La tarde de Pamplona estaba oscura, hacía frío y caía un chirimiri de casi lluvia. Esperamos un ratillo en la fila hasta que nos dejaron pasar a la penúltima mesa antes de la esquina, algo lejos del calefactor, en esa terraza ubicada en plena Avenida Carlos III.
Por Juan Ignacio Izquierdo Hübner
Publicado el 19.1.2022
Hay pocas cosas que fomentan tanto la amistad en la época invernal de Pamplona como los churros con chocolate caliente. Me di cuenta de esto el otro día, cuando David, un amigo colombiano de la Universidad, nos invitó a Gaetán y a mí a despedirnos de las vacaciones de invierno en la terraza techada de una buena cafetería de la Avenida Carlos III.
La tarde estaba oscura, hacía frío y caía un chirimiri-casi lluvia; esperamos un ratillo en la fila hasta que nos dejaron pasar a la penúltima mesa antes de la esquina, algo lejos del calefactor.
“Cuatro churros puede ser el número perfecto”, comentó David, titubeante, mientras miraba otras mesas para contrastar su idea con lo que pedían los demás. En eso, entraron dos chicas jóvenes a la terraza y se acomodaron en la mesa de la esquina que estaba junto a la nuestra.
No hacía falta ser Sherlock para reconocer que eran de aquí: no llevaban paraguas y eran preciosas. El camarero, ni tonto ni perezoso, se acercó presuroso a atenderlas.
“Chocolate caliente y seis churros para cada una”, dijeron ellas con una sonrisa luminosa. El camarero tomó nota, le costó irse y se acercó a nosotros. David tomó la palabra: “Habíamos pensado en cuatro, pero… venga, tráiganos por favor seis churros para cada uno, junto con el chocolate caliente”.
Mientras esperábamos, Gaetán (quien, por cierto, es francés) empezó a declarar: “Nosotros, en Francia, tal y cual”, “la próxima vez debiéramos ir al café Iruña, que ahí uno se siente como en París”, etcétera.
En cuanto llegó el pedido, él interrumpió las comparaciones, extrajo un churro de la bolsita con delicadeza de joyero, lo untó en la taza caliente y lo mordió con cuidado para no chorrear.
Sus ojos se agrandaron, los músculos de su cara se reblandecieron, sonrió y se le escapó una expresión prestada: “Joder, ¡esto está deligsioso!”; y todavía añadió una frase que nunca le habíamos oído antes, como si la masa crujiente le estuviese transmitiendo una inspiración del cielo: “Viva España”.
Nos reímos con él y empezamos a disfrutar nuestros churros y a sentirnos reconfortados por el chocolate super caliente que nos habían traído. Era como una pequeña participación en «El festín de Babette», el cuento de Isak Dinesen en que narra un milagro de la buena mesa.
La conversación se animó y nuestros corazones se abrieron a las carcajadas. Lo pasamos fantástico.
Al acabar, David pagó y nos levantamos de la mesa. Pero las chicas seguían ahí, tan contentas.
Gaetán, emocionado como estaba, nos hizo un movimiento de barbilla para indicar que visitaría a las chicas; David prefirió aclarar el asunto y le preguntó por lo bajo si quería quedarse con ellas.
“Sí —respondió Gaetán con una mueca de francés heredero del Romanticismo que me recordó a Achille Papin, el apasionado cantante de ópera del relato de Dinesen—, no me esperen”.
Siguió su camino hacia donde estaban las señoritas, puso una mano en la silla libre que había entre ambas y se lanzó: “Chicas, ¿necesitan ayuda con esos churros que les sobran?”.
Ellas se miraron un segundo y ágilmente respondió una: “Pues… no”. Y la otra, como para suavizar la escena, agregó: “Gracias”.
Y se volvieron para seguir conversando como si nada hubiera pasado.
“Para la próxima tienes que llevar tú los churros”, sugirió David mientras salíamos los tres de la terraza.
“No te desanimes, Gaetán; contra los churros es difícil competir”, lo consolé yo.
Abrimos los paraguas, empezamos a caminar y dimos las gracias a David por su invitación.
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Juan Ignacio Izquierdo Hübner es abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, licenciado en teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) y alumno del máster en teología de la Universidad de Navarra (España).
Crédito de la imagen destacada: Jesús Diges.