Los escritores somos los principales culpables de perpetuar el concepto de gratuidad de la cultura, corremos cuando nos piden charlas o conferencias, como si nos hicieran el favor de escucharnos, y no somos capaces de hacernos valer.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 4.4.2024
Rara avis es un escritor que no trata de publicar sus textos, para darlos a conocer como sea. No sólo en formato de libro, asunto aún más difícil y pretencioso. En nuestro modesto medio editorial, la posibilidad de dar a la luz un libro de papel, con sus tapas termolaminadas, lanzamiento y comentarios de prensa mediante, es sueño que linda en lo utópico; salvo, claro está, que dispongas del dinero necesario para darte el gusto; en muchos casos, se logra estrujando el alicaído presupuesto familiar.
En cuanto a la difusión de textos de menor envergadura, como crónicas, ensayos breves, artículos, glosas, reseñas u opúsculos, la probabilidad es hoy mayor que hace medio siglo, debido a la proliferación de espacios virtuales, páginas web, blogs, Facebook, etcétera.
En tiempos de nuestra «larga noche de piedra» (1973 – 1989), durante la presidencia de Luis Sánchez Latorre, Filebo, uno de nuestros mejores periodistas de la crónica sesuda y filosa, notable exegeta y epígono de autores desconocidos, pero de real valía, los medios habituales de comunicación escrita no solían publicar a escritores chilenos, salvo el puñado de adláteres de la dictadura militar y empresarial.
Proliferaban hojas volanderas, como la Hoja Verde, del poeta y director de la Sech, Raúl Mellado; Hoja de Poesía, en Antofagasta, a cargo del incombustible Andrés Sabella. En la provincia, con menos habitantes, existía la chance de publicar en periódicos locales y gacetas menudas, aplicándose —la entonces— «sana y edificante» autocensura, antes de que el responsable editor tuviera que negarse a difundir el discurso anhelante del escriba, cuidando su cabeza y su humilde salario.
Luis Sánchez Latorre, Filebo tuvo un propósito, que me confidenció desde su honrosa amistad: emular al dictador Pinochet en cuanto a los años de permanencia en el cargo; fracasó en su empeño, llegando a presidir la Sociedad de Escritores de Chile durante catorce años.
No obró jamás como césar autoritario; su mérito, más bien, fue el de mantener un espacio de libertad dialogante en el seno de la Casa del Escritor (Casa Escrita, para mí), en una época aciaga en que la palabra permaneció aherrojada, bajo la vigilancia y el acoso cuarteleros. Asimismo, supo conciliar posturas contrapuestas, en medio de un ámbito herido por la polarización extrema. Fui testigo de ello y siempre lo destacaré.
Pues bien, Luis Sánchez Latorre mantuvo un modesto nicho periodístico semanal en el tabloide Las Últimas Noticias, siendo «director de cultura», cargo leve y efímero como vilano de primavera. En un pequeño espacio de las dos páginas asignadas, Filebo publicaba breves crónicas, artículos y reseñas que sus colegas le entregaban el día martes, a la hora vespertina, luego de la reunión de directorio y asamblea (por lo general, ambas en una sola), en el salón principal de la Casa.
Había condiciones previas de extensión, no más de una carilla, a espacio simple; de preferencia, textos literarios, prescindentes de alusiones directas a la circunstancia política. Las Últimas Noticias, como La Segunda, eran periódicos prohijados por El Mercurio, es decir, voceros del régimen autoritario, de manera incondicional, por supuesto, generosamente financiados por los poderes de ese tiempo.
A fuer de autorreferente, cosa que me repugna, confieso haber publicado, a través suyo, algunas reseñas de libros. Francisco Véjar («Pancho Viejar») puede dar fe de ello, hoy acogido en el seno mercurial; también otros olvidadizos bisoños.
Al cierre de la sesión, se producía un desfile de requirentes al presidente, enarbolando, como quijotes menesterosos, los folios escritos a máquina o manuscritos; estábamos lejos de la comodidad democrática de los PC (computador personal, no sigla del Partido).
La diligencia y buena voluntad de Sánchez Latorre se le transformaron en un dolor de cabeza cronológico. Claro, sólo cabía una crónica por semana y la demanda era veinte veces esa unidad. Junto con la entrega del infundio, venía una retahíla de inquisiciones por los textos pendientes de edición.
(Filebo me mostró, sobre su escritorio reporteril, una considerable ruma de voces silenciadas por la insoportable espera, sin considerar la dudosa calidad de algunos de los escritos).
Esa especie de Balzac gallego en el exilio
Don Ramón del Valle Inclán, durante el primer cuarto del siglo XX, asentado en Madrid, vivía de la publicación de sus textos en diversos periódicos y revistas.
