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Doce pasos: La literatura es cosa de vida o muerte

Existen pajaritos que pululan cerca de editoriales independientes, ferias de libros independientes, editores independientes que no saben leer inglés y traducen a A. Ginsberg agitando sus pañuelos. Suelen sacarse selfies con libros en la mano. Prologan o antologan. Se juntan, beben cerveza en bares míticos de Plaza Ñuñoa creyendo tal vez que de esa forma serán recordados en el futuro como Los Jorge Teillier, Los Enrique Lihn, Los Huidobros, Los Alejandro Jodorowkis del siglo XXI.

Por Luis Felipe Sauvalle

Publicado el 3.4.2019

Jorge Teillier retó a duelo a Enrique Lihn por líos amorosos. Su odiosidad mutua era conocida. Teillier se había agarrado a combos con Lihn en la SECH luego de la presentación de un libro. Sus visiones sobre la poesía eran diametralmente opuestas. Dos mundos no sólo distintos sino incompatibles. Una o dos mujeres de Lihn fueron robadas por el lárico. Se citaron a las 10 de la mañana en la Quinta Normal. Ambos llegaron con sus respectivos padrinos, pero el lugar de reunión -un parque con más de 36 hectáreas-  era tan extenso y poco preciso que estuvieron horas dando vueltas, tratando de encontrarse, nerviosos y ansiosos, pensando que el contrincante había sido un cobarde al no presentarse. Nunca se encontraron y probablemente nunca más volvieron a verse. Detrás de la anécdota se oculta una convicción: la literatura es cosa de vida o muerte.

Es que en esos tiempos la poesía importaba, la literatura importaba. Eran otros tiempos se dirá. Eran los tiempos en que la poesía chilena se tomaba por asalto los salones de la elite mundial. Pablo Neruda se ubicaba como la voz de la izquierda latinoamericana en el mundo. Flotaban en el aire las ganas de hacer algo, se hacía poesía para “comunicar lo indecible”. Medio siglo después reina el silencio. No existen escritores de poesía y no existen ya lectores. Existen pajaritos que pululan cerca de editoriales independientes, ferias de libros independientes, editores independientes que no saben leer inglés y traducen a A. Ginsberg agitando sus pañuelos. Existen estudiantes de posgrado ojerosos posteando por redes sociales frases de Baudelaire, Rimbaud o Ciorán dejando bien en claro que el mundo es una mierda y que se suicidarán en cualquier momento. Suelen sacarse selfies con libros en la mano. Prologan o antologan. Se juntan, beben cerveza en bares míticos de Plaza Ñuñoa creyendo tal vez que de esa forma serán recordados en el futuro como Los Jorge Teillier, Los Enrique Lihn, Los Huidobros, Los Alejandro Jodorowkis del siglo XXI. Hacen performances. Poesía visual. Escriben versos lacerantes que no dañan a nadie. Todo sirve a condición de que al respecto no se pueda decir nada: un “me gusta” de rigor y a otra cosa mariposa. De vez en cuando se mandan una performance (en este apartado anótese especialmente el nombre de Felipe Alberto Cussen Abud). Todos juntos, en patota. En reafirmación constante, como letanía: “sí, pertenezco a la tribu” (léase Héctor Hernández Montecinos y Enrique Winter). Olvidan que Alfonso Alcalde se suicidó en la más absoluta pobreza, sólo y deprimido en lo que él llamaba “la Galaxia de Tomé”.

Este espíritu de autosatisfacción no me molestaría si el producto de tantisimo ritual no fuera tan re malo. Quien puede criticar a Vicente Huidobro asistir vestido de arlequín al baile de máscaras de 1912 en el palacio Concha-Cazotte, si después se despacha Altazor. La de Huidobro, como toda gran obra, es universal. Digo que hoy tenemos lo opuesto: se escribe para el propio entorno. De lectores nada. Al lector se le teme. El acto de leer, es visto con desconfianza. A partir de ahí, cualquiera puede ponerte en tela de juicio.

