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[Crítica] «Viajes»: La refulgencia de las ruinas dinámicas

El poema es la expectativa de que una lágrima llegue a un lugar, la poesía, el ojo que agita el pañuelo y despide al llanto, y el arte del escritor chileno Alberto Cecereu es la complicidad, el viento que arrastra a esa gota luctuosa, cargada de futuro.

Por Nicolás López-Pérez

Publicado el 4.3.2021

Hay poéticas que se caracterizan —si es que queremos pensar en esto— por el nomadismo o por el sedentarismo de sus formas. Libro a libro, poema a poema, hay poetas que desafían las posibilidades de una página en blanco. Y lo hacen contra la autoridad que va midiendo el ritmo de la música de sus cabezas.

Alberto Cecereu (Valparaíso, 1986) opera, en ambas direcciones, a cielo abierto, atesorando y abandonando los lugares que se llevan tatuados en el luto de las palabras. A veces habitando, otras en desplazamiento perpetuo.

Viajes (Buenosaires Poetry, 2019) es un movimiento de las ruinas, en cuatro respiraciones largas. Mudanza, memorias, caminos y anuncios son las estaciones del tren de la experiencia poética. Ese, conducido de prisa y con lentitud, por los distintos estados de un tajo entre la lucidez y la locura, producto de un mundo enajenado y en progresiva decadencia con vista a un borroso horizonte poscapitalista, se quiera o no.

Mudanza es la textura de una transición. Las mudanzas son parte de la historia de la humanidad, de la historia de las migraciones. En el movimiento, las palabras son trashumantes y llevan consigo todo lo que tienen. Van dando forma a instantes que no se producen en las palabras, sino vienen a yacer o a morir en ellas.

Por ejemplo: “le fui sacando todos los cuadros a la casa / el suspiro alegre de un sueño / la sombra de un recuerdo / una pincelada de felicidad / se los fui sacando / como desvistiendo a la fascinación / desde el vacío de la casa…” (p. 12).

¿Qué significa sacar un cuadro de una casa? O, ¿qué nos sugiere esa imagen? Cecereu tiene cuidado de condicionar la imagen a ojos lectores, propone un vehículo de sentido donde se viva mejor el viaje de uno mismo.

Hay cuadros que se sacan para ser guardados, otros que se llevan donde sea que uno vaya. En los dos actos, dos secuencias. La que se ve y la que no se ve. La visible: sacar el cuadro. La —digamos— invisible, el ulular interno de la acción.

Viajes sugiere rumbos probables entre preguntas. “¿qué nos pasa? ¿qué nos sucedió? / ¿cuál es la imagen de los colores cayendo desde la tarde? / ¿cuál será el panorama de domingos veraniegos? / ¿qué será de los gemidos entre las paredes? / quizás me respondan las fotos en el tacho de basura / o el cristal entremedio de las sábanas…” (p. 15)

Y la idea no es quedarse revolcando en el charco de la nostalgia infantil, sino nombrar lo que se ha dejado atrás. Desde un tiempo posible en que ya es preciso irse, y quedarse ha perdido fuerza.

En la mudanza, un silencio. El sonido que las cosas van haciendo al ser puestas en cajas o removidas de los lugares que habitaron.

En las cosas que llegan y se van, un mar de combinaciones y asociaciones probables. La sección “Memoria” se encarga de traer los puentes entre distintos lugares.

El poeta nos dice: “buscaba palabras en el diccionario para no dañarnos / adornos gramaticales para escribir las cartas” (p. 24); “el poema siempre fue la expectativa / a pesar de todo el silencio recitó nuestro encuentro” (p. 25); “somos los que convocamos / a la claridad de los encuentros” (p. 31).

Un camino desde y hacia las ruinas. El recorrido del lenguaje, en primer y último lugar. Lo que inicia y lo que acaba. Una voz en pasado desde el duelo y hielo de la lengua. Con el recuerdo vamos en busca de algo, de una reconstrucción de la vivencia que nos permite acceder a las palabras. Para volver a velar lo que se desea en continuidad, en la medida que la intensidad no reciba interrupción.

