Los relatos de la joven escritora nacional -que fueron lanzados durante el año pasado por la Editorial Librosdementira- remecieron la escena local, en un conjunto de historias de ficción que han contado con el respaldo de los lectores y de la crítica especializada, y los cuales la han consagrado como una voz a tener muy en cuenta, pensando en el presente y en el futuro de nuestra literatura. Aquí, publicamos la trama que bautiza a su primer libro, cedido especialmente por su autora para este Diario.
Por Mónica Droully Hurtado
Publicado el 25.9.2018
1
Un gato pequeño, cabezón y bastante sonriente descansa sobre una montaña de peluches de lo más variopinto: un oso gigante, un perrito de cara triste, una tortuga, una jirafa, un par de monos abrazados, varios osos chicos -muchos de ellos con corazones-, una ranita, un mapache, algún camello e, incluso, una serpiente. Enumerarlos por completo es tarea para otra ocasión. El gatito pequeño, que es gris con blanco, aunque de los colores originales quede bastante poco, lleva meses al sol, y si bien y de momento conserva su forma, la tela ya se ha desteñ ido, sobre todo el gris, que en su mejor momento fue muy parecido al Gray Cloud o, tal vez, al Egret White, de Sherwin William, eso sí, en una versión textil y económica. Los hilos, sin embargo, aún conservan su color, por eso se puede distinguir su carita sonriente bordada a máquina con cierta prolijidad indiferente: unas cuantas líneas simplificadas para la boca y los ojos, como si fuera el dibujo de un niño, parecido a un emoji tierno y feliz o una animación japonesa SO, que no es un tipo de pornografía, sino una sigla para super deformed, es decir, monos cabezones y expresivos, medios paticortos y, en general, tiernuchos, como este gato. Es primavera. No hay nubes ni hace calor. Pronto será de noche y la luna ya se ve recortada asomándose tras la cordillera.
En su sitio casi privilegiado sobre la montaña de peluches, el gatito de fieltro gris y blanco, que alguna vez tuvo nombre y significó algo -o tal vez lo significó todo pero ya no significa nada-, sigue un clásico proceso de deterioro que, con el tiempo, acabará con su color, su forma y sus materiales. Igual ha de suceder con el ejército de ositos, los perros tristes, un quitasol que alguien puso por ahí hace un tiempo y, en el fondo, con todo lo demás.
Como dije: no hay nubes, no hace calor y es primavera. Aunque eso a nadie le importe mucho ni tenga relevancia en esta historia.
2
Meses antes, tal vez en otoño, un conserje recoge de la basura al gatito sonriente y cabezón. Lo distingue con facilidad. Se encuentra muy visible en una bolsa de supermercado, su cabeza sobresale en medio del espacio que deja el plástico para hacer el nudo. Está limpio, rodeado principalmente de papeles, ropa y sopas instantáneas vencidas. El conserje toma al gato y lo saca con cuidado, como si fuese de porcelana, sin reflexionar que es muy probable que haya caído más de cinco pisos sin sufrir daño alguno. No sabe que se llama Mao ni que mao significa gato en chino. Son cosas que no le afectan para nada, tal vez por eso puede llegar y tomarlo y llevárselo a casa y limpiarlo -aunque no haga falta- y verificar si las costuras siguen firmes.
El conserje trabaja en ese edificio solamente durante el fin de semana. Como la mayoría de los conserjes, se encuentra pluriempleado y no le queda mucho tiempo para descansar. Esa semana tiene libre el día lunes y lo aprovecha para ir a pedirle a una animita que lo ayude con la salud de su nieta que tiene una enfermedad común y corriente, perfectamente abordable con un plan de salud de gama media al que el conserje no puede acceder, tampoco su hija y mucho menos su nieta.
El lunes a media mafiana, tal vez con un poco de brisa y con una nube loca y perdida cursando el cielo, el conserje pone a Mao en la parte superior de un montón de peluches que componen lo más llamativo de esta animita medianamente famosa, algo kitsch y bastante poco higiénica, conocida como La Niña Hermosa, que conmemora la muerte trágica y violenta y, por cierto, inesperada, de una joven que no era tan niña y que, al parecer, sí era muy bella.
Después de dar un paso hacia atrás para tener perspectiva de la imagen, pero también de la vida, la muerte y todas esas cosas que rondan por la mente cuando los seres queridos se enferman, el conserje mira al gato y lo encuentra muy pequeño para la santita y, definitivamente, insignificante para quienes lo botaron a la basura. Le jura a la santita que si la nieta se mejora, le va a traer un muñeco gigante, un oso, no un gato, un pel uche como corresponde: grande, con ojos de verdad, peludo. Promete, además, como si se tratara de una de esas ofertas imperdibles que de vez en cuando se encuentran en las micros, una pulserita rosada y un Casti ng Creme Gloss 834 rubio almendra, que es la tintura más adecuada para la santita, según las recomendaciones de la senara del conserje, que es experta en coloración y ese tipo de cosas.
