No son pocas las cosas que dadaístas y dataístas comparten, aunque pareciera que los primeros saltan en una pata llevando un paraguas desplegado como armadura ante las balas y silogismos, mientras los segundos se sientan, con o sin rituales automatizados, frente a sus pantallas para programar la realidad virtual que desplaza y se fusiona con un vértigo exponencial a la realidad cotidiana.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 5.11.2020
Antes me preguntabas si iba a ingresar la información
como se ingresa a un cuarto, bueno,
o el sol ha comenzado a quemar
sus manuscritos, o yo soy un idiota, un idiota
con mis once anillos semipreciosos.
Ben Lerner
Leyendo una entrevista al filósofo Byung-Chul Han por parte del diario español El País, con motivo de la aparición en castellano de su último libro, La desaparición de los rituales, una de las palabras que servían de eje a su argumentación, el dataísmo, una especie de religión de los datos a la cual analiza como “una forma pornográfica de conocimiento que anula el pensamiento”, evocó en mis sinapsis la homofonía a otra palabra, una casi antitética si se quiere, prácticamente en las antípodas de todo lo que codifica la palabra dataísmo.
Esa otra palabra, tatuada en la memoria artística del siglo pasado, es nada más ni nada menos que dadaísmo. Entre ellas media una letra, basta con intercambiar la t por la d, o viceversa, y, sin embargo, hay un abismo de significados, bits, neutrinos, metáforas, bombas atómicas y laptops. Hay también atisbos de correspondencias y contundentes polaridades.
Explorar, en ningún modo explicar, cada una de ellas, los fenómenos, personas y trasfondos vinculados a ellas; conjeturar posibles relaciones, arriesgarse a jugar y escudriñar más allá del sentido común, acaso hasta desembocar en el quimérico año que vivimos, son algunos de los pretextos que catalizaran este escrito.
DADA NO SIGNIFICA NADA. Al menos ese postulado se incluye en el Manifiesto DADA de 1918. El nombre de la vanguardia habría emergido de las páginas de un diccionario, durante una de las primeras veladas del Cabaret Voltaire en febrero de 1916, abiertas espontáneamente (no podemos llamar azar al movimiento de abrir un libro que no es precisamente un libro cualquiera) por las manos de Hugo Ball, siendo la primera palabra que halló la mirada del poeta alemán.
Según un Diccionario de términos de arte, que reposa en la mesa sobre la que escribo, refiere el nombre infantil del caballo para los niños franceses y, en sentido figurado, algo en lo que uno se obstina denodadamente.
Otra versión refiere al primer balbuceo de los bebés. Hay una magia en ella que para los dadaístas no tenía importancia, o al menos así declaraban en un manifiesto, aunque el primero de ellos se abre con una afirmación: “DADA es nuestra intensidad”.
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#Esbozo dadaísta: En el diccionario enciclopédico Grijalbo la entrada Dada se encuentra entre Dachau, el campo de concentración nazi abierto en 1933, y, un par de nombres propios más allá, la palabra Dádiva, que signa un don gratuito. En la página izquierda del tomo hay una fotografía de tres hombres sentados.
El primero mira hacia el suelo, el del medio escruta a la cámara, y el de la derecha, con traje militar, mantiene replegadas sus manos sobre el regazo. Son Churchill, Roosvelt y Stalin en la conferencia de Teherán. Unas páginas más allá, aquella en la que debiera estar la entrada sobre el Dataísmo —el diccionario es de la década de los ochenta, de allí la sintomática omisión, que no lo era en ese entonces—, Charles Darwin y la evolución de las especies interpelan a las ventanas de nuestro cerebro.
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El termino dataísmo fue usado, en un sentido paradigmático, por vez primera en una columna de The New York Times, titulada The Philosophy of Data, escrita por David Brooks, publicada el 4 de febrero de 2013.
Ambas palabras comparten desde ya un punto común desde la perspectiva astrológica: fueron paridas cuando el sol transitaba la constelación de acuario, el único signo zodiacal que representa a un hombre, aquel que escancia el agua del conocimiento sobre la humanidad, a la manera de Prometeo, y al que se le adjudican atributos tales como la extravagancia, la frialdad emocional, la inventiva, el desapego, la rebeldía y utopía, el altruismo u exacerbado dogmatismo, la inteligencia abstracta y una creatividad ligada a la disrupción de las tradiciones, a las vanguardias.
