Todavía no conocemos el expediente médico de más de 7 mil decesos que no figuran en las estadísticas de la pandemia a nivel nacional. Y, por cierto, no es primera vez que los muertos se extravían, desaparecen o se esfuman en nuestro país: hay diez millares o más, de mujeres y hombres, de los que no se tiene noticia (novedad) desde hace más de cuatro décadas.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 16.11.2020
La subcultura del entretenimiento, que domina el planeta y se exacerba en el tercer mundo, al que sin duda pertenecemos, aunque tengamos la mayor cifra per cápita de teléfonos móviles, devora a diario una enorme cantidad de noticias (novedades) que en su mayoría no lo son, constituyendo repeticiones de lo mismo, adobadas con diversos ingredientes o recursos que las hacen parecer nuevas o inéditas para la inmensa mayoría de espectadores-oyentes.
Desde acontecimientos telúricos y meteorológicos que suceden, sea en casa o en al ancho mundo, con su ocurrencia cíclica más o menos predecible y estadística, hasta hechos sociales, políticos, deportivos, de crónica roja, y faranduleros —especie ésta fundamental e imprescindible— narrados como primicias históricas o eventos jamás antes sucedidos.
Como si el crimen, el robo, la corrupción, la codicia, la envidia y la prevaricación no estuviesen ya descritos y fundamentados en la existencia del homo sapiens.
Desde hace un año, dos acontecimientos han llenado las primeras planas de noticieros y periódicos en nuestra aldea del Finisterre, el “estallido social” y luego la pandemia coronada.
Para un público y un pueblo desmemoriados como el nuestro, amnésico de su propia historia y mucho más de la universal, nación cada vez más impermeable a la cultura (Evópoli por medio), todo esto ha sido y sigue siendo, a la vez, terrorífico y novedoso; en una palabra, espeluznante; sí, de parar la pelambrera y poner la carne de gallina y conturbar el espíritu ante ambas amenazas.
La barbarie enloquecida de los pobres, y el pavor de la muerte con su guadaña viral e implacable —transversal, dicen los periodistas—, y agregan: “marcando un antes y un después”, como si nuestro limitado universo terrestre no se moviera, fatalmente, desde el pasado hasta el presente, con la difusa expectativa de lo que llamamos futuro.
Estallidos sociales, es decir, revueltas, rebeliones, tomas violentas del poder, revoluciones, masacres, guerras fratricidas y de las otras, se vienen sucediendo a lo largo de la Historia, a partir de Caín contra Abel, sin interrupción.
Bastaría remitirnos a esta feble República y a su breve pero feroz cronología luctuosa de dos siglos, signada por los constantes abusos de poder de sus clases dominantes, incluyendo el genocidio Mapuche, pueblo indómito que ayer derribaba de sus corceles a guzmanes hispanos, con picas y macanas, y que hoy incinera camiones del poder forestal enquistado en sus territorios ancestrales.
Pestes, epidemias locales y pandemias desbocadas en el globo terráqueo. Dos terrores que parecen conjugarse: el pavor atávico de la muerte, cuyos disfraces en la feria del mundo del siglo XXI muestran su total ineficacia, y el miedo a perder los bienes y las haciendas, como si más allá del último tránsito sirvieran de algo a sus patéticos propietarios. El egoísmo parece adquirir nuevos bríos; importa menos la muerte del otro que la propia faltriquera.
Nuestro gobierno se ha mostrado cicatero y cauteloso, escatima ayudas, concilia presupuestos, blinda la tesorería. Es como el último gesto del avaro que está a punto de morir y ruega a sus deudos que no dilapiden su fortuna. Es probable que su temor siga latente cuando le arrojen el primer puñado de tierra en la fosa abierta. Quién sabe.
El Eclesiastés nos dice que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Tiene razón en esto el profeta, y la seguirá teniendo, por los siglos de los siglos.
Leo el Diario del año de la peste (1664-1666), de Daniel Defoe, el novelista célebre por sus Aventuras de Robinson Crusoe. Su diario es calificado como novela (igual que hacemos hoy con algunas crónicas agrupadas de Bolaño), aunque se trata, en este caso, de una crónica testimonial, certera y lúcida, sobre una peste que fue también pandémica, aunque, por razones de circunstancia histórica, no tuviera la cobertura mediática y “novedosa” de hoy en día.
Defoe logra, a través de una prosa directa y de pocos adjetivos, desnudar las miserias intemporales de la condición humana, para recordarnos que nuestra especie pertenece al reino animal, y que, cuando el instinto de supervivencia se impone sobre los otros, desplaza o desecha las convenciones morales y circunscribe presupuestos religiosos y sus obligaciones imperativas a los desesperados rituales que aseguren la vida perdurable y la consiguiente felicidad eterna.
“Fue a principios de septiembre de 1664 cuando me enteré, al mismo tiempo que mis vecinos, de que la peste estaba de vuelta en Holanda. Ya se había mostrado muy violenta allí, en 1663, sobre todo en Amsterdam y Rotterdam, adonde había sido traída según unos, de Italia, según otros de Levante, entre las mercancías transportadas por la flota turca… Pero no importaba de dónde había venido… En aquellos días carecíamos de periódicos impresos para divulgar rumores y noticias de los hechos, o para embellecerlos por obra de la imaginación humana, como hoy se ve hacer… cuando se difunden instantáneamente por toda la nación (¡la narración es de 1722!).