3
Sin importar las condiciones climáticas, la calidad de la luz o la época del año, una animita es un alma chiquitita que deambula por ahí -por el purgatorio- antes de ir al cielo. Es común encontrar a estas almas en pena cerca del lugar donde las alcanzó la muerte, usualmente de manera trágica, tal vez sin darse cuenta todavía de que han muerto. Una animita es también un pequeño túmulo de piedra o cartón o peluches erigido en el lugar donde murió una persona. No es necesario creer en estas cosas para percibir su efecto.
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Un choque es un encuentro violento de una cosa con otra. Un día antes o quizá dos de que el conserje sacara a Mao de la basura para transformarlo en un objeto sacrificial transitorio, una mujer limpia su casa: un departamento lleno de cosas acumuladas que no recuerda haber tenido nunca, una cantidad inmensa de objetos inútiles que no hacen honor alguno a su calidad de souvenir. Se enfrenta a su casa como si fuera de otro, intentando cierta arqueología biográfica que le permita justificar, de forma más o menos lógica, la presencia de tales vestigios en su vida. Lo hace metódicamente, reconstruyendo de algún modo una historia que entendía que era suya, pero ya ha dejado de serlo.
Entre las cosas que van a la basura, que son muchas y pesadas y algunas en bastante buen estado, la mujer bota a Mao en una bolsa del Jumbo junto a doce sopas de espárrago vencidas y dieciséis corbatas en distintos tonos azules que permanecían aún en su casa, a pesar de haber intentado devolverlas a su legítimo dueño que, por algún motivo, decidió dejar atrás solo la parte azul de su arcoíris de corbatas. En este ir y venir y embolsar y botar, que le toma al menos todo un fin de semana, también aparecen libros, discos, cómics, juguetes, adornos y cuatro botellas de cerveza belga que decide no tirar con todo lo demás por temor a que se rompan con el golpe y se derramen por sobre la basura, que ya está sucia, pero no necesariamente hedionda, ni pegote, ni manchada. Sería injusto que después un pobre conserje tuviera que limpiar, con todo el riesgo que existe de un corte seguido de infección. Una cosa es ser consumista, otra muy distinta es ser desconsiderada.
La mujer, que hace algún tiempo le puso Mao a Mao -cuando además de ser un adorable gatito de fieltro era un bonito regalo y significaba una serie de cosas agradables- y se preocupó de tenerlo visible y a mano hasta que dejó de interesarse en esas cosas, piensa que ha construido su vida, su casa y sus relaciones sobre una enorme cantidad de objetos que no le importan a nadie. Cosas que aparecieron, se acumularon y, al parecer, incluso se reprodujeron durante una vida pasada sin que ella se diera cuenta, una vida que ya no le pertenece, pero que de todos modos la condiciona.
Piensa que durante el último tiempo ha desarrollado un tipo particular de mal de Diógenes, que consiste en coleccionar objetos de gente que ya no existe, y que su casa parece una animita de libros y cómics y juguetes antiguos en memoria de lo que han dejado de ser. Una animita hecha por nosotros mismos para nosotros mismos, piensa o tal vez dice en voz alta y sigue con su limpieza, porque pensar -o tal vez hablar- y limpiar son dos cosas que una mujer estándar puede hacer perfectamente al mismo tiempo.
En medio de tanto orden, la mujer se convence de que es momento de replantearse las metáforas y dejar de lado esa imagen pusilánime y romántica de cuerpos celestes , campos gravitacionales y órbitas tangentes que se había inventado para describir las relaciones humanas, esas relaciones que por algún momento parecieran seguir algún rumbo, que los involucrados afirman querer seguir a toda costa pero que finalmente nadie sigue. En su nueva taxonomía ampliada de las relaciones humanas, ha situado en la cúspide a aquellas que pueden ser descritas como un choque súbito, a toda velocidad, sangriento y bastante irreversible. Y que estar viva tal vez se trata de eso, de corregir para adelante, de descubrir metáforas y encontrar la mejor manera de narrarse el pasado, y que tal vez esas imágenes y esas historias, en el futuro, sirvan para encandilar a alguien y chocar de frente con su vida, tal vez a propósito, para darle forma a voluntad y ver qué pasa con una -qué siente, qué piensa, qué descubre mientras hace que las cosas sucedan.
También es otoño y seguro que hay nubes, porque a las nubes les gusta mucho salir a pasear el fin de semana durante esta época.
