Este largometraje del realizador danés Nicolas Winding Refn (el autor del filme «The Neon Demon») asume el riesgo de contar una historia policial, género del cual existe una idea más o menos aceptada colectivamente: se sabe que los malos tienen que ser muy malos y que deben haber muertos. Pero la cinta está impregnada de un ambiente de misterio, dándose incluso el lujo de terminar con un final ambiguo, que no se acerca a lo que se podría esperar. Una película de persecuciones muy bien hechas que no es Rápido y furioso, con una atmósfera enrarecida que recuerda discretamente a Mullholand Drive, en donde los diálogos son escuetos y la información se va entregando con cuentagotas. Una sorpresa.
Por Juan José Jordán
Publicado el 16.5.2018
Al momento en que el espectador llega a ver cualquier filme los personajes ya han tenido experiencias significativas. Quizás la muerte de algún familiar, un matrimonio turbulento de poco tiempo, etcétera. Esas experiencias y otros factores personales se traducen en algo fundamental: el modo particular en que interpretará el mundo y desarrollará sus puntos de vista, rasgos esenciales para que pueda generar credibilidad y no sea solo una maqueta.
Ahora bien, la gran pregunta es como ir entregando esa información.
Una alternativa es que hable: situarlo en una mesa cualquiera y se de a conocer él mismo con alguien de su círculo de confianza o bien, escuchar lo que otros dicen de él. Es cierto que de esa forma se le abre una ventana al espectador de mundos que hasta ese momento no conocía del personaje. Pero surge entonces un problema de perogrullo: sería tonto que en cada situación, por insignificante que fuera, comenzara a hablar de su vida con lujo detalle, a no ser que la película se llamara “El insoportable” o algo por el estilo. Esto es lo que cada narración busca resolver a su modo: como entregar la información referente a los distintos personajes. Algo no menor.
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La forma en que Drive lo resolvió es muy particular. Antes de pasar al análisis, veamos a un pequeño resumen. Un tipo trabaja en un garaje mecánico y como doble de cine en escenas de riesgo automovilístico, ayudando también a escapar a criminales una vez cometidos sus atracos. La situación se mantiene sin altibajos hasta que conoce a Irene, su joven vecina, quien por esos días está sola porque Standard, su marido, sigue preso. Al volver se entera que debe dinero a unos mafiosos para pagar la protección que recibió adentro: cobran cada día más y la situación es insostenible. Se ofrece a ayudarlo en la huida para realizar el robo del que lo obligan a participar, así podrá cancelar la deuda y su familia estará a salvo. Como es de esperar, no sale de la mejor manera y la historia asume giros inesperados.
Del protagonista no sabemos prácticamente nada. Se trata además de alguien sin nombre. Los demás se refieren a él con un impersonal “muchacho”, “chico” o “conductor”. Sin nombre, sin pasado. Porque un nombre es una historia. Acompaña a través de las diferentes experiencias y además, es la primera instancia de diferenciación con el resto, algo básico para el desarrollo de la identidad. No tenemos información de su vida, nada, a excepción de lo que sabemos por boca de Shanon, su jefe en el taller: que llegó hace seis años en busca de trabajo y cuando se dio cuenta de su asombroso talento lo contrató a tiempo completo con la mitad de la paga regular. De donde venía o como fue su infancia, ni una palabra, un poco en sintonía con el comienzo de El guardián entre el centeno [1] de Salinger. Ahora, la diferencia es que en ese caso de todos modos podemos conectarnos con la humanidad que vibra en cada palabra y conocer sus puntos de vista, a pesar del expreso deseo de eliminar datos de su pasado.
De Shanon hay un poco más de información. Más que estar a cargo del taller, es una especie de manager no muy definido; es quien le consigue las escenas donde debe arriesgar su vida en persecuciones y volcamientos, cobrándole sin empacho la mitad de su paga por comisión; colabora en la preparación de los autos y probablemente también en la coordinación con delincuentes de poca monta para robar locales mientras él espera afuera hasta manejar a un lugar seguro y está intentando que Bernie, uno de los grandes jefes de la mafia local, le haga un préstamo para comenzar en el negocio de las carreras de autos. Su conductor para él es una especie de gallinita de huevos de oro. Está consciente del enorme potencial que tiene, pero de todos modos mantienen una relación que bien se podría llamar de afecto.
Tiene, además, un rasgo físico ligado estrechamente a la historia: nos enteramos que su cojera se debe a que en los ochenta trabajaba como asesor para películas consiguiendo los autos para las escenas de alto riesgo, pero cobraba de más. Es codicioso y a su manera modesta, pillo y astuto, en la medida de lo posible. Bernie se lo perdonaba; dentro de todo le tiene simpatía y le gustaba tenerlo cerca. Pero cuando hace lo mismo con unos amigos de Nino, socio de Bernie, no se la dejan pasar tan fácil y le quiebran la pelvis. Las relaciones se basan en un estricto código moral, inquebrantable. Los personajes parecieran estar presos de este esquema o bien, aceptarlo como medio de pagar sus errores en vida. De otro modo es difícil entender por qué mantendría relaciones laborales con Bernie en el presente de la historia, después de vivir un episodio de esa naturaleza.
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La situación con el conductor, en cambio, es diferente. No hay información, solo silencios y lagunas, que permiten entender por omisión: su silencio, la violencia que a ratos se apodera de él, como si fuera un poseído por algo. Por ejemplo, cuando está terminando un café y se le acerca un desconocido. Le pregunta si se acuerda de él: es un amigo de su jefe al que el año pasado trajo desde Palm Spring. Al poco tiempo contrataron a otro conductor, pero no funcionó: quien le habla terminó preso y su hermano muerto. Pero tiene otro trabajo, si quiere… antes que le pueda dar las indicaciones, el hasta hace cinco minutos apacible tipo, advierte: cállate o te hago tragar tus dientes por la garganta. Sin levantar la voz, sin que se le altere un músculo, lo que lo vuelve más amenazante: no es un asunto personal, no se trata de rabia, simplemente se corría el riesgo de vulnerar la regla; no maneja dos veces para la misma persona y lo hace siempre de forma anónima.