El poema como una expectativa, como una promesa que nos va a colocar en un lugar o en otro. Como un encuentro que aclara, que deja pequeños coleópteros iluminando el camino hacia un sentimiento sublime.

La poesía, “hospedaje de nuestras tempestades” (p. 28), temblor de rostro, de piel, de las placas tectónicas del pensamiento.

El poeta es bardo, no solo por la recitación pública, sino por su naturaleza liminar. Bardo, del idioma tibetano, lo que está entremedio, el intersticio. El poeta es una fractura entre la poesía y el poema, un glitch de la razón. Todo ocurre en el siendo, incluso lo que haya sido.

Por ejemplo, ¿cuándo hablamos de un paisaje que vemos en una foto, de qué hablamos? ¿Del paisaje o del trozo de información del paisaje que la foto almacena?

Lo real como categoría, a segundo plano. El viaje que propone Cecereu entre referencias que bordean el absurdo como única realidad posible. En un tiempo circular donde el miedo a la locura llega y se hace preciso resistir, a diferencia de Carlos Oquendo de Amat no regresar, sino quedarse.

Incrustarse en la locura, con las propias hipérboles, metáforas y una voz profusa de límites quebrantados. Y en ese lugar, reconocer en el acto creativo, la capacidad de masajear los contornos y procedimientos de la historia.

La sección “Caminos” puede leerse como digresiones factibles del tono que ensaya El delirio (Ediciones Filacteria, 2019), uno que muestra a un hablante lírico rompiendo la camisa de fuerza con sus diletantes accesos a lo visceral.

La diferencia entre estos textos y los del libro aludido radica en la velocidad. Hay una despedida dulce de los lugares. La locura no se cae ni bota a quien posee, sino se sujeta en la ternura de la sugerencia, en la sutileza de la imagen.

De todas maneras, siguiendo lo que el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro nos dice en sus Prosas apátridas: “También mueren los lugares donde fuimos felices”. En ese aceptar se trata de hacer bisturí de la vida, de un lugar a otro; de partir a una guerra y no saber si de ella se retornará.

En el poema ese puede ser el camino al caer en el paladeo de las palabras o de ser paladeado por ellas. Lo último es el triunfo de las ruinas, avistadas en el camino entre la infelicidad y la felicidad eventual.

Las ruinas como espejo de un horizonte hermoso. Sobrevivir al recuerdo y aprehender el vaivén para ir más allá. “Seamos escribas de la nueva historia” (p. 44): las ruinas como forma de ir hacia el encuentro de viejos nuevos lugares. Algo del pasado queremos en el presente.

La historia se escribe con todo lo acumulado en la propia vida, no es posible partir de cero. El punto de partida contempla todas las cicatrices y heridas.

La mudanza es de puntos de presión: del lagrimal a cualquier lugar menos a casa. Nos quedamos con la trayectoria de un tiempo onírico y desequilibrante, de un tiempo irracional y sin caprichos de por medio. Habitamos la imaginación del poeta y navegamos en el agua que ve florecer una voz que se evapora.

Cecereu es un poeta que serpentea entre las líneas de fuego, donde brilla un dolor en el mundo, solo para que se diga que queda un mundo. Y desde ahí, las casitas de palabras se levantan y se caen en el abismo en que una aún humanidad está suspendida entre la historia de la eternidad y la historia de la extinción.

El poeta es “una lágrima del viento” (p. 48). El poema, la expectativa de que esa lágrima llegue a un lugar. La poesía, el ojo que agita el pañuelo y despide a la lágrima.

Y Viajes es la complicidad, el viento que arrastra esa gota luctuosa y cargada de futuro. Esta escena es la que deja un manuscrito a las sombras por casi tres lustros, que se arriesgó a ser su propia corriente.

Esta es su chance.

 

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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.

 

«Viajes», de Alberto Cecereu (Buenosaires Poetry, 2019)

 

 

Alberto Cecereu

 

 

Imagen destacada: Alberto Cecereu.

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