«Ejercicios contra el Alzheimer», de Virginia Benavides: Las hojas son tuyas

El último volumen bautizado por la autora peruana es un libro cuya estética literaria consagra un lenguaje que en su praxis verbal se rehúsa a ser dejado en el olvido, y el cual propone una vieja y nueva sanación artística para un idioma irremediablemente agrietado, y lo que es peor, quebrado.

Por Nicolás López–Pérez

Publicado el 1.6.2020

 

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El ajuar de una introducción

Ejercicios contra el Alzheimer (Andesgraund Ediciones, 2019) me confirma una vez más lo rebelde y poderosa contra la lengua castellana que es la energía que bombea el gran corazón de la poesía peruana. Virginia Benavides (Lima, 1976) no solo nos invita a dislocar el adentro y el afuera de las palabras con las que se abre paso contra el olvido, sino también nos muestra la actitud cinemática del pensamiento con que se hace poesía, siempre en cuidado y estado de secuencias frágiles.

La poesía es ya un estado que permite el final de las palabras. Su desintegración y paso a otra forma de cuerpo, de estallido. Un poema es una bomba de racimo que se libera en la mente.

La poesía es ya un estado en que tragar el veneno y darle cara es un repliegue íntimo de resurrección. Y es una maniobra frente al modo de presentación en que una voz enciende la luz de su experiencia.

La experiencia como uno de los materiales de construcción del pensamiento que no se trata, sino que se conduce hasta un grito que se ha fugado antes que la Atlántida propia se hunda. La experiencia es amenazada por el olvido. En estos tiempos, la interacción se revuelve entre experiencias. Lo que se vive. No es primordial lo que se dice, lo que se hace, sino lo que el mundo le hace a uno. Las primeras anotaciones del cuaderno de Alzheimer donde uno sigue siendo uno mismo hasta que el cuaderno ya no puede volver a ser leído.

La poesía o el instante donde empieza o termina el mundo, del que dígase existir para que exista la poesía. O al menos, siga apagándose y encendiendo como ocurrió en un momento —creíase— perdido hace miles de miles de años en Piura, en alguna escena milenaria a orillas del río Rimac, ayer al interior de un patio bajo el cielo peruano o en algún periplo por el lugar donde se encuentra la playa con el desierto. Su recuerdo es tatuaje. No se sabe de esos instantes que vuelven a ser materia oscura en el universo. La poeta tatúa, lo que construye como una casita para ese instante mágico. Los ejercicios como dibujar casitas. Y adornarlas.

La memoria es, tal vez, una casa que se vuelve a habitar después de un tiempo. Una casa que contiene casitas, encuentros, fugas y habitaciones. La memoria es una casa cuyo ajuar se reconoce parte de una historia que se cuenta en un puñado de palabras más o menos organizadas.

 

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Anamnesis de la experiencia

La primera página del libro, más allá de esos espacios en blanco tan típicos, muestra una ilustración de un árbol deshojándose progresivamente. Y no un árbol cualquiera, sino en un juego visual da para atisbar ahí, un rostro de perfil. Con todo, una imagen arquetípica.

En la soteriología judeocristiana, el árbol tiene un lazo místico con el ser humano. Esto es, en el árbol una posibilidad de salvación. En Ex (3, 2-4) hay una manifestación de lo divino al ser humano, el árbol de la zarza que arde sin consumirse en presencia de Moisés. Del árbol, una señal del destino y un sentimiento de fecundidad y regeneración. Un llamado, como la memoria. El árbol de la memoria como una gran biblioteca que acomoda los elementos de una vida, las experiencias, las mutaciones, sus frutos y flores. El árbol de la memoria es la obra que se hace al andar. Su deshoje tiene algo que ver con la posibilidad de una nueva vida, de un nuevo año.

El Alzheimer es el desprendimiento prematuro de una capa de la memoria. Es aleatorio. No avisa, aunque viene. El Alzheimer que viene a buscar los recuerdos para sacrificarlos. El libro de Virginia Benavides oculta, como Rea ocultó a Zeus, esos pedacitos de vida para brindarles otro destino del que estuvo escrito. El olvido, tarde o temprano. Y de ese destino, una sobreescritura, escribir encima de lo que yacía escrito. Un palimpsesto de maneras de aferrarse a ese acantilado para no caer tan pronto y perderse en el mar.

Dos lados en el sonido de este libro. Dos remixes a partir de dos epígrafes cortesía de Alejandra Pizarnik y Jorge Teillier. En el caso de la primera referencia, una frase —de tipo consigna, fuerte, empapada de energía— del diálogo “Los poseídos entre las lilas” (1969): “Mi único país es mi memoria y no tiene himnos.” En el caso del poeta chileno, en “Despedida” de su libro El árbol de la memoria (1961), unas líneas de interés: “Me despido de la memoria / y me despido de la nostalgia / —la sal y el agua / de mis días sin objeto—”. Remixes o excusas para poner de relieve la relevancia poética del trabajo de Benavides, en un espacio donde la poesía se conecta con más poesía y con esa humanidad fraguada en la cloquera magnética del universo.

