Ahora, por ejemplo, que es fin de año, aquellos que participamos del rubro cultural aguardamos que nos llegue la noticia de que ganamos algún fondo o concurso —aun cuando digamos que eso nos da lo mismo, que no nos viene ni nos va—, pero lo cierto es que cuando llega el día en el cual hemos quedado cesantes, en que nos vemos sin ninguna potencial pega por delante, en que hemos participado de varios procesos y no hemos recibido llamado ni correo electrónico de vuelta, la angustia por acoger esa metafórica misiva (que asimismo mantenía en vilo al protagonista de la novela del autor argentino Antonio Di Benedetto) se vuelve, tal vez, demasiado real.
Por José Miguel Martínez
Publicado el 1.12.2023
«Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí. Siempre se espera más».
Antonio Di Benedetto, en Zama
Viví años en Puerto Varas para luego radicarme en Frutillar. A los pocos meses aquí, mi amigo Emilio me invitó a participar de un club de lecturas llamado Los Literales. Cuatro de los cinco participantes, todos hombres, somos apoderados del colegio al que asisten nuestros hijos e hijas.
La dinámica consiste en elegir un libro colectivamente, el que se lee en el transcurso de un mes, para luego intentar congeniar las agendas de cada uno y así dar con una fecha en que podamos juntarnos y conversar un par de horas, acompañados de chelas y papas fritas, sobre el texto y las ramificaciones que puedan surgir de esa lectura.
Pues bien: para el último libro, alguien sugirió que leyéramos una novela histórica. Yo propuse, tramposamente, que leyéramos Zama de Antonio Di Benedetto (nadie más la había leído).
Digo tramposamente porque Zama no es una novela histórica, al menos no en el sentido que el mercado le atribuye al término (mi amigo Camilo Arancibia, cuando comenté con él esta elección, dijo: «hablar de Zama como novela histórica es como si hubiera que leer un libro de poesía y yo propusiera La nueva novela de Juan Luis Martínez»).
Uno de los contertulios la googleó y leyó en voz alta las primeras líneas de la contratapa, en su edición de Adriana Hidalgo: «Zama está considerada de manera unánime como una de las grandes novelas del siglo veinte en lengua española». Novela elegida, entonces, y con altas expectativas.
La reunión, que tardó en concretarse casi dos meses, se convirtió en un matadero: a nadie —excepto a mí, que la he releído varias veces— le gustó la novela. El único comentario positivo fue que tenía «chispazos esporádicos de genialidad».
Y si bien las razones del disgusto general variaban de participante en participante, esencialmente, creo, había dos argumentos: o no habían enganchado con las vicisitudes de don Diego de Zama, el protagonista, quien además les había parecido patético y desagradable, es decir, un personaje difícil de conectar, o derechamente la novela de Di Benedetto, por su hermetismo, por su desazón, incluso por su lenguaje, les había aburrido.
Los golpes, a medida que cada uno daba su opinión, iban y venían y mi defensa —»vengan todos juntos», dije apenas me di cuenta que la contienda sería desigual— fue férrea, desesperada, a corazón abierto: «En las partes más oscuras de mi humanidad, yo he sido Zama», dije en un momento, como tratando de defender a cuchillazo limpio, pero desde el suelo ya y con el rostro ensangrentado, uno de mis libros favoritos.
Nuestra pasión por el futuro
Escribo este texto, entonces, con la resaca de esa reunión, y como una manera de ordenar mis pensamientos para transmitir, aunque sea mínimamente, por qué Zama me parece una gran novela. Entiendo que la lectura es un asunto plenamente subjetivo, y que en cosa de gustos no hay nada escrito, y aun cuando otros habrán versado mejor que yo los valores literarios de la novela de Di Benedetto —y que esta, sin lugar a dudas, se defiende por sí sola—, así y todo, me siento deudor de este acto de desagravio.
Dejaré fuera de este comentario, eso sí, la sombra que su autor arroja sobre la novela, en particular en lo referido a su exilio en España, donde vivió penurias económicas parecidas a las de su protagonista, y con las cicatrices internas de haber sido torturado, sin jamás saber el por qué de su detención, por agentes de la dictadura de Videla.
Así, don Diego de Zama, funcionario de la corona española en Asunción del Paraguay, espera una carta. Dicha carta lo trasladaría al Buenos Aires de fines del siglo XVIII, para estar junto a su familia. Y mientras esa carta no llegue, él espera.
