Miguel de Unamuno creía que todo estadista debiera poseer una sólida cultura y un conocimiento adecuado de las artes, un paradigma cada vez más alejado de la realidad de la función política, lo que se hace penosamente notorio con la mayoría de los líderes actuales, en todos los continentes.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 19.12.2023
En el verano europeo de 1925, don Miguel de Unamuno se encontraba autoexiliado en París, después que lo defenestrara de su cargo de Rector de Salamanca, el general Miguel Primo de Rivera, padre de José Antonio, el creador de la Falange española.
En la Ciudad Luz, Unamuno se encontró, de manera casual, en unas tertulias de notables, con Arturo Alessandri Palma, a la sazón, exiliado por régimen de otro mílite, Carlos Ibáñez del Campo. Esta anécdota que relato la recuerdo de una remota lectura del señor Olavarría, biógrafo de los Alessandri más famosos, Arturo y Jorge.
Bien. Se cuenta que don Miguel trabó conversación con don Arturo, desentendiéndose el ilustre vasco de las circunstancias históricas y contingentes, para preguntarle, al decaído mandatario sudamericano, por los escritores chilenos coetáneos, nombrando con soltura a Augusto D’Halmar, Eduardo Barrios, Manuel Magallanes Moure y Nicomedes Guzmán.
Las certeras referencias sorprendieron al «León de Tarapacá», quien respondió, confuso y azorado:
—Verá usted, don Miguel, que las obligaciones de Estado propias de mi cargo no me dejan tiempo para la literatura…
A lo que retrucó el autor de El sentimiento trágico de la vida:
—¿Obligaciones de Estado? Eso es asunto de subsecretarios.
La estrechez de miras
Unamuno creía que todo estadista debiera poseer una sólida cultura y un conocimiento adecuado de las artes. Un paradigma cada vez más alejado de la realidad de la función política, lo que se hace penosamente notorio con la mayoría de los líderes actuales, en todos los continentes. Una de las últimas excepciones fue la de François Miterrand, el culto estadista francés.
Recordemos cuando Sebastián Piñera, en uno de sus viajes a Madrid, preguntaba por «la segunda Cibeles», o cuando Pinochet declaró, con su habitual desparpajo: «haber leído a los dos escritores: a Ortega y a Gasset».
Más allá de la anécdota «graciosa», destaca una falencia que confirma la estrechez de miras de la actual política, enfocada a lo inmediato partidista y ramplón. Una de las víctimas propicias de esta visión es el ministro Carlos Montes, juzgado por su impericia burocrática, más que por su trabajo de colaborador eficiente y leal y por su presunta probidad de auténtico servidor público.
Asuntos de subsecretarios, sí. Echémosle para adelante.
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Edmundo Moure Rojas es escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.
Imagen destacada: Arturo Alessandri y su perro Hulk.