Cabe deducir que el inmortal Manco de Lepanto adquirió, en su larga estancia italiana, un conocimiento sólido de la lengua refinada de los poetas, como se la destacó durante el siglo XVI y aún parte del XVII, en la Europa occidental, bagaje que le serviría para manejarse son soltura en su propia voz castellana y en otros idiomas de origen romance.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 17.12.2022
A la memoria de Gonzalo Contreras Loyola
Cervantes fue, desde muy joven, un lector compulsivo, pese a su vida aventurera y agitada. Carecemos de datos precisos de sus estudios formales, pero hay indicios de que estudió con los jesuitas en Alcalá de Henares, en Toledo, en Ávila y en otros sitios a donde el oficio trashumante de su padre (barbero, médico y sangrador) y los apremios de los acreedores paternos, le llevaron. La Iglesia era la educadora por excelencia, tenía en su mano equívoca casi todos los poderes de este mundo, y la llave del otro.
Sabemos que, a los veinte años, Miguel huye a Italia, luego de herir a un hidalgo, ofensor público de su hermana Andrea. Esto ocurre a finales de 1567. Permanecerá tres años como «paje de cámara» del cardenal Acqua Viva; de aquí ciertas especulaciones acerca de su posible homosexualismo, puesto que el purpurado era célebre pederasta. En la cuna del Renacimiento, conoce a poetas y escritores, algunos en carne y hueso, muchos en las páginas de los libros de la gran biblioteca del cardenal.
De esta manera, en el comienzo del capítulo IX de la Primera Parte, antes de que el autor Miguel de Cervantes descubra al más significativo y misterioso de los narradores de El Quijote, Cide Hamete Benengeli, nos revela:
«Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía; vile con caracteres que conocí ser arábigos, y puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara».
Sin ir más lejos, es imposible que Cervantes haya cargado con un baúl de libros, mientras servía a la Armada de Don Juan de Austria, desde 1570 hasta 1575, año en que es atrapada la nave en la que se dirigía a Barcelona, por corsarios berberiscos al servicio del Gran Turco, para permanecer en las cárceles (baños) de Argel hasta 1580.
Así, la biblioteca física —que no la de la memoria— ha de ser muy posterior, veinte años después, en su casa de Alcalá de Henares o de Toledo o de Argamasilla de Alba.
La lengua refinada de los poetas
Nuestro glorioso Manco menciona sus libros predilectos, sirviéndose de diversas alegorías. Una de ellas es la minuciosa referencia a la biblioteca de Alonso Quijano, a través del escrutinio del cura y el barbero, en el capítulo VI. Y aunque la sobrina sentencie que: no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores:
«Mejor será arrojallos por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego…, es muy difícil, para quien ama los libros, verlos arder en una pira. Parecen resonar sus títulos en boca de los censores familiares del hidalgo desquiciado: Los cuatro de Amadís de Gaula, Las sergas de Esplandián, Amadís de Grecia, Don Olivante de Laura, Florismarte de Hircania, Bernardo del Carpio, Palmerín de Ingalaterra; estos son los principales de la caballería andante, que sin duda los leyera Miguel, de punta a cabo, para denostar el género, sin desestimarlo del todo, como se comprueba en el resultado del censo, en que parecen salvarse los mejores».
Hay otros, están los de poesía, puesto que Cervantes quería ser, sobre todo, un poeta célebre, aspiración tan común en la literatura de todos los tiempos, que sólo un puñado de elegidas o elegidos alcanza.
Están: La Diana de Jorge de Montemayor, Los diez libros de Fortuna de amor, El pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos, Tesoro de varias poesías, Cancionero de López Maldonado, La araucana, de don Alonso de Ercilla, La austríada, de Juan Rufo, y El monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano, Las lágrimas de Angélica, de Luis Barahona de Soto. Aquí predomina el tema pastoril, uno de los que ilusiona al propio Don Quijote, como estado ideal de la vejez armoniosa, cobijada en el lugar ameno.
¿Y la literatura italiana?
Destacan: Orlando el Furioso, de Ludovico Ariosto, Dialogi de Amore, de León Hebreo, Lagrime di San Pietro, de Luigi Tansillo, Viaggio in Parnaso, del ‘quidam Caporal italiano’, que inspira el Viaje al Parnaso, de Cervantes… Gli asolani, de Pietro Bembo, El libro de nature d’amore, de Mario Equicola.
Estos libros serán mencionados por él a través de distintas referencias: prólogos, cartas, historias, narraciones o diálogos.
Cabe deducir que Miguel de Cervantes adquirió, en su larga estancia italiana, un conocimiento sólido de la «lengua refinada de los poetas», como se la destacó durante el siglo XVI y aún parte del XVII, en la Europa occidental, bagaje que le serviría para manejarse son soltura en el propio castellano y otras lenguas romance (el saber solo suma).
Ahora bien, Cervantes poseería, seguro, muchas obras de contemporáneos suyos, pues ya se estilaba que los autores noveles entregaran, a quienes les precedían, sus textos, esperando comentarios y beneplácitos, uso que sigue repitiéndose, en este convulsionado siglo XXI.
Quienes concebimos la biblioteca como una gigantesca ventana jamás clausurada, imaginamos esos grandes lomos, con letras doradas, haciéndonos guiños seductores desde los anaqueles. Es la irresistible tentación del «vicio impune».
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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.
En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Estatua de Miguel de Cervantes en la ciudad de Toledo.