Era su medio de subsistencia, más los derechos de autor que vendría a percibir cuando ya era viejo, por sus extraordinarios libros. Al respecto, el manco de los cafés afirmaba que, en las transacciones con editores de la prensa madrileña y cagatintas intermediarios, él «entregaba oro por calderilla», significando la atroz diferencia entre la genuina palabra creadora y la mísera retribución.
Sí, los tiempos eran difíciles, financiar un periódico, una revista, resultaba tarea ardua. Una vieja cantinela que se repite hasta la saciedad en la ponderación de lo cultural respecto de lo mercantil consumista. En esto, los tiempos no han cambiado.
En el Chile democrático de los 40 —hasta la promulgación de la Ley de Defensa de la Democracia, en 1948— los periódicos exhibían, casi todos, sus «firmas» destacadas, es decir, escritores de cierto prestigio que difundían sus textos a través de esos medios, a cambio de retribución pecuniaria, al punto que tenían fieles lectores que adquirían el diario para leer a sus preferidos. Funcionaban también las “cartas al lector”, con prontitud y liberalidad, y no dictadas ex profeso. El periódico de papel se hizo así insustituible.
Ramón Suárez Picallo (1894 – 1964), periodista, abogado y representante en las Cortes de la II República, se exilió en Chile a fines de 1940. Como don Ramón del Valle-Inclán, ilustre paisano y tocayo suyo, vivió en nuestro Santiago del Nuevo Extremo, subsistiendo gracias a la calderilla que recibía a cambio de la plata o del oro de su ingenio chispeante y de su vasta cultura renacentista.
Entre los años 1998 y 2004, a instancias de la académica, historiadora y experta en migraciones, Carmen Norambuena Carrasco, a la sazón directora del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, merced a un ambicioso proyecto, recuperamos las 1400 crónicas que escribiera esa especie de Balzac gallego en el exilio, llegando a publicar, en ocasiones, tres textos en un mismo día, a través de los periódicos La Hora, La Opinión y La Nación (alguna vez en El Mercurio; pocas, pues el Decano repudiaba a los republicanos españoles, aunque ahora alienta con entusiasmo a quienes deshonran tal denominación).
Carmen Norambuena inició la tarea, secundada por el entonces joven estudiante Alex Cornejo. Dos años más tarde, me sumé a la agotadora labor de bucear en las hemerotecas, en mi calidad de coordinador del Programa de Estudios Gallegos de dicha entidad académica.
La obra de Suárez Picallo se plasmó en un hermoso libro, financiado por el Consello da Cultura Galega, publicado en mayo de 2008. (Tuve el honor de presentar La feria del mundo en el Centro Cultural de Sada, A Coruña, Galicia, junto a un grupo de generosos amigos, de ilustres escritores y periodistas gallegos).
Me tomo ahora la licencia de hablar de mi experiencia de cronista, con 83 años cumplidos (y sin necesidad de hacer ayuno, Cristián Campos Sallato, dixit), a riesgo de que me traten de vanidoso.
Desde 1997 hasta la fecha, he publicado cerca de 1500 crónicas, la mayoría de ellas —tal vez un millar—, en el periódico gallego Galicia en el Mundo, a solicitud de mi amigo de entonces, el periodista, gestor cultural y empresario de comunicaciones, Luis Vaamonde.
Todos los lunes, día de emisión del periódico en la ciudad de Vigo (La Olívica), fueron apareciendo mis textos, durante diecisiete años. Debo decir que Luis me pagaba por este trabajo, no en fechas determinadas como cualquier asalariado, pero sí dos o tres veces al año, haciéndome llegar un salvador estipendio. Digamos que se trató de una justa y respetuosa retribución. Quizá lo mío no fuese oro; tampoco él me entregaba calderilla.
He sabido de espacios virtuales literarios en donde los escritores pagan para ser publicados. La carreta delante de los bueyes, o la rima antes del silabario. Filebo nos decía:
—Los escritores somos los principales culpables de perpetuar el concepto de gratuidad de la cultura, corremos cuando nos piden charlas o conferencias, como si nos hicieran el favor de escucharnos. No somos capaces de hacernos valer.
Es una triste verdad que continúa enrareciendo nuestro ámbito literario.
Esta es, amigos lectores, la última crónica que escribo para medios digitales chilenos. Mis futuros textos, siempre gratuitos en esta aldea letrada, serán publicados en la página web de la Sociedad de Escritores de Chile, mi segunda casa.
Dejaré pues, de manera exclusiva, mi humilde gratuidad para nuestra querida «corte de los milagros» literaria, en cuya caja nunca hubo oro y hoy ya no quedan ni rastros de calderilla.
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Edmundo Moure Rojas (1941) es un escritor, poeta y cronista, que asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano.
Además fue el gestor y el fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.
Imagen destacada: Exhumación de los restos de Ramón Suárez Picallo en Buenos Aires (2008).