Como suele suceder en toda buena ciencia ficción, el filme de la realizadora alemana Natalia Sinelnikova refleja nuestra realidad ahora y aquí, y en ese proyectar es una denuncia audiovisual con voluntad pedagógica en torno a la preocupante escalada de los fanatismos políticos y sociales que vivimos hoy en día.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 13.10.2022
«En el fondo sabemos que del otro lado de cada miedo está la libertad».
Rabindranath Tagore
Presentada en la sección «Noves visions» del Festival de Cine Fantástico de Sitges —certamen que tiene al miedo como uno de sus protagonistas destacados— We Might as Well Be Dead (2022) plantea una distopía en clave satírica que es toda una reflexión sobre el poder que puede llegar a ejercer esta sensación primaria en cada uno de nosotros.
Se trata de la ópera prima de la joven directora ruso y alemana Natalia Sinelnikova quien también firma el guion junto al literato Viktor Gallandi. Es precisamente el texto una de las mejores bazas de la película junto a su peculiar ambientación y la gran interpretación de su protagonista Ioana Jacob —actriz formada en el teatro— quien comunica mucho a través del lenguaje corporal, en especial gracias a su potente expresión facial.
Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.
Miedo ancestral
Sinelnikova nos sumerge en un espacio tiempo misterioso con resonancias de pasado, suenan cánticos en la milenaria lengua yidis que conforma su herencia cultural y el único elemento espacial nombrado lo es evocando a la mitología griega.
Febo —que significa el brillante y es epíteto del ambivalente dios Apolo— es el nombre del complejo residencial rodeado de bosques en el que transcurre la acción. Se trata de un lugar agradable con extensos jardines presidido por un imponente rascacielos algo antiguo en cuyo interior la luz natural es protagonista, un lugar «brillante» que no obstante alberga vidas apagadas.
Allí viven refugiadas personas miedosas cuyo principal temor es salir de ese espacio que consideran o quieren considerar seguro. Y allí vive y trabaja Anna (el personaje principal de esta historia) como jefa de seguridad. La mujer vigila todo el complejo y se encarga de tener un primer contacto con los aspirantes a encontrar cobijo en él, familias que llegan con lo puesto a través del cercano bosque.
Un bosque sin más de particular como única referencia del supuesto terrible mundo exterior, nada más sabemos ni sabremos de lo que sucede fuera de Febo, de qué es lo que atemoriza a sus residentes y aspirantes a residentes.
Y es Anna quien recibe a los recién llegados y los somete a un peculiar interrogatorio que refleja el miedo subyacente que planea sobre la comunidad «segura» a la que pertenece. Porque por mucho que puedan pretender todos sentirse a salvo allí, queda claro que no es así, que les corroe un miedo tan ancestral como esos referentes antiguos invocados.
Las de Anna son preguntas recelosas como: ¿Ha notado algún cambio físico o mental en las dos últimas semanas?, ¿ha sido excluido alguna vez de una comunidad por actividades antisociales, inmorales o imprudentes?
Preguntas que los recién llegados responden sumisos con expresiones que buscan complacer al máximo a esa «autoridad» que asemeja policial, repuestas del tipo: no hacemos ruido cuando practicamos sexo, regamos nuestras plantas o nosotros sonreímos siempre. Afirmaciones todas que vienen a significar un no se preocupe agente, somos: «gente impecable».
Pero la autoridad de Anna es limitada, ella se siente incómoda ejerciéndola consciente de que lo suyo viene a ser como la función de un portero de discoteca selecta quien si bien dispone de cierto mando para nada tiene el poder último de decisión que en su caso corresponde a los «intocables» del lugar.
Falsa seguridad
Como comprobaremos sólo esos pocos que todo lo deciden parecen estar seguros, los demás pueden llegar a perder su derecho a residir, especialmente aquellos cuyas labores son de servicio a la comunidad como la mujer de limpieza, el poeta que recita en el ascensor, el conserje o la propia Anna.
