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[Crónica] «El dios de los corazones violados»: El prurito bendito de la desmesura

Esta novela de Gamalier Bravo Cáceres es una historia impregnada de «raccontos» e imágenes kafkianas o nietzscheanas —según se entienda—, y donde surgen breves evocaciones surrealistas de grandes escritores: Fernando Pessoa, Horacio Quiroga y Georges Perec, gatos negros, arañas obscuras, y el Parque Forestal de Santiago de Chile.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 8.11.2024

Hace 80 años, Benjamín Subercaseaux (1902 – 1973) nos recordaba, en ese curioso libro suyo, editado por Zig – Zag en 1945, Reportaje a mí mismo:

«El lector ve el libro; el escritor ve las ideas que motivaron ese libro. Para el autor consecuente con su propia interpretación del mundo y de la vida, no existen ‘libros’ sino pensamientos, ideas. La porción necesariamente fragmentada, que llega hasta el lector bajo el título tal o cual, no corresponde a la ‘visión total’ que el autor tiene en su mente. El mérito real de los estudios que se hacen sobre los escritores (algún día habrán de comprenderlo algunos críticos) está precisamente en desentrañar (nunca esta palabra tuvo aplicación más legítima) la ideología del autor, de los propósitos locales —o circunstanciales—, y de las barreras artificiales que le inventan e imponen sus propias obras».

Ahora no se habla, al decir de Benjamín Subercaseaux, de desentrañar, sino de deconstruir —uso de estructuralistas y psicólogos de la literatura—, más preocupados de la armazón que de los cimientos.

Gamalier Bravo Cáceres (1974) , escritor joven y ya avezado, con su medio siglo a cuestas, asume la tarea y el riesgo de construir esta novela, de figura y título paganos, El dios de los corazones violados (Editorial Niño Diablo, 2024), a partir de sus ideas confrontadas con la realidad posterior, macerada en el transcurrir que otorga la perspectiva morosa y distante de la inmediata contingencia.

Un propósito opuesto al del reportero o del periodista, testigos de la ocurrencia fugaz y sensacionalista, porque el tiempo del narrador está alejado de las manecillas del reloj, y aun del curso simétrico del calendario.

La historia, entendida como los acontecimientos políticos, militares y sociales de uno o más conglomerados humanos, es absorbida, a veces integrada de manera diversa y única en cada individuo. Su interpretación discurre y manifiesta de diferente modo en cada conciencia humana (alma, para Gógol y Dostoievski), haciéndose parte constitutiva del ser; en este caso, del acervo del creador, bagaje del novelista.

Según sean la capacidad y la proyección de sus medios escriturales, así se despliega el relato, logrando o no —según sea el criterio y expectativa del lector— constituir un mundo coherente en sí mismo, bajo los límites del lenguaje, dentro de esas fronteras establecidas por su estructura lúdica y su vuelo ficticio.

 

Camaradas de ruta

En el caso de Gamalier, arquitecto de esta novela, podemos apreciar bajo su pluma una variedad de tonos narrativos y de discursos semánticos, con juicios y referencias metaliterarios, puesto que se trata de un escritor forjado sobre la base de muchísimas lecturas asimiladas, lo que entraña, entre otros riesgos, el prurito de la desmesura —por algo es admirador de Pablo de Rokha—.

Aunque el fino sentido del humor de Bravo constriñe la tentación del exceso, humor grisáceo y en ocasiones negro —el único válido en tiempos de incerteza, según Stella Díaz Varín—, de impronta kafkiana, como pudiera corresponder a sus ancestros de errancia y de diáspora, cuyo único hogar estable parece ser, a la postre, el lenguaje.

Un texto inicial del libro, de carácter esperpéntico y trazos surrealistas, que no lleva título, delinea las injurias a un cadáver detestable y oscuramente simbólico, el innombrable que designan varios apodos: el Cerdo, el Traidor, el Asesino, uniéndolas al ultraje histórico de un día aciago, clavado para siempre en los corazones de la memoria individual y colectiva.

De esta forma, el autor da paso a la narración consecutiva, tejida a través de dieciocho cuadros o fragmentos discursivos, unidos en la trama novelesca como «corazones violados» bajo la potestad de un dios totemizado de características junguianas; seres o almas que persiguen su particular arquetipo estético y cultural, como si se mirasen en el espejo cóncavo de las deformaciones contingentes.

