos y el cómo poder sortearlos; conoce también los senderos más llanos y directos, el terreno y sus límites naturales, sus distancias, el grado de dificultad para acceder al objetivo propuesto.

Dicho de otro modo, convertirse en guía ya es un desafío por sí mismo, abarca conocer muchos aspectos de ese rol, pero transformarse en buen guía y experto tiene otro precio. Esforzarse y ser valiente por el bienestar de otros es un llamado que no todos están dispuestos a atender.

Y si ser un padre que guíe es ya un esfuerzo, llegar a ser un padre que guíe bien requiere mucho más que solo buenas intenciones. Obvio, diría alguien sagaz, no obstante, las obviedades se omiten, y al pasarse por alto es más fácil desentenderse y eludir cualquier responsabilidad.

También hay libertad para abrazar o rechazar esto. En el abrazo o en el rechazo también puede haber algo de verdad.
¿Y qué hay de las madres? Un poeta desconocido dijo que ellas habitan otros continentes y cultivan otros contenidos. Ellas suelen asumir su responsabilidad, generalmente, hasta el final de los tiempos verbales: es cosa de ver las visitas en las cárceles.

A ellas no se les suele recordar cómo amar a sus hijos, a los padres sí. He escuchado varias veces que están llenas de amor. Y como las madres tienen otros relatos y discursos distintos a los de los padres, el ponerse de acuerdo en la dirección que adoptará la embarcación parece que resulta fundamental para llegar a buen puerto.

Solo me resta desear, entonces, un buen viaje a Sofía y a sus padres, como otro viajero en sus trayectos. Quizá aquello dé materia para otro libro, pero esta vez con tapa de cuero.

 

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Víctor Ilich nació en Santiago de Chile en 1978. Egresado del Instituto Nacional General José Miguel Carrera y de la Escuela de Derecho de la Universidad Finis Terrae, además de ejercer como abogado y juez de garantía en la Región de O’Higgins es el respetado autor de más de una docena de elogiadas obras literarias.

 

«Piel de la materia», de Sofía & Luis Cruz-Villalobos (Hebel Ediciones, 2014)

 

 

 

Víctor Ilich

 

 

Imagen destacada: Sofía Cruz-Villalobos.