Y es que en esa pequeña comunidad de refugiados se reproduce la ancestral dominación del hombre sobre el hombre, del «fuerte» o con «derechos» sobre el más vulnerable, la triste insolidaridad de tantos grupos humanos que aquí parece derivarse del típico: «primero los que llegamos primero».
Pero esa jerarquía social que rige en Febo nada tiene que ver con estar a salvo del temor. Por eso cuando ocurre algo aparentemente menor se desencadena una espiral paranoide y caótica que pone en peligro la falsa seguridad del lugar y evidencia el miedo que todos sienten.
Un perro perdido, un perro —la imagen de la amigabilidad, del instinto y de la animalidad— que no aparece hace aflorar la verdad: por muy luminoso que sea el lugar, la comunidad vive atemorizada en la oscuridad propia y ajena.
De nada sirven las palabras tranquilizadoras de Anna —palabras que sabe no son verdad— pronunciadas ya sea por la omnipresente megafonía —el símbolo de la manipulación, de la propaganda, de la falsedad que define el complejo— o en el contacto directo con los residentes, la sensación de inseguridad crece vertiginosamente por esa desaparición y como consecuencia de acciones secretas que la responsable de seguridad emprende para encontrar al animal.
Anna miente y teme a pesar de ser la persona más valiente e íntegra de esa comunidad de miedo con mayúsculas. Anna tiene su talón de Aquiles, convive con su hija adolescente, una chica que vive encerrada en el lavabo por un miedo radicalmente distinto al de los vecinos. Iris —así se llama simbólicamente la chica— teme tener poderes malignos, teme ser causante de desgracias con sólo imaginarlas, teme echarles «mal de ojo» a todos.
Así, en una comunidad donde domina el miedo a lo externo, Anna e Iris temen más a lo interno; Anna a que se sepa que su hija sufre ese «mal mental» que no pasaría el test de admisión e Iris a que su pensar pudiera dañar a los demás.
Todo vale
La solución de los pocos ante el caos será sacrificar como chivos expiatorios a los más vulnerables, el primero simbólicamente será el servidor menos atendido: el poeta que nadie escucha ni ve, el poeta que sobrevive en los sótanos, el poeta que canta verdades sin altavoces en el ascensor de los miedosos sordos y ciegos.
Todo vale para restablecer el «orden» y la «seguridad», todo vale a pesar de que en el fondo todos o casi todos sepan que las soluciones aplicadas carecen de fundamento y efectividad real.
Son soluciones que pretenden reestablecer el engaño, reestablecer la falsa seguridad a la que se aferran en su temor absoluto. Son soluciones que van en la línea del: «Sentirse seguro es más importante que la seguridad misma», una afirmación ambivalente que aquí puede aplicarse como justificación a lo injustificable.
Aceptar la incertidumbre
Pero la misma expresión en luz puede ser faro de verdad recordándonos que el mundo es incierto y la seguridad se construye en uno mismo a pesar de —o incluso gracias a— esa incertidumbre.
No es cuestión de combatir la incertidumbre o fingir que no existe, al contrario se trata de aceptar la incertidumbre del mundo. Y en la aceptación llegar a desarrollar el propio valor como persona.
Ese parece ser el mensaje último de la película que concluye mostrando a madre e hija juntas adentrándose con valentía en el bosque tras ser expulsadas de la comunidad. Un final no obstante que se entiende abierto a distintas interpretaciones.
En todo caso y como suele suceder en toda buena ciencia ficción, We Might as Well Be Dead refleja nuestra realidad ahora y aquí. Y en ese reflejar es una denuncia con voluntad pedagógica de la preocupante escalada de los fanatismos que vivimos hoy en día, fanatismos que tienen al miedo como principal combustible y que ante él ofrecen «soluciones» de falsa seguridad tan fatídicas como las que en la ficción se retratan.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es un pedagogo terapeuta titulado en la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: We Might as Well Be Dead (2022).