[Crónica] Conspiraciones biológicas en La Unión Chica

Ayer visité el bar de la calle Nueva York 11, acuciado por la irreprimible sed de un colemono. Mientras lo ingería, frente a la barra que el Wenche Álvarez ha hecho proteger con una vidriera de escaso acierto estético, me topé con Lucio Terraplana, poeta runrunista, uno de los habituales del bar, a quien no veía desde antes de la pandemia y aun previo al estallido social de nuestro precario octubre. Iba él acompañado de Gabriela Videncia, su actual pareja.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 24.1.2022

Amiga lectora, amigo lector, sé que sentirás parecido desasosiego al que hoy padezco. Las noticias planetarias vuelven a enturbiarse, como una fatídica niebla que cubriese el globo azulado donde nos toca en suerte (o en fatalidad) vivir.

La pandemia coronada, monarquía absoluta viral, lleva más de dos años azotándonos. También sé que, como yo, no te convencen las razones, científicas, políticas o supersticiosas, con que a diario nos bombardean y acosan, pretendiendo aliviarnos de la congoja con lugares comunes.

En mi caso, siempre he sido escéptico ante versiones conspirativas y conjuras universales, sean o no de índole sionista, o endilgadas a otros de los tantos “ismos” de la posmodernidad, pero acabo de tener un insólito encuentro, que paso a relatarte sin más preámbulo.

Ayer visité la Unión Chica, acuciado por la irreprimible sed de un colemono. Mientras lo ingería, frente a la barra que el Wenche Álvarez ha hecho proteger con una vidriera de escaso acierto estético, me topé con Lucio Terraplana, poeta runrunista, uno de los habituales del bar, a quien no veía desde antes de la pandemia y aun previo al estallido social de nuestro precario octubre.

Iba él acompañado de Gabriela Videncia, su actual pareja. Después de un efusivo e inconveniente abrazo con entrambos, incluidos besos húmedos en mis orejas, Lucio me invitó a compartir una mesa apartada, junto a un glorioso jarro de borgoña en frutilla.

—Moure —me dijo. —He podido comprobar, de manera fehaciente, que toda esta vaina epidemiológica corresponde a una conjura de los grandes poderes de este mundo, políticos, étnicos y financieros, con tres objetivos clarísimos: el primero, frenar en seco la explosión demográfica que amenaza con duplicar la población de la Tierra en treinta años más; segundo, neutralizar todos los movimientos sociales y tentativas revolucionarias; tercero, controlar a los individuos mediante un chip o «alma electrónica» que se inserta con la tercera dosis vacunatoria o vacunante, yendo ésta en la punta de la jeringa.

—¿Y se puede saber en qué base real y comprobable sostienes tan peregrina teoría?

—Gabriela te lo explicará…

 

Cuadruplicar la disponibilidad de espacio para el hombre

La miré. Bella mujer empinada en los 60, sin ningún trazo de pintura o lápiz labial, ojos pequeños y enigmáticos, boca donde aún no se agosta el preludio del deseo. Habló, con voz levemente enronquecida.

—Hace cuatro años, dijo —sin poder reprimir un suspiro que juzgué nostálgico— conocí a un gallego argentino, escritor y aficionado, como yo, a la ufología, a la astrología; a la quiromancia y otras artes adivinatorias; lector asiduo de Lovecraft, había descubierto la falacia del huevo de Colón y la horizontalidad infinita de la Tierra.

Desapareció, luego de un misterioso viaje a Shanghai, en mayo de 2017.

¿Su nombre? Gulliver Miranda…

Viajó a la patria de Confucio para concretar una fantástica y revolucionaria propuesta científica hecha al gobierno chino, que consistía, básicamente, en llevar a cabo un experimento genético de amplio espectro y de posible ejecución, dados los avances de la ciencia universal en ese ámbito.

—¿Cuál sería?

