La joven poeta y veterinaria andaluza María Sánchez ha escrito un ensayo en primera persona donde se funden la España olvidada y la realidad de sus olvidadas contemporáneas en el campo, un mundo ancestralmente dominado por los hombres, en cualquier lugar.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 3.6.2021
El nido
El cobijo
El origen
La nana
María Sánchez
En poco espacio de tiempo se me han aparecido por las casualidades no casuales de la vida tres ensayos excepcionales firmados por mujeres jóvenes que encarnan los nuevos aires que poco a poco respiramos a pesar de las mascarillas físicas y mentales.
Y a pesar también de algunas apariencias que entiendo son fruto de las resistencias de quienes se niegan a respirar —a aceptar y entender— ese aire puro en su miedo al inevitable y necesario cambio.
Me referí antes en este medio a los espléndidos Sal en la lengua de Charlotte Runcie y El infinito en un junco de Irene Vallejo. Miradas ambas de sabiduría femenina como lo es también la de la escritora y veterinaria andaluza María Sánchez (1989) en Tierra de mujeres galardonado —entre otros— con el Premio Nacional de Juventud de Cultura 2019 otorgado por el INJUVE.
La luz a los márgenes y a las raíces
Acabo —acabamos en el compartir lectura y vida con Paula— de leer su bello y evocador ensayo que reivindica la voz del medio rural y especialmente de las mujeres relegadas a la sombra —más aún que en las ciudades— durante tantos siglos de dominación patriarcal.
Dominación que afortunadamente va —lentamente pero va— cediendo protagonismo al entender de la feminidad históricamente acallada y maltratada tanto en las mujeres como en los hombres.
Sánchez conoce el mundo rural a pesar de haber nacido en la bella Córdoba, proviene de una familia enraizada en los campos sevillanos y con tradición veterinaria. Es hija y nieta de veterinarios y admira profundamente a su padre del que se siente heredera.
Precisamente por eso y porque “mamó” desde niña el ambiente patriarcal de su tierra, deseó ser hombre y menospreció a las mujeres a quienes veía casi como insignificantes. Nos explica cómo en ese tiempo tenía interiorizado.
“Que los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, nunca se equivocan. Siempre saben lo que hay que hacer. A esa edad las mujeres de mi casa eran una especie de fantasmas que vagaban por casa, hacían y deshacían. Eran invisibles. Hermanas de un hijo único como dijo la escritora Agustina Bessa-Luís sobre su infancia”.
El cambio se produjo al estudiar veterinaria y darse cuenta de la discriminación de género, en ese darse cuenta abrazó el feminismo —ese a menudo malentendido movimiento que busca equiparar los opuestos que encarnamos— y sintió en su piel la necesidad de dar voz a tantas mujeres de la tierra acalladas, voces femeninas relegadas a las sombras del patriarcado.
Mujeres tan trabajadoras o más que los hombres con los que compartían y comparten tareas del campo. Y mujeres que cargaron y cargan a menudo en doloroso silencio la responsabilidad física y emocional del hogar.
Un darse cuenta —una mirada renovada— que la autora entiende tardío y que expresa con estas poderosas palabras:
“Tardamos en aprender a mirar, en reposar la vista y el tacto en los márgenes, en caer en la cuenta de que tras los marquitos que cuelgan en las casas de nuestras abuelas y nuestras madres hay una belleza incómoda, un dolor, una historia, una genealogía latente, pendiente de que la rescatemos y la hagamos nuestra. Una genealogía a la que pertenecer y en la que reconocerse”.
Y en base a esta concienciación, expresa con metafórica belleza su propósito de vida:
“Estoy intentando construir una casa. Una casa donde tengan refugio todos esos destellos que me han traído hasta aquí”.
Y en ese empeño reivindica no sólo la voz femenina sino también la voz rural. Porque entiende que mayoritariamente son gentes de la ciudad quienes hablan del campo. Gentes que suelen caer en la idealización mostrando “una postal plana y bucólica”:
“Nuestro medio rural necesita otras manos que lo escriban, unas que no pretendan rescatarlo ni ubicarlo. Unas que sepan de la solana y de la umbría, de la luz y la sombra. De lo que se escucha y de lo que se intuye. De lo que tiembla y no se nombra. Una narrativa que descanse en las huellas de todas esas que se rompieron las alpargatas pisando y trabajando, a la sombra, sin hacer ruido y que siguen solas”.
Y es autocrítica (¡qué necesaria la capacidad de verse a sí misma o mismo!), consciente de que a pesar de tener un trabajo rural su mirada es en parte urbana. Como veterinaria se mueve con su vehículo por el interior de España pero se sabe también de ciudad.
Así, Sánchez analiza los problemas actuales del medio rural aprovechando su condición dual, ella conoce ambos mundos y busca remover conciencias de las gentes de asfalto pero también de las de barro y guijarros.
Lo expresa de este modo:
“No somos la España vacía. Somos un territorio lleno de vida. De personas, de historias, de oficios, de comunidades. Y necesitamos los mismos servicios a los que pueden acceder nuestros hermanos de las ciudades. No necesitamos paternalismos ni romanticismos, tampoco titulares que definan el campo como territorio de hombres brutos”.
Y en la línea del propósito de vida citado con la metáfora de la casa que acoge toda la genealogía, comenta:
“Quiero que este libro se convierta en una tierra donde poder asentarnos todos y encontrar el idioma común”.
Y en este sentido integrador nos recuerda el significado original de la palabra cultura: cultivo, de la tierra. Para a continuación desgranar:
“Lo que germina, lo que crece, lo que alimenta. Lo que hace posible la vida una y otra vez”.
Sánchez nos remueve con el fin de recuperar el vínculo de unión con la tierra a la que pertenecemos, a la tan maltratada feminidad de la madre tierra y de la madre humana:
“Hay que irse a un aspecto más terrenal, más corpóreo, mas instintivo. Que tiene que ver con de dónde venimos, de dónde nacemos. Porque no es fácil encontrar una narración, un cuento o una historia, una mitología incluso, del fluido como la sangre o los líquidos maternales que se forman en la placenta. De lo que erróneamente consideramos sucio. El reconocimiento por el olor y el instinto”.
En esta búsqueda de la feminidad genealógica, la andaluza bucea en los márgenes familiares para conocer mejor la vida y vivencias de su madre, abuela y tatarabuela, mujeres que han dedicado su vida a la familia poniéndose en última posición. Y recuerda a la abuela que le decía “habiendo comida no tengo miedo de nada”.
Porque también las mujeres eran y son poderosas, a esas tres grandes resarce ahora con todo el sentimiento y en el resarcir la liberación del paternalismo que le ha impregnado desde niña:
“Sirva este ensayo como un ejercicio de justicia con la memoria y el reconocimiento hacia ellas”.
Y de ahí la poderosa cita del encabezado que concluye el ensayo:
El nido
El cobijo
El origen
La nana.
Todo un reconocimiento a las mujeres rurales —las de su familia y todas— que la autora visualiza con la bella fotografía que escogió para la portada del libro cuya dura historia nos explica en el epílogo. La luz a los márgenes y a las raíces.
A Marimar, mujer veterinaria que encarna la genealogía del campo andaluz.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: María Sánchez.