—Pero, ¿por qué tanto rollo con la carta? —comentó, pragmático, uno de los integrantes del club de lectura—; ¿por qué este tipo no pesca sus cosas y se va nomás?
Le he dado vueltas a este comentario. La razón, evidentemente, va mucho más allá del mero avance en su carrera como asesor letrado («no puedo abandonar si quiero otro cargo más cerca de ti, de mayor lustre y efectivas entradas», le escribe en una carta a su esposa Marta. «Algo se juega también mi nombre, que es el de tus hijos»).
Pienso que la esperanza, como canta el dicho, es lo último que se pierde, y esa insistencia ante la esperanza está, en Zama (y en mí también), íntimamente ligada al desasosiego: «La certeza de que las expectativas jamás serán cumplidas a lo largo de la vida de muchos de nosotros no limita nuestra pasión por el futuro», escribió Peter Orner.
El drama de la esperanza es, en ese sentido, muy parecido al drama de la obsesión.
La insistencia obsesiva de Zama, en su espera por la mentada carta, opera como una desintegración progresiva en él, que lo hace atravesar distintos estados de la conciencia, pasando de una mirada concreta hacia una percepción más onírica para, finalmente, acabar en el delirio mismo.
Este proceso de degradación —síquico, moral—, se refleja, a su vez, en los cambios del estilo narrativo de las tres partes que estructuran la novela (los años 1790, 1794 y 1799), estilos que parten, en un principio, con una voz más recargada, casi barroca, y que rematan en la voz minimalista del último año.
Otra crítica de Los Literales —una de las estocadas más punzantes de esa noche— apuntaba al sentido gramatical de la prosa, como la insistencia en usar dos o más adjetivos en una frase («yo era un animal enfurecido, rabioso», por decir un ejemplo, o «yo veía todo ordenado, posible, realizado o realizable», por decir otro).
—Esa reiteración —dijo quien la profiriera— era como similar al estilo repetitivo que Sebastián Piñera usaba en sus discursos.
(¡Blasfemia!, pensé para mis adentros, pero, por fuera, me reí bobaliconamente).
Junto con la crítica hacia el lenguaje, mis compañeros del club de lectura también comentaron que, a ratos, no se entendía tal o cual párrafo, sobre todo en la primera parte, y que por ello debían volver sobre su lectura, para comprender el significado de lo que quería decirse.
Zama es una novela que trabaja desde el lenguaje, desde la artesanía del lenguaje. Para crear en ella la sensación de un español antiguo —para entregar un sabor de historia en la lengua—, Di Benedetto se valió de un léxico único, anacrónico, mixtura de su propia voz contemporánea con atisbos del Siglo de Oro español.
El resultado es, según mi criterio, un tono exquisito, de minuciosa orfebrería en la sintaxis. Por otro lado, aun cuando este estilo no les fuera del todo comprensible, lo cual es muy válido (yo mismo me perdía en algunas frases), pienso que el significado de las palabras y el espíritu del personaje se transmite, muchas veces, a través de ese tono majadero, de esa acumulación que se criticó, y que Di Benedetto usó para construir el carácter agobiado y cansino de su protagonista.
Lo anterior tiene su correlato en el ritmo, en la respiración del tono, que urge a una lectura pausada, a una destilación de la angustia imprecisa que la espera y sus consecuencias terminan por provocar en la psique cada vez más menguante de don Diego de Zama.
Es así cómo, en el transcurso de la novela, en el proceso de desintegración del protagonista, el cual se condice con el del imperio español en el continente americano, se explorarán diferentes temáticas: en 1790, el deseo y el erotismo masculino desaforado; en 1794, las apariciones fantasmales y lo onírico; y en 1799 —la parte que más disfrutaron Los Literales—, el descenso hacia los infiernos de la selva paraguaya, una suerte de paralelo con el Corazón en las tinieblas de Joseph Conrad, donde Zama, ya desgarrado síquica y moralmente, verá una última oportunidad de promoción mediante la cacería humana de Vicuña Porto, un criminal que, como Kurtz, es precedido por su leyenda («Vicuña Porto era como el río, pues con las lluvias crecía»).
Como las Dulcineas del Toboso
Ahora bien: toda gran novela es una propuesta sobre el tiempo. Y, en el caso de Zama, lo interesante es cómo el proceso de decadencia, que se produce a través de los diez años que se narran, está supeditado a un tiempo que, desde la percepción distorsionada, subjetiva, del narrador, pareciera estar estancado, como un reloj que mueve y retrocede su aguja constantemente, como un efecto de suspensión pendular representado a su vez, y desde un comienzo, en la imagen del mono muerto que Zama atisba, varado entre los palos del muelle, yendo y viniendo en el agua, sin nunca alcanzar la orilla ni ser arrastrado por la corriente del río:
«Ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos, por irnos y no».