Lo que se aprecia también en su hábitat íntimo: vive en un departamento vacío con una tv casi como único mueble, utilizando el manejo como modo de zen de habitar en el mundo, en donde el pensamiento se limita a responder al aquí y ahora y todo debe ser exacto. Los rasgos distintivos de su personalidad son una chaqueta con un escorpión en la espalda que se pone siempre cuando no está en el garaje, el mondadientes que mantiene en la boca y su silencio contenido, que relega las emociones con las que prefiere no lidiar. Como cuando están en el auto e Irene le dice que el abogado de su esposo le notificó que Standard volverá la próxima semana. Están en una luz roja. Pero cuando dan la verde maneja con la vista fija al frente, tranquilo. Aprieta con fuerza el manubrio y eso sería. No acelera como podría hacerlo, al tiempo de sacar la cabeza por la ventana gritando, reacción que correspondería a otro tipo de personaje, más impulsivo y ridículo. Pero tampoco es que él no pueda explotar, lo que pasa es que lo dosifica con cuentagotas y nunca deja de tener el control total de sus impulsos y reacciones.
Lo que se ve claramente en la memorable escena del ascensor: está con su vecina, al lado va un tipo que identifica al instante como un enviado de los Capos: se acerca a Irene, le da un beso, el primero y único de toda la película, al menos ante la cámara, segundos muy bellos con una iluminación especial: abruptamente tira al desconocido al suelo y le da una impactante paliza, que en algo recuerda el castigo final que recibe el bandido en Irreversible, del franco-argentino Gaspar Noé. Cuando termina su orgía de violencia, se abren las puertas y ella sale al instante sin disimular la impresión. Lo que hace excede la estricta defensa personal: es como si algo hubiera visto o sentido cuando estaban abrazados que le hubiese hecho sentir un profundo vértigo ante una pérdida total de sí mismo, que lo llena de terror. También puede ser que simplemente había que eliminar como fuera a la amenaza, dejando la mente en blanco. El largometraje es generoso en ambigüedades de este tipo, lo que le juega a favor.
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Se ofrecen escasas certezas, una fracción de la punta del iceberg: ¿Por qué, por ejemplo, decide asumir como propio el asunto de Standard? Se ha visto tocado en lo más profundo en la relación cercana con la chica y su hijo. Para un tipo con escasa relación con el mundo implica que se conecte en términos emotivos con otros, en donde su autodominio no le sirve de mucho: claramente hay algo, una corriente subterránea que se llama humanidad de la cual él tampoco está libre. Por eso también es tan revelador el contraste que implica Irene: ya sea en la pequeña relación que tiene con el protagonista o cuando ya ha regresado su esposo; ahí es el único lugar donde hay afecto desinteresado, donde los actos son acorde a los sentimientos de quienes los profesan.
De hecho, ella es la única que le dice si no será peligroso su trabajo como doble de cine, tratándolo como una persona, y por lo tanto vulnerable, mortal y no como el eterno hombre de titanio indestructible que Shanon y sus cercanos le hacen sentir, alimentando ese sentimiento para seguir obteniendo réditos. Donde, en definitiva, las personas pueden cometer errores, pero existe el perdón, el amor, no un código que al final se convierte en la mejor excusa para no tener contacto íntimo con la propias emociones.
El resto de los personajes se permite tener una contradicción entre sus acciones y sus emociones, como cuando (alerta de spoiler) Bernie debe asesinar a Shanon por pedido de Nino: junto al conductor son las únicas personas que lo podrían incriminar en el robo del local, por lo que deben desaparecer. Y así lo hace, de forma indolora y rápida, con un corte certero que le produce un desangramiento eficaz. Pero no está conforme: en la toma que sigue, una vez que guarda el cuchillo en su pulcra caja de vidrio, se sienta en el sillón y se puede ver el malestar que lo agobia. No fue gratuito, en ningún caso. El código prevalece, es un orden al cual todos los personajes, en mayor o menor medida buscan acercarse. Estar cerca del orden es también estar cerca del control. Lo otro, las emociones, son como un caos que pueden tener una fuerza peligrosamente avasalladora de la que más vale estar resguardado.
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La película asume el riesgo de contar una historia policial, género del cual existe una idea más o menos aceptada colectivamente; se sabe que los malos tienen que ser muy malos y tienen que haber muertos. Pero la obra está impregnada de un ambiente de misterio, dándose incluso el lujo de terminar con un final ambiguo, que no se acerca a lo que se podría esperar. Un filme de persecuciones muy bien hechas que no es Rápido y furioso, con una atmósfera enrarecida que recuerda discretamente a Mullholand Drive (2001), de David Lynch, en donde los diálogos son escuetos y la información se va entregando con cuentagotas. Una sorpresa.
Notas al margen: *La actuación de Ryan Gosling en el rol protagónico merece mención aparte, pues logra encarnar bastante bien la contención y la actitud de samurái. *Shanon, a su vez, es interpretado por Bryan Cranston, quien personificara a aquel mítico profesor de química, Walter White. Un papel menor en esta ocasión, pero de todos modos sirve para apreciar su gran nivel.
[1] “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es donde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, que hacían mis padres antes de tenerme a mi, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles de eso”- Comienzo de la novela El guardián entre el centeno- J.D. Salinger – (The Catcher in the Rye – 1951).
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