Si hay algo así como una filosofía de los datos estamos aún en proceso de descubrirlo, aunque si convenimos en que los datos perciben al sentimentalismo como un satélite de hormonas disfuncionales (algo en parte evidenciado en las crispaciones de cualquier convivencia pandémica, amén por las máquinas que no tienen sañas personalistas hacia otros por tener cierto rostro u cierto modo de masticar o limpiar) y carecen de cualquier erotismo, es difícil vincularlos a esa erótica búsqueda de la sabiduría desde la cual nace toda genuina filosofía.
El dadaísmo es un agente corrosivo con propulsión a chorro que esgrimía el asco, la vitalidad, la espontaneidad y la simplicidad activa en contra del insostenible racionalismo cartesiano, la moral y la batería de soberbios factores eurocéntricos que desencadenaron la primera guerra mundial.
Ese conjunto que denominan “el marco europeo de debilidades”, dentro del cual se enmarca la cochinada dadaísta, asimilando y haciendo uso de las infectas condiciones de origen, como si estuviesen contra todo condicionamiento, tratando de desmitificar al arte como producto, a la belleza, al psicoanálisis, la filosofía y cualquier sistema con presunciones de acaparar y describir la realidad de un modo totalitario. Ejemplo de ello es el título del tercer manifiesto: «Manifiesto del señor Aa, el antifilósofo».
Ahora bien, como la antipoesía de Parra no sirve de epitafio a la poesía, sino como un enroque, una movida de piso que fustiga la obsolescencia de una vertiente lírica que levitaba en sospechosas latitudes, elaborando bromas terriblemente serias y situadas, la antifilosofía de DADA no abdica del quehacer filosófico u artístico, más bien ejerce una reinvención de formas y tonos, inclusive crea conceptos.
Quizá esté contra la repetición de las ideas, pero a favor de la novedad, pero no una novedad cualquiera, como se aclara en el manifiesto de 1918: «Me gusta la obra antigua por su novedad. Tan solo el contraste nos enlaza con el pasado.»
El dataísmo, en cambio, no es precisamente una ideología o una reconfiguración de tradiciones, sino más bien una religión, in strictu sensu, de la información, pues la etimología de la palabra re-ligión nos remite a la re-unificación: re-ligare, y la propensión a incluir todas las cosas y criaturas en una gran red de información, lo que se ha dado en llamar el Internet de todas las Cosas, es uno de los postulados fundamentales del dataísmo.
Sin embargo, no hay que reflexionar mucho para evidenciar el achatamiento de lo religioso en el dominio de la información: si hay algo religioso es solo una versión higiénica, traducida al funcional idioma de los bits y algoritmos, a una matemática amputada de mística y metafísica. Una religión deshidratada, panóptica, desritualizada: un dios holográfico interconectándonos y separándonos del ámbito que trasciende a la realidad inteligible.
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# Injerto holográfico: A mediados del párrafo precedente bajé las escaleras y vi la sucesión de escenas con que concluye The Truman Show; la tempestad, la voz del director bajando de las nubes, las manos de Truman tocando las paredes del simulacro celeste, hasta subir por las escaleras y fugarse del mundo espectacular creado para que viviera un cómodo engaño.
¿En qué diferimos de Truman confinados a nuestros gadgets, telellamadas, paredes y rutinarias relaciones? Truman es cada vez menos distinto a cualquiera de nosotros, nadie que se haya imbuido en el dominio cibernético con cierta ingenuidad es capaz de controlar qué o quién accede a su información.
Nuestro reflejo digital es un trashumante desperdigado en las nubes del ciberespacio, tal como los episodios íntimos de Truman se proyectaban en los televisores de bares y casas alrededor de la América espectacular.
Las tempestades en la nube del ciberespacio afectan directamente la ilusión de nuestra privacidad; las rejas que han proliferado alrededor de las casas como bozales para la hospitalidad y la posibilidad de una vida comunitaria, no son más que una endeble fachada: los espías están dentro de nuestros dispositivos, este texto no me pertenece, la cámara me enfoca y el rostro de quien escribe estas palabras se aloja en tantos recodos del ciberespacio como lunares hay en los ciudadanos de Hong Kong.
Está bien, tal vez exagero, pero no creo que el número sea mucho menor, aunque la cantidad es arbitraria, pues una vez migrando en los pasajes virtuales con el transcurso del tiempo una imagen o un escrito pueden llegar a… tú versión transhumana del 2098.
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El 7 de agosto se cumplieron 75 años del lanzamiento de la bomba atómica Little Boy sobre lo que era, antes del impacto, la ciudad de Hiroshima, y luego un campo de escombros, cenizas, cadáveres, animales y niños y ancianas mutilados hasta en el microcosmos de las cadenas de ADN.