 

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El país y los archivos

Abre la carpeta, dónde están los poemas, ¿a dónde se han ido? Metamorfosis. La poesía como un conjunto de ejercicios, procedimientos y saquitos de signos y símbolos; de pensamientos y emociones en proceso. Primera idea, programa de orden de los archivos del país que es este libro: El signo es descifrar —resanando— una lengua agrietada. La idea, por cierto, en paráfrasis de lo que dice la página decimoquinta. Creo que esta es la primera pista que tomo.

Y desde ahí, mis ojos intentan escudriñar, pero las terminaciones nerviosas de mi cabeza me golpean a través de sonidos como oxidación, insonoridad, alas de luciérnaga, lengua, herida, ausencia, salir a flote, suspenderse, no ser. Estar y no estar, en los ejercicios de memoria. En realidad, de recuperación, de retorno posible. Una cabeza que se pone a recordar cuando tenía cuerpo y el cuerpo era el templo de las emociones, una urdimbre que compromete al lenguaje así: “Zumba que zumba atrapo esta imagen y aspiro mi zumo para recordar (…) Nada, que dice nada (…) La resistencia indomable que roza mi lengua y la electrocuta. He ahí el nudo que me desnuda”. Lo deshecho se recompone desde la imaginería del que teme ser otro. Absorber un mundo y chocar en un libro. Para recordar que se escribió.

Una especie de porque escribí es que estoy vivo, parafraseando un verso de aquellos del poeta Enrique Lihn, un sí y un no, un aporema. Conocí el Alzheimer desde más o menos cerca. Mi bisabuelo materno lo tuvo, y el deterioro no solo era suyo, sino de todas las cosas y personas que iba tocando. Ojala pudiera haberlo enfrentado de mejor forma. El abuelo por afinidad de mi hermano también estuvo sujeto a esa disminución neurocognitiva. Por suerte, tenía una pequeña bitácora donde anotaba lo que no quería olvidar. De hecho, por ahí va la escritura, para continuar con vida esas cosas que van enterradas por la erosión del acervo de cosas posibles en un disco duro.

Y Benavides se pregunta: “¿Qué libro era el que presenté anoche?”. Donde ya no importa la escritura, sino su conjunto. Algo que no se quiere perder. Algo que es aún peor. Olvidar el libro. Su forma, su materia, su materialidad. Una renuncia a la posteridad, ¿o qué? Un trabajo de hacer funcionar la mente a partir de ejercicios e inquietudes. La pregunta viene como una forma de pensamiento. La escritura que comienza preguntando por el libro que presentó anoche pasa por las venas del texto que sucede, hablo de “Las extensiones de luz demorándose en el ojo de mirada interna”.

Mi único país es mi memoria. Pienso en lo de Pizarnik y en estas hermosas líneas de este libro: “Mi país no es mi país. Es un rencor, un dormirse con hambre, una puerta entreabierta al vacío donde una escalera de emergencia te espera.” Y cuando mi país no es mi país, un escondite que no tiene himnos, y cuyos ritmos y cantares son la cuerda que anuda las palabras para guardarlas en código imaginario. El nudo es un gran quipu que resuena en tu mente, cuando lo vas leyendo. La prosa que se atrinchera aquí es ese gran quipu. Si las palabras se acaban, sigue adelante.

Un país que viene a sangrar en el poema. Un país que es mucho más que una geografía. El Perú, de todas formas, como una herida siempre abierta. Un desplazamiento, un lugar donde reclinar la cabeza y estar ya no en alerta. Mi país es la poesía. Y a través de ella, sanar, sanar mirando esas diapositivas que son proyectadas en el telón mental con palabras. Con las palabras de las huellas propias.

“Nadie diría ‘vamos a buscarla que se va a podrir’ porque tal vez ya estoy podrida (…) De pronto todo se escurrió como mi níspero en las manos. Debí quedarme en ese patio para siempre (…) Debimos desbordar los cauces del río que nos retuvo, pequeña (…) Debimos desbordar los cauces y nadar como recién nacidas (…) Nunca tuve un vestido azul ni zapatos rojos que dijeran que me iba a llevar bien con el mundo de los colores (…) Escribo desde el derrumbe de no encontrar cauce que calme este dolor de ser (…) Ahora no despiertas más y te quedas adentro, colgado en la pared de una sala.”

Y las huellas más allá de la sintaxis y la semántica, sino lo que se padece en y con el cuerpo. Solo queda decir adiós a algunas sensaciones y atesorarlas para la posteridad en un pedazo de lenguaje ardiendo.

 

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La despedida de los días

De mis días volviendo a leer Ejercicios contra el Alzheimer, voy pensando como la lluvia limpia el mundo y revisita algunos recuerdos de otras lluvias en casa. Este libro me recuerda ese tópico clásico de la poesía universal, la infancia. Un álbum de fotografías que —según esos susurros bien romanticistas de la literatura— constituye una patria. El idioma alemán tiene una de esas palabras clave como es Heimat. Este ruido tiene varios sucedáneos de traducción. Puede ser entendido como patria, infancia, lugar de origen, lugar donde uno creció. Tal vez todo eso en una licuadora. Lo mismo pasa con la metáfora que hace Martin Heidegger con los verbos ser y estar, con su puesta en el ahí, en el Dasein, en lo que sería un “habitar”.

