Alejado de la calidad narrativa de los cuentos de la autora argentina Samanta Schweblin —dice nuestro crítico— apareció publicado esta suerte de relato extenso, en donde la expectativa generada por su anterior volumen produce en el lector una cierta decepción, aunque a su favor la traducción inglesa del libro obtuvo el Premio Shirley Jackson a la mejor novela corta en 2018, y también fue una de las seis nominadas al prestigioso Man Booker International, en su edición de 2017.
Por Francisco García Mendoza
Publicado el 7.3.2019
La argentina Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) publica en 2014 la novela Distancia de rescate (Literatura Random House). Anteriormente, el libro de cuentos Pájaros en la boca (2009) auguró la aparición de una escritora notable, con una prosa filosa muy particular ligada quizá, temática y estilísticamente, a la narrativa de su compatriota Mariana Enríquez.
Alejada de la calidad narrativa de sus cuentos, aparece publicada esta suerte de relato extenso, en donde la expectativa generada por su anterior libro produce en el lector cierta decepción. Como ya es común, Schweblin presenta un texto que trabaja con la contención, pero que definitivamente no termina por cuajar en una historia sólida.
Schweblin va soltando de a poco la información contextual que sostiene al relato, su poética tiene que ver con la intuición, con la especulación personal, previa y posterior, que el lector va aportando en la medida en la que avanza la lectura. De esta manera, la narrativa de la argentina exige un sujeto activo y participativo, dispuesto a ir completando los espacios oscuros y las ausencias que Schweblin deliberadamente expone: “El punto exacto está en un detalle, hay que ser observador” (14).
La novela va de un diálogo que intenta reconstruir una historia que al principio nos es un tanto ajena. Los personajes intentan darle sentido al presente que es inquietante. Las voces de Amanda, Carla, David y Nina se entrecruzan para ir armando una fabulación en donde se trabaja con los sentidos y que, de a poco, van revelando el estado agonizante de la protagonista y su relación con la amenazadora vida en el campo argentino actual.
En esa ruralidad aparece un caballo macho, representación simbólica de lo que es, sobre todo, la estabilidad económica de la familia. El animal es un préstamo, una suerte de crédito a mediano plazo en donde los intereses a pagar tienen que ver con la producción y explotación del potencial reproductivo del semental: “El trato era que él pedía el padrillo y se lo dejaban dos o tres días. Cuando los potrillos se vendían, un cuarto del dinero iba al dueño del padrillo. Eso es mucho dinero, porque si el padrillo es bueno y los potrillos se cuidan bien, cada uno puede venderse entre 200.000 y 250.000 pesos [argentinos]” (18).
En un momento del relato el caballo macho se pierde por dos minutos y esto ya anuncia una debacle económica en la familia. La desgracia parece instalarse sobre sus cabezas. La desesperación comienza a dominar a la protagonista hasta que logra darse cuenta de que el animal simplemente ha desaparecido de su vista, pues al encontrarlo unos metros más allá de su campo visual pareciera que las finanzas (que no existen materialmente en ese momento) se estabilizaran nuevamente.
La presencia/ausencia del semental viene a mostrarse como una suerte de metáfora de la especulación financiera sobre la que se sostiene la actual economía neoliberal, sobre todo la latinoamericana. Frágil, cambiante, inestable e incierta: “Qué alivio, me acuerdo perfecto, suspiré y dije en voz alta, “si te perdía, perdía también la casa, desgraciado” (19)”.
En otro momento del relato, el caballo enferma y nuevamente reina la incertidumbre: “Mandó a llamar urgente al veterinario, vinieron algunos vecinos, todo el mundo preocupado corriendo de acá para allá, pero yo volví desesperada a la casa, saqué a David que todavía dormía en su cuna y me encerré en el cuarto, en la cama con él en brazos para rezar. Rezar como una loca, rezar como nunca había rezado en mi vida” (21).
Lo que envenena al caballo también lo hace con su hijo David, la desgracia simbólica es también familiar, literalmente. Es en este instante en que el relato adquiere esa impronta sobrenatural que caracteriza la narrativa de Schweblin, la única manera de salvar a David es recurriendo a una suerte de migración espiritual, transfiriendo el alma del niño del cuerpo enfermo a un cuerpo sano y extraño. El resultado es un monstruo.
Si bien Distancia de rescate tiene que ver con mucho más que con la importancia o significación de un caballo macho, al ir avanzando en su lectura la imagen del animal se me transformó en una obsesión. Pasaba las páginas y el caballo seguía ahí, como acechándome callado. Porque la literatura provoca eso, esas fijaciones extrañas que varían de lector a lector y que enriquecen enormemente la lectura.
Distancia de rescate va de gusanos, intoxicaciones, pesticidas sobre los cultivos y los efectos sobre las personas, animales muertos, la comunidad envenenada. La desconexión entre dos sujetos, el hilo que se tensa y la distancia que une y a la vez separa. Distancia de rescate está bien, porque si lo obvio es reflexionar sobre el impacto de la industria sobre las comunidades, la aparición breve de un caballo en un punto de la historia abre también múltiples posibilidades de interpretación.
La traducción inglesa del libro obtuvo el Premio Shirley Jackson a la mejor novela corta en 2018, y también fue una de las seis nominadas al prestigioso Premio Man Booker International, en su edición de 2017.
***
Francisco García Mendoza (1989) es escritor y profesor de Estado en castellano y magíster en literatura latinoamericana y chilena titulado en la Universidad de Santiago de Chile. Como creador de ficciones, en tanto, ha publicado las siguientes novelas: Morir de amor (2012) y A ti siempre te gustaron las niñas (2016), ambas bajo el sello Editorial Librosdementira.
Imagen destacada: Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978).