Para ese entonces Alan Turing y su equipo ya habían decodificado el código Enigma y en tres años publicaría su ensayo “Intelligent Machinery”, conceptualizando la que hoy conocemos como máquina de Turing.
Hace 104 años, en algún día de 1916, en pleno meollo de la Primera Guerra Mundial, meses antes de que comenzara a cobrar vidas la expansión indiscriminada de la gripe española, Tristán Tzara y la tribu dadaísta incineraban las preconcepciones lógicas y artísticas de cualquier tradición, amparado en esos insignes precursores simbolistas de Rimbaud, Lautremont y Jacques Vaché, inaugurando la vanguardia del dadaísmo en el café Voltaire.
Hace exactamente tres siglos el enciclopédico y punzante intelecto de Voltaire se nutría de la gastronomía parisina mediante la lengua que usaba para dar rienda suelta a su ingenio y criticar las convenciones sociales y religiosas. Tenía veinticinco años, imagino que leía vorazmente a los clásicos sin dejar de echar un vistazo a los periódicos del día y escuchar las conversaciones de sus congéneres.
Cien años después y algunos meses más tras esas primeras veladas de poemas simultáneos, exposiciones de pinturas, burlesque, bailes, caustico humor y camaradería en esa isla en medio de la tempestad que era Zúrich, gracias a la injerencia de la empresa Cambridge Analytica, y sus manejos del Big Data de al menos ochenta millones de votantes estadounidenses, fue electo Donald Trump.
Publicidad teledirigida a las personas cuyos perfiles generados a partir de comentarios, fotografías y me gusta en Facebook, fueron influenciadas deliberadamente en sus preferencias políticas por ser identificadas como volubles, dispuestas a cambiar su elección.
Que un sujeto tan caricaturesco del absurdo fascismo a la americana, del violento nonsense fáctico y discursivo en que se ha tornado el reality show político, haya cumplido el sueño americano de pasar encima de todos, enriquecerse y llegar a la cima del poder como propalado por una grotesca superchería solo es posible gracias al artificio de los analistas y manipuladores del Big Data.
De los dataístas interesados, que contrastan con los idealistas como Aaron Swartz, autor del Guerrilla Open Acess Manifesto y primer mártir del dataísmo, según Harari, quien se suicidó cuando era procesado judicialmente por liberar papers académicos abogando por la libertad de la información.
Y a quien debo agradecer, pues tal vez directa o indirectamente sus acciones permiten que pueda leer la tesis doctoral de Núria López, El pensamiento de Tristan Tzara en el período dadaísta, para enriquecer con citas, anécdotas y conceptos dadaístas este texto.
DADA vibra para crucificar al tedio, duda de todo, denuncia una enfermedad específica del sujeto europeo, esa que es su antítesis: son los selfcleptómanos. Algo así como adictos al robo de sí mismos, robadores de su propio ser: «Quien robe —sin pensar en su interés, en su voluntad— elementos de su individuo es un cleptómano. Se roba a sí mismo. Hace desaparecer los caracteres que lo alejan de la comunidad.»
Así dice en el manifiesto sobre el amor débil y el amor amargo. ¿Suena similar a la entrega de datos, a la exhibición del perfil en las redes sociales? Se infiere que los dadaístas son una tribu mancomunada, en la medida de lo posible y provisorio, en la expresión de sus respectivas y peculiares individualidades. Son tan vitalistas como misántropos del rebaño civil. No transan: denuncian y purgan toda camisa de fuerza, toda anodina homogeneidad y asfixiante normalidad.
Son aquellos que no hubiesen cambiado su voto porque antes hubiesen hecho una pira con los papelitos transfigurados en avioncitos y mimos desfigurados: «Las pirañas son simpáticos trabalenguas al prometer y censurar sus verdaderas intenciones. Agua privada y manos líquidas, qué bromista democracia.» Algo así anotarían en el vértice de la papeleta electoral. No un voto en blanco, un voto en materia gris.
Cuando Yuval Noah Harari aplica el dataísmo al desarrollo de la historia humana, diciendo que la especie humana podría entenderse como un único sistema procesador de datos en los que cada individuo es un chip, entendiendo así a la historia como un proceso para maximizar la eficiencia del sistema, no solo establece paralelos peligrosos para nuestra fluctuante condición humana, sino que admite tácitamente el curso de una evolución con la eficiencia como axioma mayor.
