A continuación, la melancólica historia que describe los últimos días de un matrimonio argentino y el fuerte lazo que los unía pese a los dolores y frustraciones propias y consabidas de la existencia. Profundo y conmovedor.
Por Alberto Ernesto Feldman
Publicado el 30.11.2018
Enterados de la trágica desaparición de Elvira y Ángel, SADAIC (Sociedad Argentina de Autores y Compositores) y la Asociación de Bailarines y Coreógrafos del Tango se hicieron cargo de los gastos de sepelio y de participar la noticia a los medios. La iglesia de Santa María de los Ángeles, en Rómulo Naón entre Manuela Pedraza y Tamborini, estaba llena de vecinos, enterados a medias de qué y quienes eran los fallecidos, pese a que los medios radiales y televisivos difundieron ampliamente la tragedia.
Su sobrino, el único familiar que tenían, pidió permiso al cura párroco para remplazar al organista y tocó con su bandoneón “Responso”, el tema que Aníbal Troilo había creado a la muerte de Homero Manzi.
A pesar de que ellos vivieron durante más de sesenta años aquí, pocos sabían que Elvira y Ángel habían formado una pareja de bailarines de Tango, famosa en la noche de Buenos Aires entre los años 1950 y 1970.
Sólo lo recordaban algunos de los pocos vecinos que quedan, tan viejos como ellos, que viven en las casas bajas que se ubican en el cuadrado, en realidad un trapecio, limitado por las vías, las calles Iberá, Larralde y en diagonal, la avenida Balbín; estas dos últimas, llamadas en su tiempo Republiquetas y avenida del Tejar.
En la época del apogeo de la pareja, cuando iban entre semana por la tarde a ver tres películas al cine Aesca o al Cumbre, se saludaban con mucha gente. Claro, Saavedra era más pequeño y toda la gente se conocía.
Volviendo a casa, se encontraban algunas veces en “La Sirena”, el café de la esquina de Núñez y la avenida, con el “polaco” Goyeneche, otro tanguero de Saavedra, que hacía sus primeros “pininos” cantando en la orquesta de “Pichuco” Troilo, y le daban los consejos que su conocimiento del ambiente les sugería.
Ya retirados, pasaban casi desapercibidos cuando salían a la calle, y limitaban su recorrido a una vuelta a la manzana, desde que Ángel comenzó a movilizarse en silla de ruedas a causa de la debilidad de sus piernas, aunque propulsándola con la fuerza de sus propios brazos, al lado de Elvira, que a pesar de sus ochenta y cuatro años conservó su figura siempre estilizada, caminando erguida como una princesa.
Hace unos años, cuando andaban un poco mejor de salud, iban los sábados por las noches, muchas veces en primavera, pero siempre en verano, a cenar unas pizzas o unos formidables ravioles regados con tinto en el “Tren mixto” o en “La facha de Aurelio”, uno a cada lado de la Estación Saavedra, o en “Los Picapiedras”, en la esquina de Manzanares y la avenida.
Volvían a casa temprano y en el patio, debajo de la parra, con los olores mezclados del jazmín de los jardines y el chocolate de la fábrica Nestlé, preparaban su función privada; sacaban los long- plays de Pugliese, ponían el wincofón arriba de la mesa, la mesa contra la pared, y las seis sillas intercaladas entre las grandes macetas con malvones, rodeándolos, como cuando el público que bailaba en el Chantecler o en el Salón La Argentina, despejaba la pista, y la pareja hacía maravillas mientras las orquestas de Pugliese, Di Sarli o D’Arienzo, tocaban sólo para ellos.
En su patio, al son de “La yumba”, “Recuerdos”, o “Mala junta”, recreaban los pasos, giros y quebradas que los habían hecho famosos, después de vestirse con la vieja ropa tanguera que sacaban del ropero, prolijamente enfundada con hojas de laurel.
La corta pollera de terciopelo negro le iba ahora un poco holgada y además Elvira giraba un poco más lento, ya el tajo no se abría tanto exhibiendo sus muslos, visión que hizo “ratonear” a más de uno; sin embargo, sus piernas lucían como antaño sus pantorrillas, destacadas por esos altísimos tacos de sus zapatos con pulsera Ángel siempre privilegió la mesura y la estética sobre la velocidad, así que salvo una leve artrosis de columna que lo hacía inclinarse un poco, llevó la cosa muy bien hasta que las piernas se cobraron los abusos del alcohol y el cigarrillo.
