Este artista visual sureño ha construido un universo personal que semeja hecho para el pasado o el futuro, pero difícilmente dirigido a un presente como este que se devora a sí mismo en la ilusión de la uniformidad, pues observar su obra es una invitación a detenerse y a desechar la ontología del instante.
Por Ricardo Herrera Alarcón
Publicado el 7.12.2022
La pintura de Jorge Riquelme Millares (Carahue, 1961) pone en funcionamiento un mecanismo visual semejante a un largometraje que opera a través de la superposición de pequeños cortos que se mueven casi independientes, chocando con otros pequeños universos que, sin embargo, vistos en su conjunto, dan vida a una historia que se arma y desarma y cuyo sentido apela más a nuestro inconsciente que a nuestra raciocinio y donde el mensaje pretende perturbar el organismo conceptual que seguramente uno se hace con los años: teorías, paradigmas, esas cosas.
Decir que viene del arte abstracto o del expresionismo norteamericano quizás no ayuda mucho. Lo que sí creo es que Jorge habita un lenguaje donde las formas encontraron otras relaciones, otras maneras de dialogar con la luz y la sombra, y donde el color y la mancha parecen haber viajado desde hace mucho tiempo para arribar a este presente.
En algunas pinturas, por ejemplo, nos asaltan figuras fantasmales, a veces ancestrales o preternaturales que parecen habitar un paraíso o infierno. En otras (principalmente las más recientes) es la sucesión de escenas brumosas donde algunos archipiélagos asoman en un mar extrañamente blanco.
Tránsito de la oscuridad a la luz o el habitar de la oscuridad en la luz. El artista trabaja aquí a su antojo y elige exhaustivamente quién tocará uno u otro instrumento, qué plano ocuparán las especies que va creando.
Jorge ha construido un universo personal que parece hecho para el pasado o el futuro, pero difícilmente para este presente que se devora a sí mismo en la ilusión de la uniformidad. Observar su obra es una invitación a detenerse y desechar la ontología del instante para recordar estas palabras de Octavio Paz:
«Desde el Renacimiento la historia del arte fue la de un aprendizaje: había que dominar las reglas de la perspectiva y la composición. Pero al despuntar el siglo XX esos cuadros perfectos comenzaron a aburrir a los hombres. El arte moderno ha sido un desaprendizaje: un desaprender las recetas, los trucos y las mañas para recobrar la frescura de la mirada primigenia».
Esa es quizás la mirada que Jorge instala en su pintura y que nos invita a compartir en un gesto compasivo, para que volvamos a ver el mundo y no sólo el agua o las calles, no sólo árboles o pájaros.
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Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969) es profesor de castellano, y editor de revistaelipsis.cl y de Editorial Bogavantes de Valparaíso.
Ha publicado Delirium tremens (2001), Sendas perdidas y encontradas (2007), El cielo ideal (2013), Carahue es China (2015), Santa Victoria (2017) y la antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (2020), entre otros títulos.
Imagen destacada: Pintura de Jorge Riquelme Millares.