Algo que es difícilmente sostenible si uno asoma su nariz en cualquier entrópica metrópolis, estadísticas de patologías mentales y locación geográfica golpeada por algún temporal, avasallador incendio forestal, sequías sostenidas y otras manifestaciones de la bárbara intervención de la civilización industrial en el sistema planetario.
Si de eficiencia hablamos pregúntenles a los selk’nam, que pervivieron durante diez mil años en el desapacible y extremo territorio de Tierra del fuego, sustentándose exclusivamente con las escasas bondades vegetales y animales de dicho ecosistema.
Mientras se quemaba Roma, se disputaba la hegemonía religiosa en las cruzadas por Jerusalén, Magallanes moría sin completar personalmente la circunnavegación del mundo y Descartes soñaba en la misma noche con un melón, un diccionario y una antología de poemas, las tribus convivían en la isla alimentándose gracias a alguna varazón de ballenas, cazando guanacos y relatando los mitos cosmogónicos en torno a un fuego común. Hasta que llegó el hombre blanco con la palabra del Señor y los misioneros del rifle y la enfermedad.
No deja de tener razón Harari al plantear que somos un algoritmo obsoleto; efectivamente, el caudal de datos que podemos asimilar y organizar conscientemente —aproximadamente solo el 5% de los seis mil millones de bits de datos por segundo que recibe el cerebro— es menor al del computador en el que escribo. Elon Musk refrenda dicha perspectiva al aclarar que en cierto modo ya somos ciborgs por el solo hecho de usar nuestros smartphones y laptops como prolongaciones de nuestra conciencia.
Eso los conduce a afirmar la convergencia de humano e inteligencia artificial como un paso coherente en la evolución. Si no quieres quedarte atrás, úneteles. Sin embargo, está claro que acecha el riesgo de aumentar exponencialmente la desigualdad cognitiva entre nosotros y la élite con acceso a tecnologías como los biochips en los que trabaja Neuralink, la empresa de Musk que, de aquí a una o dos décadas planea poner en el mercado un dispositivo capaz de generar una interfaz fiable entre el cerebro y el internet.
Mientras el dinero y la acumulación del capital siga siendo la moneda transhumana es difícil saltar en dos patas con la utopía de las ciudades inteligentes. ¿Será posible un diálogo entre sapiens y transhumanos o el carácter misionero de los dataístas proliferará hasta convertir a los nómades análogos restantes por la razón o la fuerza?
DADA es un camaleón, está contra el futuro, diagnostica la enfermedad del zeitgeist de la burguesía europea en plena Primera Guerra Mundial y ofrenda placebos como bofetadas a las jetas de los mimos que replican opiniones como hábitos. DADA es la pesadilla de la técnica riéndose de todo y de sí mismo. DADA afirma la presencia por sobre la cultura, desmoraliza para fecundar la fantasía de los individuos. Los ecos del Zarathustra nietzscheano se cuelan en las imprecaciones y acicates esparcidos por los manifiestos dadaístas.
Pero no solo la moral cristiana y la piedad son atacadas como agentes negativos, no se propone un anticristianismo, sino un humano espontáneo, vital, versátil, terrible, tan idiota como creativo.
Es curioso remitirse a la etimología de la palabra idiota, tan usada en los manifiestos, pues originalmente no refería a una minusvalía psíquica u cognitiva, sino a aquellos simples ciudadanos que no participaban del ámbito político, de lo público, a veces solo por incapacidad económica o falta de recursos retóricos para intervenir en el ágora.
El idiota era, entonces, aquel que se circunscribía a sus particulares quehaceres (ιδιος, equivale a particular en griego). Que Tzara haya estado al tanto del dato filológico no se puede descartar, pues acaso por eso la elección de la palabra.
¿Cómo no ser idiotas recluidos en los hogares, jugando en un cabaret mientras el mundo se despedaza y legiones se masacran por procelosos dictados políticos? Qué idiotas que somos recluidos entre paredes, circunscritos al ágora virtual y la simulación en dos dimensiones de esta alucinación colectiva que convenimos en llamar realidad.
La inteligencia y la lógica son para Tzara agentes utilitarios, pensamientos mecanizados rentables para la ambición de intelectuales y políticos. Como decía Bergson, filósofo en boga durante la emergencia del dadaísmo: “la vida desborda a la inteligencia”.
Aquí tenemos una piedra de toque, un contrapunto entre dadaísmo y dataísmo. El valor de la inteligencia, ese atributo humano que tan inopinadamente se ensalza como virtud máxima, sin reparar en las horrorosas consecuencias que han tenido actos y descubrimientos gatillados por los movimientos del intelecto.