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Frente a la animita, mientras hace la manda y promete ampliar los regalos una vez satisfechas sus demandas, que son pequeñas y comprensibles, el conserje duda entre el Casting Creme Gloss 634 castaño miel y el Casting Creme Gloss 834 rubio almendra, dos opciones que discutió largamente con su señora. Escoge la segunda alternativa pensando que una santita buena, hermosa y rubia puede llegar a ser más efectiva que una santita buena, hermosa y castaña.
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Mao, el gatito de fieltro gris y blanco que vive en la montaña de peluches de La Niña Hermosa, es, a todas luces, un nuigurumi, un clásico peluche japonés, tiernucho y kawaii. Originalmente, la idea de los nuígurumis es hacerlos a mano siguiendo patrones, coserlos por dentro con alguna acrobacia manual digna de un esgrimista experimentado, rellenarlos con cariño, paciencia y dedicación para después regalárselo a alguien significativo en alguna fecha especial que, por suerte para el comercio de este tipo de bienes e insumos, en Japón abundan, sobre todo en primavera. En estos confines de occidente, si bien hay gente que sigue aún estos preceptos en la elaboración de figuritas, lo más común es comprar uno ya hecho en tiendas de cosas un poco emo y un poco nerd, parecidas a esas que se agrupan en el Portal Lyon o el Eurocentro.
Un día, el hombre que llegaría a convertirse en el de las corbatas azules ve a Mao en una vitrina y lo encuentra perfecto para expresar un sentimiento que encuentra honesto, puro e infantil. Quiere llevarlo de regalo pero le molesta que sea tan poca cosa, piensa que la gente grande no le regala peluches a la gente grande, por más japonés y adorable que sea el peluche en cuestión. Se queda parado largo rato frente a la vitrina o, tal vez, se da unas vueltas por ahí mirando otras tiendas hasta encontrar la solución: decide que será y no será un regalo al mismo tiempo, que el gato, que todavía no se llama Mao, después de regalado seguirá siendo suyo, inaugurando una modalidad de convivencia sin separación de bienes que debería durar hasta la eternidad o tal vez un poco más. Con esta nitidez, el hombre que sería el de las corbatas azules entra en la tienda, compra a Mao y pasa a integrar ese alto porcentaje de adultos que compran peluches para sí mismos.
Hay mucho sol, casi no corre viento y hace semanas que nadie ve una nube.
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Mientras limpia el departamento y llena bolsas y más bolsas de basura con cosas que no sabía que tenía, cosas que siempre supo que tenía pero no quería tener y cosas que recordaba tener pero en su mente eran de otro modo, la mujer que le puso Mao al gatito de fieltro gris y blanco se da cuenta de que nunca va a envejecer junto al dueño de las corbatas azules.
Nota también que esa cantidad grosera de corbatas se acumuló desde que ya no sabía cómo comunicarse con él y que cada vez que no encontraba la manera de decir una cosa, le regalaba un tipo nuevo de azul, como si estuviera tratando de tener un Pantone completo y personal reunido en la casa. Y piensa que debería sentir pena, angustia o desesperación. Pero siente alivio y otras cosas que se avergüenza de mencionar en público, como siempre le pasa cuando su respuesta espontánea queda muy muy lejos de la respuesta normal para su grupo etario. Piensa en su plan de jubilación, en su ahorro paralelo, en su plan de salud, en la gestión de lo doméstico -que nunca se le dio bien-, en los amigos en común, en los muebles. Piensa mucho en los muebles y en lo complejo que será reemplazar el sofá gris vintage de tres cuerpos que combina perfecto con el comedor y los arrimos.
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Mao sigue ah í, en medio de la multitud de peluches y juguetes, lejos del alcance de los perros vagos, junto a un mono de felpa que ha perdido un brazo, invisible desde la carretera, aprovechando la sombrilla en los atardeceres de verano, bajo el sol todos los días pero a veces también bajo la lluvia, y desde que la nieta del conserje mejoró y la promesa fue cumplida y un oso gigante y una pulsera rosada y un Casting Creme Gloss fueron ofrendados en agradecimiento, a nadie le importa.
Mónica Drouilly Hurtado (Santiago, 1980) es ingeniera civil y licenciada en estética. Cursó estudios de literatura y teatro. Participó del seminario de dramaturgia de Juan Radrigán y del taller de narrativa de Pablo Simonetti. Ha resultado ganadora y finalista del Concurso de Cuentos Paula con “Cosmogonía invernal aún en tránsito” y “Croquis estival con brisa leve”, en 2013 y 2016, respectivamente. Retrovisor es su primer libro.
Crédito de la fotografía a Mónica Drouilly: Culto de La Tercera (http://culto.latercera.com).
Crédito de la imagen destacada: Editorial Librosdementira.