[Crónica] Dicotomía de la vejez en casa ajena

El porno de jabones fue un nuevo descubrimiento: el placer de ver cortar, afilar y desparramar figuras geométricas perfectas en esos videos gratuitos, causaba un placer instantáneo en Elena, como si su piel estuviese en contacto con los humedales nortinos.

Por Valentina Ariztía

Publicado el 6.2.2021

Cuando nos arrebatan un poco lo que consideramos “propio”, lo “nuestro”, el espacio de crecimiento personal y dejamos que con facilidad y agilidad lo hagan, estamos realmente ante un problema serio.

Ella era joven, pero su voz era fuerte. Le gustaba estar sola a ratos, y sabía fingir con facilidad dolores de estómago para que no la molestaran.

Tenía esa especie de empatía por las otras personas, era tanto que, si el otro cometía un error evidente, como una torpeza en confundir a alguien por la calle, o como dar vuelta un café en la polera de alguien, era la primera persona que se auto culpaba de los acontecimientos de un tercero necio.

Pero en el interior, había una especie de necesidad de confesar un vómito, muy carnal.

Dicen que algunos vómitos son más indefensos que otros. Hay gente que vomita amarillo, y puede ser que las cualidades de la vitamina c, o de los componentes alcalinos de la comida, sean mas deseados por la gente alegre y satisfecha de la vida.

Creo que ese tipo de personas son necesarias y sólo vienen a sanar, como esos niños índigos que te avisan antes que estás embarazada.

Pero en este caso, había una mujer que le interesaba más un buen karaoke y comida chatarra, antes que salir en masa a sonreír. El sólo hecho de pensar en todo ese sudor que se acumularía en un masivo encuentro grupal, le generaba terror inmediato.

La copa de vino reposaba sobre una mesa de madera de color intenso. Unos días antes, encerrada en su casa al oeste de un paisaje desértico, decidió encaminarse en la misión de “hágalo usted mismo”.

Y con todo el ímpetu de mujer desahuciada en aperitivos y cócteles, se pausó en aquella figura geométrica. La idea principal era pintar con la técnica de moda: “el envejecimiento”.

Esa técnica que venden como a $80 millones en el Homecenter pintada por un Don Carlitos y fabricada con restos de astillas de madera barata. Pero en fin, la idea era la idea y no podía ser abandonada.

El blanco no pegaba y había olvidado un gran detalle, ya no estaba sola, allí yacía el polvo y las pequeñas arañitas buenas, esas que no son de rincón y matan a las malas.

Los libros estaban todos acostados de manera horizontal y otros amontonados tapando las portadas de carátulas infantiles y fotos de otrora época.

En aquella casa, existía un fuerte contraste entre lo material y entre los deseos. Por una parte, habían recuerdos, memorias y muchísima nostalgia contraída en los objetos. Un reloj colgaba en la pared, sonaba fielmente durante 47 años, puntual, jamás se desubicó en informar otra hora que la que indicaba en el presente.

Era literalmente un reloj de pulsera, su diseño medio oxidado de color cobre impregnaba el lugar habitado en emociones clandestinas, como de barcos, piratas y zonas donde alguna vez el pescador fue abundante. Inmediatamente contiguo, paralelo y separado por un botón de luz, pendía una pintura roñosa.

Su borde de madera, antiguo de ajetreo en autos de carrocería frágil, había sido percudido en las esquinas por la ansiedad inmediata de llegar puntual. La tela aún seguía vigente, la pintura con tonos grises y rosas pasteles inundaban el recuadro nostálgico de un matrimonio pasado que fue feliz y glorioso.

La cara de la mujer en ella era algo fría, de piel grisácea y tosca, con pelo enrizado y con mirada dura, como queriendo siempre decir algo. Y él, con un semblante perdido bastante soñador, con ojos de niño y cuerpo desarrollado, pero temblando, siempre temblando.

Habían ratos extensos y sobrios, donde ella se dedicaba a observar aquella pintura. Evocaba memorias dulces y risueñas de un pasado aromático y tierno.

Ahora, con su copa de vino en mano, y con una mesa sin pintar, descolocada por la incertidumbre del rechazo a lo antaño, trataba de respirar. Las respiraciones eran cortas, costaba bastante mantenerlas, había mucha precisión en ejecutarlas.

De repente, como si nada, volteó a ver la esquina del sillón aglomerado en revistas antiguas y diarios de la zona, roñosos y con ese olor tan característico de papel desgastado, tinta vencida y recuerdos varios.

En una de las noticias antiguas, había un título curioso que la hizo detenerse: “Está bien odiar, dicen los expertos en psiquiatría moderna”.

