En la Universidad Católica estudié estética del cine con el profesor Luis Cecereu —quien acaba de morir y recuerdo cuando me hizo leer a André Bazin—: me cambió la vida, me gustaba el audiovisual, pero interpretarlo de esa manera me hizo feliz. Odiaba ingeniería comercial y esas clases de estética y otras de ciencia política salvaron esos años.
Por Aníbal Ricci Anduaga
Publicado el 28.3.2024
Acostumbraba a jugar bolos. Un amigo de apellido germano nos convenció de que era un lugar entretenido. Al lado del Omnium, centro comercial que albergaba una discoteque a la que acudía esa juventud adinerada. Solía ir con una amiga y siempre pedíamos pizzas. Nos reíamos de los zapatos de payaso de tallas grandes. Hühner invitaba a Dalia y monopolizaba la conversación de los cuatro. Paz me gustaba y botar palitroques era en verdad un pésimo panorama. Tiempos donde lo más osado era bailar un lento en la Casamilá.
Hühner era mayor y conducía el auto de su padre. Recorre Álvaro Casanova e ingresamos por el pórtico de la entrada. La música era radial, había que esperar unas horas para que pusieran discos de Soda Stereo. Sentados en sillas diminutas nos traían los tragos. Con mi amigo pedíamos whiskys con hielo y ellas pedían tragos de colores. Deben haber sido pelotudos esos diálogos, convengamos que un whisky no produce euforia ni algo parecido.
No estaba interesado en la política, me acostumbré a llegar a casa en medio de los toques de queda. El papá de Hühner trabajaba en el Diego Portales y fue el único empleado al que no echaron de ese edificio luego del golpe militar. No se metía en política y había nacido en Alemania. De pocas palabras, él era el salvoconducto para que no me detuvieran al cruzar Plaza Ñuñoa cada medianoche.
En el departamento de Rodrigo Figueroa abracé por primera vez a Paz. Hermosa, siempre vestía unos pantalones ajustados, le gustaba la ropa oscura, pero insisto, éramos cabros buenos y me sentía feliz con sólo susurrarle la canción de Phil Collins.
Tan solo estaba en el radar de Paz como amigos. Creo que fuimos a muchos recitales en el Aula Magna del Manuel de Salas y estoy seguro de que las letras de Los Prisioneros eran nuestras únicas palabras y claro está, hablarle de Gustavo Cerati.
Era alumno nuevo en ese curso y Paula Zamorano me invitó a tomar una cerveza en el restorán La Terraza. Paz era más tímida y casi no bebía licores. Paula llevaba dos cervezas al hilo. Hablaba con soltura y supongo que empecé a conversar cosas más interesantes. Cahuines de los nuevos compañeros, con Dalia venían escapando de colegios donde enseñaban inglés.
Acudía en bicicleta a casa de sus padres que siempre fueron tan hospitalarios. Una casa modernizada, magnífica, mientras yo siempre había vivido en un caserón del siglo pasado que se llovía en el living, en el comedor, en todos lados.
Mis padres adornaban todo con espejos y lámparas, ni un solo puto cuadro. El living de Paula lucía unos batiks enmarcados de manera exquisita. Ella ponía unos discos de James Taylor y Carol King. No estaba acostumbrado a las antigüedades, a pesar de que la casa de mis padres tenía añosas paredes de adobe. Mi pieza era lo único moderno, llena de posters de Iron Maiden.
Hubiera querido pololear con ella
Paula salía conmigo durante las noches, de carrete en carrete y a menudo preparaba unos combinados cabezones. Yo bebía bastante con amigos, pero mi amiga carretera hacía que todo tuviera un sabor diferente. Le gustaba pasarlo bien y hablar con ella era lo más sencillo del mundo.
Conversaciones fluían y recuerdo como pronunciaba en inglés perfecto las canciones de U2. La música adquiría sentido con ella, recordaría a futuro When the Street Have No Name. Yo cantaba In the Name of Love, fácil de pronunciar y ella le agregaba el «Pride». Paz era preciosa, pero con ella hablaba puras huevadas, era tal su belleza.