La memoria histórica o circunstancial, el espacio y tiempo indivisible del creador, no se transforma aquí en una bitácora de los hechos, sino en la argamasa viva de imágenes y palabras que el subconsciente ha guardado en la caja de Pandora que abre la conciencia despierta, con cuyas voces y fantasmas se articula la escritura.

Así, Gamalier Bravo utiliza su bagaje como si desplegara sobre la mesa del tiempo novelado las variadas cartas de un naipe sonoro, exhibiendo diversos modos o estilos de narración: simbolismo, surrealismo; también escritura realista, en las ocasiones en que el énfasis lo amerita.

Entonces, aparece la narración metafórica, como si el poeta quisiera decir lo suyo; todo a través del narrador en tercera persona, nunca desde el estrado omnisciente, sino como alguien que cuenta a prudente distancia, una voz que se vuelve otras voces, como si se tratara de una encomienda asignada a más de un hablante.

La música, el cine, la pintura, están presentes en esta novela, como partes constitutivas de la memoria viva y actuante del autor.

Asimismo, nombres de creadores con los que se identifican, transformados en camaradas de ruta, en este constructo interminable de la literatura, que nos hace vivir o ser vividos a través o por medio de amados paradigmas que ya hemos hecho nuestros, como si volviésemos a padecer sus angustias, dramas o tragedias.

Tal es el caso en la evocación de Cesare Pavese.

 

Burlando la implacable cronología

Los personajes actúan, se entreveran, sueñan y se expresan como cualquier ser humano, pese a que las huellas en la narración son de carácter esporádico, como instantáneas superpuestas que surgen y desaparecen, cuadros de una filmación en proceso de ser editada. Francisco Meneses, Cecilia Beatriz, Alfonso el Dulce, el Viejo Bueno —de identidad alegórica, dejada a la intuición del lector—; Isidro Berríos, el Negro.

El personaje femenino, cuya presencia referencial y tópica está presente a lo largo de la novela, es Virginia Simone, figura real y ficticia, a la vez, parte de una galería fantasmagórica. Me detengo en un texto de treinta páginas, el más extenso de todos.

«Los últimos instantes en la vida de Virginia Simone», una suerte de «nivola» o novela breve o nouvelle, que la relaciona con uno de los personajes masculinos de la narración local, uniéndola también con el mismísimo Cesare Pavese, en la remota Turín de la primera mitad del siglo pasado.

Con todo, El dios de los corazones violados es una historia impregnada de racontos e imágenes kafkianas o nietzscheanas —según se entienda—, donde surgen breves evocaciones surrealistas de grandes escritores: Fernando Pessoa, Horacio Quiroga y Georges Perec; gatos negros, arañas negras, el Parque Forestal de Santiago de Chile.

El tiempo literario no es el aesthetic tempore de los poetas y narradores latinos, que pretendía señalarnos la única eternidad posible, sino el presente único del creador y narrador, tan real en esta novela, de difícil lectura —hay que decirlo— para el lector desavisado, es decir para quien busca en la lectura lo lineal, cotidiano y comprensible, algo parecido a un espejo radiante.

De esta manera nos lo refrenda el autor:

«Al mirar alrededor a veces uno se encuentra con ciertas cosas, pensó, que no son las mismas, pero que parecen formar parte del mismo entramado de un tejido hecho con trozos de piel humana. Si cerrara los ojos, como cuando niño, vería el verdadero habitante de la oscuridad. En el día toso parece movilizarse de forma mecánica, pero es una apariencia, falsa como la claridad a que se somete el imperio gris de la miseria. Así como las caras de un pésimo público, que olvidó por qué pagó su entrada a un teatro lleno de actores pintados con mierda. Nada es estático y todo es humano. Suponer que la explicación de la materia solamente está en la inquieta fluctuación de los mercados es teoría para chacales; animalejos pestilentes dispuestos a traicionar a cualquiera, incluso a su padre, en este caso al Cerdo. Cada hombre es un complejo espacio repleto de constataciones variadas que van mucho más allá de la imagen».

La narración del primer suceso de este libro semeja cerrarse, como un cofre cuyo contenido hubiésemos develado, en el último y breve discurso narrativo. Nos vuelve a inquietar, como una puerta que se entreabre, una y otra vez, burlando la implacable cronología, aunque dejándonos la herida histórica abierta en la zozobra colectiva e individual.

 

 

 

 

 

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Edmundo Moure Rojas (1941), escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.

En la actualidad ejerce como director titular y responsable de Unión del Sur Editores.

 

«El dios de los corazones violados», de Gamalier Bravo (Editorial Niño Diablo, 2024)

 

 

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Gamalier Bravo Cáceres.

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