Como toda facultad humana puede ser usada tanto para el daño como para la compasión, para entroncar hábitos y objetivos como para desencadenar una guerra, organizar un genocidio, modificar virus y producir vacunas, adaptarse a medioambientes hostiles u explotar racionalmente los ecosistemas, dotarnos de las herramientas para procesar mayores caudales informativos, conectar periferias a la red global u inocular desinformación e ignorancia con respecto a acontecimientos, políticas y un largo etcétera de razonadas infamias.
Los dataístas están en pos de la traducción en datos de todo hecho, de resolver problemas, hallar la respuesta a las diversas ecuaciones, encontrar explicaciones y aplicar los resultados con fines funcionales, a veces para un privilegiado grupo de interesados empresarios u otras en pos de la desprivatización del conocimiento, de la libertad de la información.
Los dadaístas no bregaban en pos de explicaciones, no se esforzaban, procuraban abdicar de la hegemónica dialéctica de los pensamientos a posteriori, querían desprenderse de sistematizaciones propulsadas por un instinto de dominación, por un acaparamiento de la fluidez vital en la represa de las estadísticas y la normalización.
Buscaban la peculiaridad y ni siquiera la buscaban, estaban disponibles para el asombro de una invención repentina, por más ilógica que pareciera. La espontaneidad dadaísta antepuesta al registro dataísta, la celebración de la anomalía a la homogenización del individuo que exhibe su superficie informativa a cambio de anuncios teledirigidos y dosis de dopamina virtual.
Ahora bien, no son solo contraposiciones, pecar de generalizadores es demasiado fácil, por ejemplo, si al hablar de dadaísmo me refiero en gran parte a Tzara y su pensamiento, es porque él compuso los manifiestos y hasta ahora poco he leído a otros de los integrantes, como tampoco he explorado la ebullición de obras plásticas, pictóricas y audiovisuales de un Hans Harp, Man Ray o Picabia.
Me atengo a la literatura, pues la literatura es el hábito más afín a mi curiosidad. No son pocas las cosas que dadaístas y dataístas comparten, aunque pareciera que los primeros saltan en una pata llevando un paraguas desplegado como armadura ante las balas y silogismos, mientras los segundos se sientan, con o sin rituales automatizados, frente a sus pantallas para programar la realidad virtual que desplaza y se fusiona con un vértigo exponencial a la realidad cotidiana.
La piedad no parece tener cabida ni en la antifilosofía dadaísta ni en la banda ancha de los datos. Escasean los mistagogos tanto en los primeros como en los segundos, aunque los profetas de Sillicon Valley no le hagan el quite a la jerga bíblica, sino más bien la usen a favor de sus propósitos propagandísticos.
En la continuación del escrito continuaremos ahondando en esta veta de símiles y contrarios, visitaremos a un pensador que computa la conciencia u dota de conciencia a la computación, al zen, al lenguaje y la telepatía, la neófita vanguardia de poemas algorítmicos y uno que otros experimentos y lúdicas digresiones.
Esto no es un programa ni una suma de explicaciones, aunque no puedo evitar prolongar los ecos de esa intersección entre vida e información que son mis subyugantes cadenas genéticas, como también las dinámicas sinápticas condicionadas por la cultura que me ha cincelado (¿comprimido, dilatado, bifurcado?) y los pocos movimientos de timón con que he procurado orientarme en corrientes alternas con serena irreverencia.
Pido perdón de antemano por los ripios y taras dadataístas, pues confío en las humanas erratas y el humano perdón. Lego un poema dadaísta (o dadataísta) para añadir un evocativo colofón.
*
¿Qué queremos decir cuando hablamos del alma o
en la vida cotidiana
BALLET
CIFRAS ENSAYOS
Lienzo Verdeazulado
Barrio brújula la primavera
RIESGOS: experiencia de lo psíquico? DEL Homo sapiens sapiens.
llamaba por teléfono al azar DE LA “Sean realistas: pidan lo imposible”
Algunas decimos apuntando Dalai lama: otras especies
frase intuida Canto para una red de neuronas
vino a quedarse somos humanos por ejemplo,
Este es el meollo de la cuestión: ameba
si además computásemos la
necesidad de manifestarnos sin libretas de direcciones
Mágicos golpes. Pisa este papel:
Un huevo de dinosaurio.
*
***
Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, barista y brigadista forestal.
Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad. Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Póster del Matinée Dadá, en enero de 1923.