La obra del escritor peruano es una novela bien escrita, con una economía del habla, del paisaje, de los estados de ánimo, de una subjetividad que nunca es excesiva: su centro es una especie de gravedad tenue, iridiscente, donde siempre algo está suspendido para ser desvanecido, como la ciudad de Lima que se observa a través de estas páginas.
Por Juan Pablo Sutherland
Publicado el 27.11.2018
La novela de Juan Carlos Cortázar (Lima, 1964) arma una narración que juega a una poética del espacio, donde los personajes se mueven espectralmente marcando un mundo íntimo a través de lugares que connotan un devenir afectivo. Lima, Virginia, polos espaciales que juegan a un eterno retorno. Un paisaje masculino donde Adrián y su hijo Lucas presentan cierto eje que va dando cuenta de un modo de ser familiar, de habitar la familia, un espacio profesional-burgués que se vuelve opaco en sus redes no dichas. Hay un espejeo que hace que esta novela tenga un juego especular, no expresado; la elipsis sería su figura retórica por excelencia. César del otro lado, su hija en el mismo colegio que Lucas, los dos hombres unidos por una epistemología del closet, donde todo aparecerá cifrado.
Si me preguntaran quien es el personaje central de esta novela no diría que es Adrián, diría más bien que es el lenguaje, junto con esa voz narrativa que mantiene sigilosamente una distancia, pero que a ratos es luminosa u ominosa, pues la familia como lugar es una bruma, una familia en crisis de lo no dicho, el deseo que se cuela por abajo como un hilo de luz que no deja ver más. Hay cierta economía en Cuando los hijos duermen, la economía del deseo que se muestra como co-relato a la crisis política del Perú, a los lugares que tenuemente van destellando en esta novela de crisis masculina, donde se advierte una contención, una tensión que no quiere salir. Quizás la política de comportamiento de una clase que se fuga o se permea en lo no resuelto. Cuando los hijos duermen es la metáfora perfecta, pues el silencio, la noche, lo no público, explican ese forado que hace movilizar a los personajes como Adrián o César. Lo mismo pasa con la ciudad, con Lima, con las biografías, con los padres, con los hijos, con los amigos, ciertas epifanías que dan cuenta de una ciudad que vuelve a sus habitantes, filigranas que transitan. Hay una bruma en esta novela, pero no pasa por la idea del deseo, o incluso de una homosexualidad en el closet, más bien la economía del habitar, la forma en que se narra, la forma en que no se dice, son señas que el narrador o la gran voz preparan para su venganza con el paisaje.
Aquí lo excesivo no se ve, el neobarroco de la ciudad desaparece en Miraflores todo pulcro, limpio, el horror vacui se presenta sin barroco, aunque la ciudad tenga esa biografía amorosa y arquitectónica; los personajes transitan por una ciudad ordenada, correcta, limpia, pero donde el deseo se fuga en su mueca, en su deterioro de apariencias. José Donoso retrata de una forma notable esa ruina de la burguesía chilena con huella oligárquica en varios de sus libros, El obsceno pájaro de la noche, Casa de campo, etcétera. La ciudad acá tiene cierta nostalgia que convive con la modernidad eficiente. El entorno familiar siempre aparenta una crisis que se maneja, que se administra sin explosión. En ese camino el final de la novela revela quizás la liquidez de los sentimientos, la economía de lo afectivo cruzado con una masculinidad que se espejea en el gimnasio sin una salida. Hay señas, hay violencia simbólica como huella de la violencia política, pero también está la violencia simbólica de lo no dicho. Pienso en la naturaleza oligárquica de lo no dicho en No se lo digas a nadie de Jaime Bayly, donde la clase como política de ordenamiento social marca el mundo. En este caso la transparencia del Mall, la liquidez de las relaciones es expuesta en una densidad que se desvanece en el aire. Cortázar ha logrado poner en escena a través de su operación narrativa una forma de habitar, donde los personajes son expresiones también de un tiempo, de un ánimo del tiempo, y me parece que la forma de narrar tiene una belleza líquida, contemplativa, donde la elipsis funciona precisamente por el espacio de ausencia. Me interesa esta novela de Juan Carlos Cortázar por la forma en que la tensión y los afectos están marcados por una economía espacial, una economía del lenguaje, una economía del afecto y la contradicción, con la explosión siempre al filo de una crisis, de un atisbo. La escena en la que Adrián va en el auto y pasa abiertamente observando a César en su propio espacio, devela una contención máxima, una camisa de fuerza que presenta una ruina visualizada, una ruina de lo emotivo no dibujada, no exhibida. A pesar de las transparencias de los espacios, el deseo está enclaustrado. En ese sentido esta novela se presenta como un catálogo de la fragilidad diseñada en el confort de lo familiar. Me interesa ese lugar ominoso de lo no dicho, que finalmente expone la brutalidad de los formatos familiares en diferentes lugares sociales.
Cuando los hijos duermen es una novela bien escrita, con una economía del habla, del paisaje, de los estados de ánimo, de una subjetividad que nunca es excesiva; su centro es una especie de gravedad tenue, iridiscente, donde siempre algo está suspendido para ser desvanecido. Si uno quisiera decir de qué trata esta historia pasaríamos por varias ideas: la del deseo puesto en crisis por el formato familiar, la tensión entre lo masculino y los modelos familiares que no lo contienen, el abandono por no acceder a una cierta utopía del deseo que se contradice con la vida ya asumida. La novela tiene un co-relato brumoso, la biografía política del país a lo lejos, como una bruma en el horizonte. Quizás lo político como biografía de país también se cuela en lo político como habitar lo oculto. Esta novela de Juan Carlos Cortázar presenta paisajes superpuestos donde la tensión de lo micro es un punto de fuga de un correlato mayor, la crisis de legitimidad en el orden político, como si también nos quisiera espejear que uno y otro espacio representan territorios donde los personajes enfrentan sus propios devenires con la única posibilidad de no alterar ese silencio que los mantiene a flote en medio de las tormentas ocultas de sus afectos. Novela de clausuras afectivas que exhiben la crisis de una utopía que no se resuelve ni en lo cotidiano ni en lo público.
Juan Pablo Sutherland es crítico y escritor, y candidato a doctor en literatura chilena e hispanoamericana por la Universidad de Chile. Asimismo, es licenciado en comunicación y magíster en estudios culturales de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales ARCIS. El año 2011, bajo el sello Eterna Cadencia, de Buenos Aires, lanzó Cielo dandi, escrituras y poéticas de estilo. En 2010, en tanto, fue invitado por la Universidad de Harvard, de la ciudad de Boston (EE.UU.), para dar cuenta de su trabajo ensayístico y narrativo. Ha editado, entre otros, los relatos de Ángeles negros (Planeta, Santiago, 1994) y las historias ficticias de Santo roto (Lom ediciones, Santiago, 1999). Su último libro publicado es Se te nota (Editorial Los Perros Románticos, Santiago, 2018).
Crédito de las fotografías utilizadas: Editorial Los Perros Románticos.