“Sin embargo, parece que el Gobierno estaba bien informado del asunto, y que se habían celebrado varias reuniones para estudiar los medios de evitar la reaparición de la enfermedad; pero todo se mantuvo muy secreto. Fue así que el rumor se desvaneció y la gente empezó a olvidarlo, como se olvida una cosa que nos incumbe muy poco, y cuya falsedad esperamos. Eso hasta fines de noviembre, cuando dos hombres franceses murieron apestados en Ling Acre, en el extremo superior de Drury Lane (Londres, Inglaterra). Sus familiares trataron de ocultar el hecho, pero el asunto se divulgó por boca de los vecinos, y los secretarios de Estado se enteraron y resolvieron averiguar la verdad… Así lo hicieron, descubriendo en ambos cadáveres señales evidentes que les llevaron a hacer pública la noticia en el boletín semanal de mortalidad: Apestados, 2: Parroquias, 1”.
Sí, nos recuerda a los primeros días de marzo de 2020, cuando Larroulet instruía a Piñera y éste a Mañalich, para que fuesen entregando las primeras cifras de muertes con mucha cautela, ojalá minimizando los fatídicos resultados para no alarmar a la población y para convencer a la opinión pública de que “todo está bajo control”.
“El aumento de la mortalidad se registró así: el número habitual de entierros semanales, en las parroquias de St. Giles-inthe-Fields y St. Andrew’s, Holborn, variaba entre doce y diecisiete o diecinueve en cada una, poco más o menos; pero desde que la peste apareció por primera vez en St. Giles, se observó que el número de entierros crecía en forma considerable: del 27 de diciembre al 3 de enero, St. Giles 16; St. Andrews 17; del 3 de enero al 10 de enero, St. Giles 18; St. Andrews 25. (Y así sucesivamente).
“…Rápidamente se comprendió que la infección se había extendido más allá de cualquier posibilidad de detenerla; que en la parroquia de St. Giles había tomado varias calles y que muchas familias enteras yacían enfermas. Por lo tanto, en el boletín siguiente el asunto empezó a revelarse. Es cierto que no registraba más que catorce abatidos por la peste, pero esto era todo trampa y confabulación, porque en el distrito de St. Giles enterraron un total de cuarenta, la mayoría de los cuales habían muerto, sin duda, de la peste, aunque en la lista oficial les atribuyeron otras enfermedades…”.
Esto nos recuerda las manipulaciones de las cifras por mano de Mañalich, bajo recomendación de Piñera, que seguía la estrategia de Larroulet: “Un buen gobierno es el que da la impresión de tener todo controlado y en permanente alerta; lo demás se arregla en el camino”.
Todavía no conocemos en Chile el expediente médico de más de 7 mil decesos que no figuran en las estadísticas de la pandemia. Y, por cierto, no es primera vez que los muertos se extravían, desaparecen o se esfuman en nuestro país. Hay diez millares o más, de mujeres y hombres, de los que no se tiene noticia (novedad) desde hace más de cuatro décadas.
“A partir de la primera semana de junio (comienzo del verano), la epidemia se extendió de modo terrorífico, las cifras crecieron mucho y las menciones del ‘tabardillo pintado’ (tifus exantemático), fiebre e infección de dientes (escorbuto) empezaron a multiplicarse. Todos los que podían ocultar sus malestares lo hacían, para evitar que sus vecinos rehuyeran su presencia, y también para evitar que las autoridades clausuraran sus casas…
“…Advertimos entonces que la infección se fortificaba principalmente en los barrios de extramuros; como eran muy populosos y estaban llenos de pobres, la enfermedad los consideró mejor presa que en la City, cuya población se había reducido mucho, porque una enorme multitud había huido al campo…
“La peste finalmente se desató y los magistrados comenzaron a pensar seriamente en el estado de la población. Sobre qué hicieron por el bien de los habitantes y de las familias infectadas, dejaré que hablen los hechos mismos. Pero en lo que se refiere a la salud pública, conviene señalar aquí que, viendo la estupidez del populacho que corría enloquecido detrás de curanderos, charlatanes, brujos y adivinos, el Lord Mayor designó médicos y cirujanos para aliviar a los pobres —quiero decir a los enfermos pobres—, y en especial ordenó al Colegio de Médicos la publicación de instrucciones acerca de remedios baratos para todas las instancias de la enfermedad.
«Esto contribuyó a que la gente no se agrupara frente a las puertas de los dispensadores de recetas, y que no tomara ciegamente y sin prescripción pócimas que daban purga y muerte en lugar de vida. También cabe destacar el trabajo y diligencia de los médicos y sus ayudantes que sucumbieron en la calamidad común… Pero, sin denigrarlos, hay que decir que fueron incapaces de curar a quienes tenían las señales o estaban infectados antes de pedir ayuda, como fue caso frecuente…”.
No he citado La peste, de Albert Camus, porque me ha parecido muy cercana en el tiempo. Sabemos que, con la pandemia, hubo una “explosión de ventas”, en Chile y otros países, de la célebre novela del francés–argelino; lo señalo entre comillas, por lo relativo del modesto guarismo de ejemplares, aquí, y por la irrelevancia de la buena literatura en esa otra entelequia llamada “opinión pública”, que se nutre, sobre todo, de las fake news, que vienen a ser el noventa y nueve coma nueve por ciento de las llamadas noticias, news, meldungen, notícias, novidades, novas, nouvelles, sin duda, tal y como se nos presentan en las redes o en los medios periodísticos.
¿Novedades? Una indiscutible y asombrosa sería revelar que fue creada la pócima de la inmortalidad… Y quizá no lo fuese tanto, porque Don Quijote ya la tenía en recetas caballerescas que guardaba en sus alforjas de paladín. Solo que al parecer la extravió y apenas pudo decir, poco antes del último tránsito: “En los nidos de antaño ya no hay pájaros hogaño”.
¡Cuéntenme una nueva verdadera, amigos lectores! Les quedaré muy agradecido.
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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.
En la actualidad ejerce como director titular del Diario Cine y Literatura.
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