En la Universidad Católica estudié estética del cine con el profesor Luis Cecereu —quien acaba de morir y recuerdo cuando me hizo leer a André Bazin—. Me cambió la vida, me gustaba el cine, pero interpretarlo de esa manera me hizo feliz. Odiaba ingeniería comercial y esas clases de estética y otras de ciencia política salvaron esos años.
Paz Carvajal es una tremenda artista que hace instalaciones por todo el mundo. Es increíble lo que puede hacer la belleza sobre un hombre. Esa simple fuerza de gravedad te hace feliz, a pesar de que no sepas ni remotamente qué deseas en tu vida.
Aunque Paula Zamorano me enamoró desde siempre, aprender a ser uno mismo y no temer a tus propias palabras. Alguna vez le dije algo hiriente porque andaba con tipos más viejos y con padres de mejor situación económica. Mira la estupidez, cuando ella siempre fue un libro abierto.
Me encantaban las mujeres que me veían como el amigo flaco, sin músculos, pero que las iba a ver en bicicleta (y así me atropellaron…). Porque para mi pedalear era la vida, entre episodios mentales difíciles de contar, mejor el tipo inteligente que llegaba sudado a sus casas.
Paula era la compañera de curso, una amiga confidente, la que me acarreaba a fiestas donde se fumaba hierba. La mujer sin nombre, porque hubiera querido pololear con ella, pero nunca había estado tan cerca y los pocos pesos no me alcanzaban más que para invitarla a disfrutar con los amigos. Problemas que no existían, pero ella hurgaba en un cerebro primitivo que yo no conocía.
Así, por años fui pésimo para relacionarme con mujeres, las idealizaba y mi cerebro se bifurcaba y conocía a otras mujeres con las que tenía sexo y enfermedades venéreas. Una mierda sobrevalorada, pero se pasa tan bien si estás borracho haciendo el amor.
En el liceo lo más existencial que pude hilvanar fue Kafka, siempre me interpretó y ese odio por el padre. Me sentí una reencarnación. Ahora estoy leyendo a Lovecraft y sus monstruosidades las he vivido a través del sexo. La civilización humana ha ido avanzando con el conocimiento y la ciencia; yo me siento a salvo con mi cerebro reptiliano, atávico, donde mi particular evolución es vencer al instinto de supervivencia.
Me gusta el peligro y el sexo demencial, aunque estoy seguro que en algún momento encontraré a esa gemela para compartir esa no necesidad de sexo, sino una lujuriosa conversación de alma contra alma, de querer morir al lado de alguien que sienta el momento preciso en que se detiene el tiempo y la vida es sólo una ilusión placentera.
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Aníbal Ricci Anduaga (Santiago, 1968) es un ingeniero comercial titulado en la Pontificia Universidad Católica de Chile, con estudios formales de estética del cine cursados en la misma casa de estudios (bajo la tutela del profesor Luis Cecereu Lagos), y quien también es magíster en gestión cultural de la Universidad ARCIS.
Como escritor ha publicado con gran éxito de crítica y de lectores las novelas Fear (Mosquito Editores, 2007), Tan lejos. Tan cerca (Simplemente Editores, 2011), El rincón más lejano (Simplemente Editores, 2013), El pasado nunca termina de ocurrir (Mosquito Editores, 2016) y las nouvelles Siempre me roban el reloj (Mosquito Editores, 2014) y El martirio de los días y las noches (Editorial Escritores.cl, 2015).
Además, ha lanzado los volúmenes de cuentos Sin besos en la boca (Mosquito Editores, 2008), los relatos y ensayos de Meditaciones de los jueves (Renkü Editores, 2013) y los textos cinematográficos de Reflexiones de la imagen (Editorial Escritores.cl, 2014).
Sus últimos libros puestos en circulación son las novelas Voces en mi cabeza (Editorial Vicio Impune, 2020), Miedo (Zuramérica Ediciones, 2021), Pensamiento delirante (Editorial Vicio Impune, 2023) y la recopilación de críticas audiovisuales Hablemos de cine (Ediciones Liz, 2023).
Imagen destacada: Laura (1944), de Otto Preminger.