*
Ese trágico sábado de otoño, se levanta de la silla con cuidado, y con varios minutos de pausa entre tango y tango, puede “hacerle pata” a Elvira, para complacer a su sobrino, ese sobrino que remplazó a los hijos que no tuvieron y que insiste en que bailen algo de Piazzolla.
Les trajo “Tango Final”, en una versión del mismo Ástor, “tíos, -les dijo- no se queden sin hacer una coreografía a un tango como éste… ¡den un pasito al futuro antes que el futuro se los trague!…”, practiquen hoy – les dijo -, los quiero ver mañana después de los ravioles, ¡traigo una botella de chianti !… los tres rieron y prometieron.
El muchacho, bandoneonista y fanático de Ástor, no sabía que Piazzolla había puesto en ese tema, toda la pasión de los años en que todo lo suyo era combatido por quienes lo veían como un revolucionario que destruiría el Tango tal como hasta entonces era conocido; el genio de Mar del Plata había doblado la apuesta: el “Tango Final” no era un Réquiem para lo antiguo, pero sí marcaba su derecho a compartir sus creaciones con el Tango tradicional.
Elvira y Ángel pusieron el disco una y otra vez; bailaron y crearon, incansables; sintieron que estaban completando algo que había comenzado muchos años antes, con Pugliese y con Pichuco… y los dos entendieron al mismo tiempo la Magia de Piazzolla.
Entraron en calor; Ángel se sacó el sombrero negro y el pañuelo blanco del cuello; no se sentó nunca y no paró de bailar hasta que su corazón le dijo ¡basta!… ella se quitó el chaleco de pana roja y lo arrojó al suelo. ¡El pibe tenía razón! – le dijo él – entrecortado, con sus últimos latidos; mañana, después de los ravioles, le mostraremos lo que hicimos con “Tango Final”. ¡Ojalá no se olvide de traer la botella de “chianti” que prometió!… Elvira no lo terminó de escuchar, su propio corazón se había apagado, apenas unos segundos antes.
El muchacho fue quien los encontró al mediodía del domingo, abrazados, como con frío, sobre el piso de cerámica colonial. Cargado de culpa, la botella de Chianti se le cayó de las manos, mientras el long play seguía girando aburrido en el plato del wincofón.
Pasaron muchos años hasta que el sobrino bandoneonista dejó de soñar con las pilchas tangueras de sus tíos, vaciadas de sus dueños, que bailaban solas y lo invitaban a ver la coreografía creada por ellos para el “Tango Final” de Piazzolla.
Alberto Ernesto Feldman nació en Buenos Aires, en 1941, y abandonó estudios de medicina cuando cursaba cuarto año y a partir de allí se desempeñó como chofer en el transporte de pasajeros y de carga. En el año 2006, al jubilarse, tomó clases de clarinete y por sugerencia de su esposa y de su hija, quizás cansadas de escucharlo, se anotó en un taller literario municipal, lo cual a los 65 años le abrió las puertas del quehacer literario. Escribe cuentos cortos y relatos, algunos de ellos han sido premiados o mencionados en la Capital y en las provincias de Buenos Aires, Jujuy, Mendoza, Misiones, Chaco y Santa Fe. Intervino en las antologías El diálogo nos amontona de Editorial Dunken, y en la editada por el Centro Vasco Francés, ambas en Buenos Aires; Cada loco con su tema, Gula, e Ira editadas en México por el Grupo Editorial BENMA, y en España, participó en Escenarios editada a su vez por la Asociación Española de Neuropsiquiatría en 2013, y en las antologías Facer Españas editadas en 2014 y 2016, respectivamente por la Editorial Orola, de Madrid.
A comienzos de 2013 ha editado por primera vez en forma individual un volumen de cuentos y relatos titulado Castillos reales, castillos mentales; a principios de 2014 su segundo trabajo: Tango final en Saavedra y otros 36 cuentos y relatos, en febrero de 2015 su tercer volumen, Un caballito en el rincón y otros 33 cuentos y relatos. A fines de ese mismo año, su cuarta obra, Miss Alice al mediodía, 28 cuentos, relatos + un poquito de teatro. La obra Tomando café frente al Obelisco y otros 32 cuentos y relatos, en tanto, que es su quinto volumen, fue editado en agosto de 2016.
Tráiler:
Imagen destacada: El semidiós sudamericano Carlos Gardel.