Claro, existen libros con sucedáneos de poesía (leerlos requiere un despliegue de paciencia), teóricos de la poesía, editoriales de poesía pero hay algo que falta: poetas. ¿Dónde está el poeta joven, que más allá de la pose cultive el amor por la poesía? En la web abundan las malas lecturas del surrealismo, poetas pséudo-jóvenes que ponen unos gatos, el juego gato, una especie de caligrama (imagino que mal leyeron a Juan Luis Martínez), poetas que ponen mensajes hallados en un celular comprado en el Persa. En las estanterías la situación es peor, títulos como El paltarealismo dan arcadas. ¿Es que cualquiera que tenga una mínima cultura puede construir una “propuesta poética”?

En Chile hay más poetas que carabineros; de calidad, poco y nada. Salvo honrosas excepciones (Yanko González, los hermanos Rubio) los poetas dejaron de hacer la pega. Hasta ahora se la están llevando pelada. Habría que interpelarlos por abandono de labores, tal como se hace con los ministros. Es como si estuviéramos en un país donde la liga de futbol de la poesía fuera del nivel de la cuarta división de Qatar. Y no por falta de talento, sino por flojera (“pura inspiración, cero método”, Bolaño dixit). No quieren correr. No quieren entrenar. Como son todos malos hacen buenos partidos, para un reducido público: ellos mismos.

Por el contrario la novela pertenece a un ámbito mucho más serio y riguroso. Estoy pensando en el esfuerzo intelectual, artístico y arquitectónico que implica construir relatos lidiando con problemas como la verosimilitud, la progresión, el argumento, los personajes, el tiempo narrativo. Así las cosas, hacer novela resulta más noble. Somos los narradores (algunos, no todos) los que estamos dando cara. Es cierto, que todo narrador chileno al escribir se cuadra con la tradición de la poesía chilena, no pretendo desconocer la deuda. Es que una novela necesita un lector que siga dando vueltas las páginas del libro a pesar de que la tetera lleve un buen rato silbando o que el niño de cuatro años tenga hambre. Un lector de novela es la negación del capitalismo libidinoso. Una novela no cabe en un tuit, ni en un whatsapp, ni en un caligrama. Una novela, por pobre que sea, no cabe en la muralla de Facebook.

A veces me gustaría batirme a duelo con el representante de la poesía joven chilena, sea quien sea. Un duelo para saldar concepciones estéticas opuestas. Un duelo de verdad, exigir satisfacción, lanzar el guante. Un enfrentamiento entre caballeros con pistola en mano, espalda contra espalda, padrinos y testigos de fe, citados al despuntar el amanecer en el campo de honor. Alguien debe morir o al menos salir herido. Como dijo el carnicero, no temo a la sangre. ¿Alguien estaría dispuesto a defender las leyes que rigen su interpretación del mundo circundante? Lo dudo.

 

Luis Felipe Sauvalle Torres (1987) es un escritor chileno que obtuvo el Premio Roberto Bolaño -entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y que reconoce las obras inéditas de jóvenes entre los 13 y los 25 años- en forma consecutiva durante las temporadas 2010, 2011 y 2012, en un resonante logro creativo que le valió ser bautizado en los ambientes literarios locales como “El Tricampeón”.

Asimismo, ha participado en múltiples ocasiones en la Feria del Libro de Santiago de Chile, así como en la de Buenos Aires y ha vivido gran parte de su vida adulta en China y en Europa del Este. Licenciado en historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile es el autor de las novelas Dynamuss (Chancacazo, 2012) y El atolladero (Chancacazo, 2014), y del volumen de cuentos Lloren, troyanos (Catarsis, 2015). También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

«La musiquilla de las pobres esferas» (1969)

 

 

«Para ángeles y gorriones» (1957)

 

 

Luis Felipe Sauvalle

 

 

Crédito de la imagen destacada: Los poetas Jorge Teillier y Enrique Lihn, fotomontaje de Culto de La Tercera (http://culto.latercera.com/).

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