Agarró el papel arrugado y entre doblado y su mirada empezó a divagar en un espacio atemporal. Estaba leyendo, pero eran de esas lecturas dobles. Esas que cuando las analizas, se va paralelamente pensando en la historia propia, algo indocumentada y perdida, necesaria de buscar.

Y ahí estaba ella, tratando de hilar, de poder conjurar contra todos los antepasados, el motivo de su rechazo a la obsolescencia.

Todo lo que estaba ahí puesto en aquella habitación, lugar y casa, se condecía precisamente con un agotamiento inmaterial, con un desgano pero también con un intento. Todo estaba puesto con una clara intención, como si cada elemento se alimentara a través del otro y viceversa, una especie de feng shui para la tercera edad decrépita.

El polvo ya no era un tema, había sido costumbre que desde pequeña Elena pudiera inmiscuirse entre el lodo y los humedales norteños. Cuando pequeña, saltar en los lechos de barro adyacentes a los ríos era su rutina favorita, y por supuesto, quedar manchada era un propósito útil.

Fueron tantas veces los retos y las idas a la casita del lugareño “mágico”, que sus super poderes de sobrevivencia todo lo podían.

Había aprendido de los aymará, el poder distinguir entre una llama y una alpaca, y es que era sumamente relevante porque el corte de las extremidades eran diferentes dependiendo del animal, netamente por su grasa.

La llama es grasienta, se necesita más fuerza que la común para poder abrirla. Elena había convivido un buen tiempo con el “Sunnipe”, lugareño que además de tener dotes para cazar, se dedicaba a recolectar quínoa, un súper alimento que es capaz de mutar con diferentes funcionalidades.

Elena convivió con él durante un año y medio, y el polvo era un condimento, como la sal y la papa, nunca faltaba en la mesa.

Las esquinas concentraban una mezcla entre polvillo y químico insecticida. Los aromas habían permeado de tal manera, que ella era parte de la mejor selección, pijama ahumado al vino tinto. No servía tampoco echar algún aromatizante, todo estaba vacío en cuanto a artículos de limpieza se tratase.

La alacena estaba repleta de toallas absorbentes, como insinuando el tapar constantemente alguna que otra mancha líquida, pero nada para poder sanearlo completamente.

Cubiertas, sólo cubiertas sobre otras, así se pasó la tarde, observando las maneras de ocultar ciertas situaciones y dejarlas en una órbita de misterio.

El trabajo fue el peor de todos, costoso y soporífero. Se decidió a dejar ese pasado somnoliento y se flechó por los videos gratuitos de “porno de jabones”.

Una chica comienza a delimitar líneas estrechas con un cuchillo cartonero filoso, parte un jabón sencillo, de esos baratos que se pegan en la parte donde reposan. Empieza haciendo líneas horizontales y luego verticales, dibujando profundamente las rayas.

Luego de manera suave y delicada, comienza partiendo el jabón de una sola pasada, sacando la tajada completa viéndose caer cada cubito en forma piramidal, desparramando una ola de plástico rosado aromático.

Porno de jabones fue un nuevo descubrimiento en la cita auto medicinal de las 00:00 horas PM, el placer de ver cortar, afilar y desparramar figuras geométricas perfectas, causaba un placer instantáneo en Elena.

Luego, una abrumadora escena rellenaba la cita. La mesa de comedor, estaba saturada de remedios con etiquetas azules y verdes.

Las azules consistían en medicinas más serias, de vitalidad tomárselas puntualmente, en cambio las verdes, eran suplementos para que las primeras no ejercieran un daño peor, como úlceras o reflujo intestinal.

Los remedios se esparcían en una bandeja de plástico y se surtía de algunos aceites, vitaminas y café negro.

Elena ya agobiada de la situación, se sentó a mirar programas “cero”, que en sencillas palabras, trataban de tv shows mediocres en contenido intelectual, como una clara finalidad de sobrevivir al hastío de tener que analizarlo todo siempre constantemente.

Antes que llegara el codependiente de avanzada edad, se acurrucó sobre el sillón con sus guantes de lana cortados hasta la mitad, envuelta en un abrigo también de lana, medio felposo, color tierra.

Abrió una caja de lata de galletitas surtidas y partió por sacar fotografías raídas y amarillentas, repentinamente, todo era color tierra, grisáceo y rosa pastel.

 

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Valentina Ariztía (1993) es geógrafa titulada en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, con diplomado en Adaptación al Cambio Climático. En la actualidad, se desempeña en la tramitación de la Ley N° 20.249, más conocida como “Ley Lafkenche”. En su tiempo libre gusta de escribir eventualidades de la vida diaria, ficciones de medio tiempo y crítica cinematográfica. Pueden leerla en su blog: https://mujerdistraida.wordpress.com/

 

Valentina Ariztía

 

 

Imagen destacada: Valentina Ariztía.