La imagen del mono captura, en su primera página, toda la novela, el efecto hipnótico de la prosa di benedettiana, porque esta imagen y su constante oscilación volverá a repetirse, no sólo en el tono y su efecto, sino también en la imagen de un pez («hay un pez en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas»), y de una araña venenosa en la barba de un hombre («allá estaba ella, en sube y baja sobre la punta de los pelos»), e incluso en el fallido cortejo de Luciana, la mujer española que Zama desea en la primera parte, romance que se presenta como un tira y afloja inmutable, como una «inmovilización continua de la narración», en palabras de Saer en el prólogo, y que más adelante el mismo narrador definirá como un «trámite afanoso que hubo de naufragar».
En un ensayo sobre el aburrimiento, que todos debieran leer, Joseph Brodsky escribió: «Un hombre que se inyecta heroína en la vena viene a hacerlo por la misma razón por la que otros se compran un vídeo: para eludir el carácter repetitivo del tiempo».
Zama, Sísifo moderno, elude el tiempo entrando y saliendo una y otra vez de situaciones absurdas, ridículas, de las que siempre, como buen chanta —y que arroje la primera piedra quien no se ha mostrado alguna vez como más de lo que realmente es—, buscará desentenderse: la persecución carnal de mujeres, las apuestas en carreras de caballo, la rivalidad con otro colega funcionario, la procreación de un hijo (precedida de una metáfora filosófica sobre un Dios creador), la prostitución de sí mismo para obtener algunas monedas con las que comer, la caza de un criminal al que luego, por un encontrón con el capitán de la expedición, decidirá no acusar sino hasta el último momento.
Y en todas estas situaciones, persistente en culpar a otros por sus faltas, y firme en no abdicar de sus fantasías, Zama se moverá o inmovilizará motivado por una ilusoria opinión de sí mismo: «el personaje principal se siente anclado a un destino mientras está convencido de que merece otra cosa», dijo Hebe Uhart sobre él. «Este es un sentimiento muy actual, algo que sigue pasando».
Seamos honestos: todos esperamos algo en nuestras vidas. Ahora, por ejemplo, que es fin de año, aquellos que participamos del rubro cultural esperamos que nos llegue la noticia de que ganamos algún fondo o concurso, aun cuando digamos que eso nos da lo mismo, que no nos viene ni nos va, pero lo cierto es que, cuando llega el día en que hemos quedado cesantes, en que nos vemos sin ninguna potencial pega por delante, en que hemos participado de varios procesos y no hemos recibido llamado ni correo electrónico de vuelta, la angustia por recibir esa metafórica carta que espera don Diego de Zama se vuelve real (tal vez demasiado real).
Ya lo decía Nicanor Parra, en 1991, en su discurso de Guadalajara:
Los premios son
Como las Dulcineas del Toboso
Mientras + pensamos en ellas
+ lejanas
+ sordas
+ enigmáticas.
Cambie la palabra «premios» por «fondos», «concursos», «dinero», «platita», «pegas», «entrevistas de trabajo», y repentinamente los versos se volverán universales. En el caso de la novela de Di Benedetto, aplique el cambio de «premios» por «carta»; la carta que espera don Diego es, precisamente, así: lejana, sorda y enigmática.
Hay una prosa apátrida de Julio Ramón Ribeyro que habla de lo mismo: «La carta que aguardamos con más impaciencia es la que nunca llega. No hacemos otra cosa en nuestra vida que esperarla. Y no nos llega, no porque se haya extraviado o destruido, sino sencillamente porque nunca fue escrita».
La espera de una carta que nunca fue escrita: eso es Zama. Un viaje interno, kafkiano por la posibilidad quimérica de recibir lo que se espera, y por la impotencia de no poder salir de ese limbo en el que Zama ha sido desterrado: la provincia paraguaya que, como El castillo de Kafka pero a la inversa, no logrará abandonar, al menos no físicamente sino hasta el final, donde él, por medio de una epifanía terrible y hermosa, terminará por aceptar su destino y, al mismo tiempo, su autodestrucción.
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José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de granola (Tres Puntos Ediciones, 2020) y Ceres (Minotauro, 2021).
Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Vive en Frutillar, Chile.
Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Antonio Di Benedetto (1922 – 1986).