Narrador maduro y eficiente, Roberto Rivera urde un lenguaje que atrapa al lector y lo entremezcla en las acciones y palabras de la novela, haciéndole sentir las peripecias de una vida semejante a la suya, contada de manera magistral en el lenguaje de la tribu.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 1.7.2024
«La mano no era algo con existencia propia e independiente. Era únicamente un miembro de un organismo entero y sumamente complejo».
Friedrich Engels
El personaje, Tomás, se vuelve mano, para maniobrar sus pasos en una fronda espesa e intrincada, la transición de los 90 y parte de la primera década del milenio; los dedos pugnan por atrapar la realidad elusiva, en la manipulación constante de sus peligros.
La consigna es sobrevivir, sin manosear ni maniatar los sueños libertarios; procurando amansar los amores encabritados, con la mano mansa y tierna, pero firme ante la abjuración y el descalabro.
En efecto, la generación a la cual pertenece Roberto Rivera Vicencio, nacido en octubre de 1950, se empapó de los sueños libertarios de la Revolución Cubana y del consiguiente proceso ideológico que conmocionó a toda América Latina, semejante, podríamos decir, al provocado por la Revolución de 1917 en Europa.
Así, la utopía devino en ideología, esta se manifestó a través de una praxis generada y asentada en Cuba y luego, en 1970, trató de consolidarse en Chile, con ese modelo inédito de una vía pacífica al socialismo, durante los mil días de gobierno de Salvador Allende, con el desenlace que padecimos en carne propia, unos, en el exilio forzoso y terrible, otros; exiliados en la patria sojuzgada, mimetizados o invisibles, según fuese el riesgo de amanecer cada día y deambular por una patria sustraída.
El autor de La mano, mediante su ágil y desenvuelta narrativa, escoge a Tomás Gaggero para revivir esa existencia transcurrida a partir del ilusorio despertar de lo que llamamos «larga noche de piedra» de la dictadura.
Aquella es la historia de un espécimen chileno —prototipo, como se ha señalado— del que optó, de manera voluntaria o arrastrado por las circunstancias, por acomodarse a las nuevas condiciones de lucha por la vida, adaptación que, sin otra opción, le llevó a abjurar de sus sueños, asumiendo los nuevos parámetros del capitalismo salvaje que Pinochet y la derecha empresarial instauraron en Chile como una suerte de religión consumista, desde la sacralización superestructural del modelo de Chicago, sistema que, en medio siglo, no ha cambiado en lo sustancial.
El idealista revolucionario se hizo empresario exitoso. Se adscribió al nuevo paradigma, en virtud de una transformación reaccionaria de ese «individuo nuevo» que propugnábamos quienes aspiramos al socialismo como sistema humanizado y justiciero.
De esta manera, el idealismo fue reemplazado por el cinismo, es decir, por la entrega —traición— más o menos desembozada de aquellos ideales juveniles que muchos ven y analizan como simples extravíos de la impetuosa juventud, en el desenlace previsto por la supuesta sabiduría del gatopardo.
Roberto Rivera hace gala de un fino humor; sabe reírse de sí mismo, proyectando ese escepticismo cotidiano de quien advierte la áspera dificultad de realizar los sueños, más que como una derrota sociológica y política, como el fracaso provocado por las limitaciones a que nos constriñe la condición humana, esa imposibilidad histórica de cambiar la propia naturaleza, de cumplir lo que el Che Guevara advertía:
—La revolución se hace primero en las personas.
Ni siquiera mencionar al Crucificado y su «hombre nuevo» evangélico.
El retrato del «chileno medio»
Uno de los mejores logros de esta novela es, sin duda, el retrato del «chileno medio», este sujeto arribista, acomodaticio, aspiracional de materialidades al alcance de la mano, desprovisto por completo de conciencia social, individualista in extremis, que vuelca su voluntad y esfuerzo en la recreación constante del espectáculo de sí mismo como «hombre exitoso», cuya medida es la solvencia financiera, obtenida sin escrúpulos, sin límites, salvo aquellos imposibles de traspasar sin el riesgo punitivo inminente.
Todo lo demás es cuestión de astucia y oportunismo. Me permito citar al autor, en la página 146 y siguiente:
Acomódate la corbata Tomás, la corbata tiene reglas, sport casual es una cosa muy tuya y está bien, pero la corbata exige respeto o que no la uses, la tienes toda suelta.
Puta que hueveái Pablo Undurraga.
Susceptible de más Gaggero. Tranquilízate.
¿Desde cuándo cordilleras Miztral tiene oficinas en Apoquindo?
Ni idea, ¿te fijaste que tiene helipuerto en la terraza?, las oficinas estupendas, pero nada del otro mundo tampoco, en fin, señal de que Bistrow se nos adelanta y nos pilla más que desprevenidos, desconcertados; ahora mismo capaz que nos escucha, pero por algo estamos acá y los negocios son buenos para ambas partes o no lo son, ergo, sin duda algo del proyecto es de su interés.
¿Qué podría también llevarlo a cabo con otros actores?, cierto, pero la confianza, esa intangible e impalpable, está aquí.
¿Por qué?, por transparencia, por el uso adecuado de los recursos, por ir a primera línea juntos, cuando hay que defender; ese es el capital acumulado, he dicho.
Personajes vívidos y reales, moviéndose entre los laberintos de la ciudad, provistos de humor cáustico, defensa ante la ignominia y el fracaso. La condición humana ha escogido aquí el símbolo y la metáfora de la mano. Los nudillos golpean: la palma protege y acaricia, ofrece los vaticinios del tiempo y las líneas de la felicidad; sus arrugas muestran las cicatrices de la utopía; sus venas, los ríos de la memoria.
La mano se vuelve saludo, despedida, también araña cuando teje su tela para atrapar el esquivo alimento, garfio cuando esgrime su amenaza. Movemos la mano a voluntad, mediante los estímulos del cerebro, de acuerdo a la teoría, a las lucubraciones del revolucionario teórico Engels.
Pero la mano puede actuar por su cuenta y riesgo, como ocurre con los enajenados, los locos, los asesinos —dicen—; también los avaros, los enamorados pasionales; sí, Tomás Gaggero, los inocentes, a veces.
Narrador maduro y eficiente, Roberto Rivera urde un lenguaje que atrapa al lector y lo entremezcla en las acciones y palabras de la novela, haciéndole sentir las peripecias de una vida semejante a la suya, contada de manera magistral en el lenguaje de la tribu.
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Edmundo Moure Rojas (1941) es un escritor, poeta y cronista, que asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano.
Además fue el gestor y el fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de Lingua e Cultura Galegas.
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Sus últimos títulos puestos en circulación son el volumen de crónicas autobiográficas Memorias transeúntes y la novela Dos vidas para Micaela.
Imagen destacada: Roberto Rivera Vicencio.