—Reducir el tamaño de la especia humana a una cuarta parte de su envergadura actual, mediante procedimientos de alteración de los genes, ya puestos en práctica en ratas de laboratorio, como se sabe, en China, Rusia, Estados Unidos e Inglaterra.

—¿Con qué objeto?

—Cuadruplicar la disponibilidad de espacio físico para el homo sapiens. Tan simple como eso.

—¿Y los animales, los árboles, las plantas, los peces?

—Por supuesto, reducción bonsái extensible a toda la naturaleza viva, a lo largo de un proceso metódico y seguro.

—A ver, a ver… Gabriela, ¿qué antecedentes concretos posee usted de ese proyecto alucinado y de ese desaparecido autor?

—Tengo en mi poder el cartapacio completo de la magna iniciativa. Y, por si fuera poco, la novela inédita que Gulliver escribió al respecto, y que publicaré pronto, al cumplirse los cinco años exactos de su desaparición.

Íbamos en el segundo jarro de afrutillado borgoña. Lucio Terraplana miraba con expresión embobada y etílica a Gabriela Videncia.

Yo traté de recordar una conversación semejante, vivida en la mesa que ocuparon Jorge Teillier, Rolando Cárdenas y Álvaro Ruiz en este templo o parroquia de calle Nueva York 11, donde hemos ahogado tantas contriciones y miedos, durante los años 80, cuando el vino era capaz de entregarnos el beneficio del olvido ilusorio, no solo de fracasos emocionales o traiciones literarias entre pares, sino de la afrenta cotidiana de esa «larga noche de piedra» que padecimos bajo la bota militar y la faltriquera de la Derecha.

Sí, yo había escuchado algo de aquel proyecto, comentándolo con el Mono Olivares y mi querida Stella Díaz; el Mono lo veía posible, mientras Stella le negaba toda verosimilitud, encontrándolo antiestético y atrabiliario. Pero yo no lograba hacerme con la cara de ese tal Miranda.

Entonces, Gabriela me sacó de la súbita meditación, poniéndome su cálida mano derecha sobre la mía izquierda, para decirme:

—Dame tu correo, te mandaré el Word de la novela, para que te enteres en detalle, pero me prometerás… —aquí sus dos blancas manos se apoderaron de las mías, mientras su boca balbuceaba, tibia y sugerente, cerca de mi oído— que no vas a divulgarla ni la comentarás con nadie.

—Y si quieres conocer en detalle el proyecto original, podemos reunirnos en mi parcela del Rincón de La Florida… Seremos los tres —agregó, mirando a Lucio, en cuyos ojos creí ver un celoso destello o la sospecha de un inminente ménage a trois.

No he vuelto a saber de Gabriela ni de Lucio.

 

Directamente por el chip

Hace cuatro meses que me infligieron la tercera dosis en el vacunatorio del barrio, pero no he sentido nada extraño durante mis diarias jornadas entre la contabilidad y la literatura, salvo durante la noche, pues tres o cuatro veces por semana me persiguen recurrentes pesadillas, que permanecen horas en la vigilia.

En ellas recibo órdenes, debo cumplir metas, atravesando obstáculos que se remiten a escaladas en lugares agrestes, donde me amenazan precipicios y hondos torrentes de aguas vertiginosas. Las mujeres y los hombres que me acicatean en tales trabajos son de rostros que he conocido alguna vez, pero cuya filiación precisa no logro determinar.

Dicen que el chip aquél te lleva a confundir lo ficticio con la realidad. Sería prueba fehaciente de su implantación perversa mediante la tercera jeringa. Tampoco puedo creer esto de buenas a primeras, porque, desde hace 73 años, me viene ocurriendo parecido fenómeno con los libros y sus extensas lecturas de madrugada.

¿Qué opinas tú, lectora amiga, lector cómplice?

Escríbeme, por favor, al correo electrónico, o háblame directamente por el chip.

 

***

Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y el fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa.

En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Crédito de la imagen destacada: La Unión Chica (Valentina Miranda).