El poeta Roger Santiváñez inaugura uno de los caminos donde podemos transitar en la restauración de la memoria ya restaurada antes de este libro. Expone las virtudes de una “aliteración visionaria” y nos traslada en un viaje continuo, entre las diferentes distancias, de la patria poética. Dice: “Esa verdadera patria que es la infancia para los auténticos poetas (…) La vida adulta entonces parece convertirse en cierta recompensa de la carencia mediante la creación”. En ese sentido, Benavides transforma la energía del ejercicio de volver atrás, de gusanear entre los recuerdos, como un hecho poético. Un ejercicio de concentración íntimo, donde puede esperar hasta habitar su voz más interior.

Está lloviendo afuera. Siento las gotas que caen sobre todo lo que se interpone en su paso al centro de la tierra. Gotas que caen encima de los árboles en este otoño rancagüino, árboles que han resistido al paso de la estación, árboles que están dejando caer sus pieles amarillas. “El agua de mis días sin objeto”, acompaña Teillier con la música. En el desierto puede llover. En algunos desiertos llueve. En algunos desiertos algo florece. Pienso en el desierto florido que ocurre a unos mil kilómetros de aquí. Este es un libro como la lluvia que cae. Las gotas insisten en quedarse pegadas a la tierra. Se evaporan, tarde o temprano. Como las palabras de un poema al transformarse en mariposas que vuelan lejos hasta desvanecerse cuando creímos tenerlas en las manos.

“Desciertos” es la segunda parte del libro, como una bitácora de días sin objeto. Con un mundo a cuestas, una sujeto que vuelve cierta la vida que transcurre en un desierto. Virginia Benavides deja rastro en el camino que toma por el desierto que no es sino una de las distancias que separa al lenguaje de saber quién es. Un lenguaje con una mecánica perpetua y recursiva, un sujeto en confrontación, su reflejo, un otro que se funde en un hermoso viaje, en un regreso y una partida, una catábasis y una anábasis del cuerpo en contacto con otros cuerpos.

Despedirse de la mente. De la memoria y de la nostalgia. Del pensamiento y la emoción. Estados que permite el poema: «Un abrazo de silencio y un rayo bajo la almohada, curitas de insolación. Desciendo. Revelado de cielo, proyecto de ausencia. Todo se fosiliza. Despierto». Y acto seguido: «Irse yendo para adentro. Llegar a los lejanos riscos y desprenderse de sonido como un poema perdido». La experiencia del repliegue y lo que se sabe perdido.

Si hay pérdida, hay encuentro. Imágenes en un mosaico que vamos armando con sensaciones, miedos y vistazos, con una dirección a veces aleatoria, otras certera, dice la poeta: «Todos los horizontes conducen a los ojos de tu madre /…/ Aguárdame que vuelo en sien, disparo de agua para encontrarte». Un libro dedicado para la madre y la hija, ab ovo. Un libro escrito en el intersticio de ser madre e hija. Un libro quizás escrito con la fuerza de las demás mujeres filiales, con un lenguaje que hace migrar las palabras desde la razón al sentimiento, de ida y regreso, a galaxias que son criar y sanar. Migra el cuerpo de la poeta, tarda —como poetiza Mario Montalbetti—: “lo que dura cruzar el desierto / lo que dura cruzar la palabra” (en Fin desierto y otros poemas).

Tal vez el Dhammapada —en la versión de Carlos Manzano— tiene razón cuando dice: “nuestra vida es la creación de nuestros pensamientos”. Y en los pensamientos, repositorios de imágenes, emociones, recuerdos y lenguas que recuperan en pequeñas películas, fotogramas que agitan el ánimo en una gran “noche mental”, como habría situado Santiváñez en el prólogo.

Un libro que consagra un lenguaje que se rehúsa a ser dejado atrás. Y que habla de una vieja nueva sanación a una lengua agrietada. Las hojas del árbol de tu memoria son tuyas. Las hojas son tuyas. Las hojas que caen. Las hojas de tu cielo privado. Las hojas de tu infierno privado. Las disecaste en un hermoso álbum. «Cada día que nos dolía vivir».

 

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Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) es poeta y abogado de la Universidad de Chile. Codirige la microeditorial & revista Litost, administra la mediateca de poesía “La comparecencia infinita” y sus últimas publicaciones son Coca-Cola Blues (Ciudad de México: Vuelva Pronto Ediciones, 2019) y Escombrario (Santiago: Contraeditorial Astronómica, 2019).

 

«Ejercicios contra el Alzheimer», de Virginia Benavides (Andesgraund Ediciones, 2019)

 

 

Nicolás López-Pérez

 

 

Crédito de la imagen destacada: Andesgraund Ediciones.