Para los miles de españoles que descendieron a lo que sería su destino final, fue una emotiva sorpresa constatar el cariñoso recibimiento que los lugareños le otorgaron a ese grupo de exhaustos desterrados, en su llegada al Valparaíso de 1939: Chile iba a ser su segundo hogar y la posibilidad de tener la oportunidad de comenzar otra vez.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 3.9.2022
«Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie».
Pablo Neruda
A finales de julio de 1939, Delia del Carril, pintora y grabadora bonaerense, vinculada a lo más granado de la intelectualidad argentina y española, junto a su esposo, veinte años menor que ella, el poeta Pablo Neruda y el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, se abocaron a la ardua tarea de articular el forzoso viaje de 2 mil 78 (1.200 hombres, 418 mujeres y 460 niños) refugiados republicanos de la Guerra Incivil Española, hacia Chile, desde donde el Presidente del gobierno del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda impulsó la traída de los ibéricos hispanos, sorteando no pocas dificultades y la oposición de los sectores reaccionarios de siempre, que miraban con temor aquella inmigración de «peligrosos revolucionarios».
Luego, a comienzos de agosto de 1939, en el muelle de Trompeloup, una abigarrada multitud de parientes y amigos despedía a los refugiados que lograron escapar de las garras de Franco, abandonando como pudieron los virtuales campos de exterminio a donde fueran hacinados por los demócratas franceses que luego iban a ser invadidos por las nazis, pero que dieron la espalda a la lucha libertaria de la Segunda República Española.
Al subir al barco, los pasajeros de aquel precario paquebote de bandera canadiense, recibieron una colchoneta, una manta, dos sábanas, una almohada y una pequeña bolsa con productos para la higiene personal, junto a una tarjeta de colores para racionar los turnos de comida durante la interminable travesía.
Después, a los niños se les entregaron maletines con material escolar y lápices de colores para que pudieran dibujar, con un folleto en el que se reseñaba la historia de aquel país remoto llamado Chile, describiendo su geografía y explicando los conceptos jurídicos principales de su Constitución republicana. También incluía un saludo de bienvenida, redactado por el propio Neruda, subrayando el afecto con que se les recibiría.
El país de Chile sonaba extraño para aquellos refugiados españoles que nunca habían oído hablar de él. Muchos preferían embarcarse a México o a la conocida y próspera Argentina, pero el gobierno trasandino de entonces (peronista) inclinaba sus simpatías por el franquismo triunfante, al que miraba como una suerte de aliado ideológico.
Para muchos historiadores, la guerra de España fue un desgarrador preludio de la Segunda Guerra, que estalló sólo meses después de terminado el conflicto ibérico. Más de 500 mil españoles lograron cruzar la frontera y comenzar una amarga aventura de destierros.
Los siete mares a lo largo del tiempo
En uno de sus célebres diarios, Para nacer he nacido, Pablo Neruda, artífice de ese «poema navegante» que fue el Winnipeg, junto a Delia del Carril y a Carlos Morla Lynch, rememora:
Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. La palabra Winnipeg es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo…
Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración, de inhóspitas regiones del desierto. Venían de la angustia, de la derrota y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía.
Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años. Yo no pensé, cuando viajé de Chile a Francia, en los azares, dificultades y adversidades que encontraría en mi misión. Mi país necesitaba capacidades calificadas, hombres de voluntad creadora. Necesitábamos especialistas.
Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación.
Mis colaboradores eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera y última vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados. Yo decretaba el último Sí o el último No. Pero yo soy más Sí que No, de modo que dije siempre Sí.
Estábamos ya a bordo casi todos mis buenos sobrinos, peregrinos hacia tierras desconocidas, y me preparaba yo a descansar de la dura tarea, pero mis emociones parecían no terminar nunca. El gobierno de Chile, presionado y combatido, me instaba en un telegrama a cancelar el viaje de los emigrados.
Hablé con el Ministerio de Relaciones Exteriores de mi país. Era difícil hablar a larga distancia en 1939. Pero mi indignación y mi angustia se oyeron a través de océanos y cordilleras y el ministro se solidarizó conmigo. Después de una crisis de gabinete, el Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso.
En este «barco de la memoria» arribaron a Chile muchos intelectuales que dejarían entre nosotros la simiente irreemplazable de su saber.
Entre ellos, podemos señalar a los pintores Roser Bru y José Balmes; al profesor, artista y diseñador gráfico, Mauricio Amster; al historiador Leopoldo Castedo; al periodista deportivo, Isidro Corbinos; al académico de filosofía, José Ferrater Mora; a Margarita Xirgu, fundadora del Teatro Experimental de la Universidad de Chile; José Gómez de la Serna, Francisco Galán, Agustín Cano, Arturo Lorenzo, Dolores Piera, José Ricardo Morales, Vivente Mengod; el ingeniero catalán Víctor Pey, hasta hace poco, vicepresidente de la Fundación Salvador Allende.
El 3 de septiembre de 1939 el Winnipeg arribó a los muelles de Valparaíso.
Para los miles de españoles que descendieron a lo que sería para muchos de ellos un destino final, fue una emotiva sorpresa constatar el cariñoso recibimiento que los chilenos otorgaron a ese grupo de exhaustos desterrados. Chile iba a ser su segundo hogar y un nuevo surco para la esperanza.
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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.
En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El Winnipeg en 1939.