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«El abogado del diablo»: Tenerlo todo, no es todo

El escritor y juez chileno realiza su quinta entrega como columnista cinematográfico, en un texto que comienza a dar vida y espesor al volumen que durante el presente año lanzarán en conjunto el Diario «El Heraldo» de Linares y su símil «Cine y Literatura», con la integridad de estos artículos, una vez ya publicados en su totalidad.

Por Víctor Ilich

Publicado el 28.2.2020

666: número de hombre, según dice el Apocalipsis de Juan. Lo que es acorde a lo aseverado por Al Pacino, en El abogado del diablo (1997), filme de Taylor Hackford, protagonizado por Keanu Reeves y el legendario actor estadounidense. La expresión que ocupa Milton, el personaje que interpreta Pacino como el diablo, es más precisa, ya que derechamente se reconoce como un humanista. Interesante declaración.

El hombre y la mujer al centro del universo y cada uno con su propia cosmovisión. Ejerciendo su derecho a la deconstrucción y a la autopercepción de su identidad y entorno.

Y es en este ejercicio que la tentación de construir becerros de oro a los cuales adorar, a falta de lo que llaman Dios, o la edificación de egos del porte de una catedral, bajo el yugo de la dictadura de la popularidad, siguen siendo un apetito latente.

Es revelador cómo el filme reconoce expresamente una máxima de la experiencia inevitable de negar: la presión lo cambia todo.

La presión de triunfar, de querer tener siempre el control o todo bajo control, la presión de cumplir con los plazos, de atender a los hijos, de cuidar a los padres, de concretar las propias metas, de ayudar en las metas ajenas.

Todo puede generar presión, la ansiedad se encarga de eso. Si la presión es el tamaño del motor, la ansiedad es el combustible dispuesto a la combustión.

La presión de las circunstancias es nuestra propia y personal presión atmosférica: en nuestro mundo interior, nuestra atmósfera.

Es en este contexto que lo que creíamos insignificante se puede convertir en un monstruo, lo pequeño siempre tiene ese potencial ante la presión o aflicción de levantarse como un gigante. Hasta un resfrío común, si nos encuentra mal parados, nos puede derribar. Un virus puede ser tan o más letal que un arma nuclear, la fusión de átomos puede competir con un índice de contagio.

Las crisis generan presión, los cambios también. Chile lo sabe, octubre otra vez.

El abogado interpretado por Keanu Reeves, que en esta película lo gana todo en los juicios, no quiere perder, siente la presión de la posibilidad de perder. Tiene un bello apartamento, una bella esposa, un buen trabajo, tiene aspiraciones y metas. Tiene dinero. Mucho. Lo tiene todo en su momento. Pero no lo tiene todo: le falta paz y no aquella paz alusiva a la falta de problemas o cosas pendientes, no aquella que se sustenta en la ausencia de conflictos, esa paz solo se alcanza en el cementerio. Siempre hay algo por hacer, o como decía mi abuela: si no es pito, es flauta.

Siempre hay algo que nos quiere distraer, siempre está el riesgo de que surja algo o alguien que nos pueda confundir. La aflicción es el pan nuestro de cada día. Y en la lógica del ladrón, la máxima, dicen los entendidos, es robar lo que más se pueda. Quitar la paz —léase bienestar integral— es solo un pedazo de la torta. Otros dicen que la maldad no solo mata, roba y destruye, sino que también saquea lo que más se pueda. Y la paz está dentro del botín.

La maldad más sofisticada es aquella imperceptible, invisible, soterrada, aquella que no se ve venir, la que se disfraza de luz, la que se viste de túnel de una sola salida. La que leuda de a poco toda la masa.

La estrategia más usada por el mal, arguyen algunos, es la estrategia del desgaste: debilitar hasta vencer y esa victoria pasa por subyugar, arrebatar y destruir.

Podemos rebelarnos a tantas cosas, pero rebelarse a la propia tentación de practicar el mal es solo para valientes, dicen otros. Al final de cuentas, dañar siempre es dañar.

Es por eso que quizás hay quienes sostienen que quien practica el mal es esclavo de él.

Cada cierto tiempo no falta quien me pregunta frente a hechos de gravedad, un asesinato, una violación o abuso a menores de edad, si la persona imputada puede estar loca o desquiciada. Podría ser, pero también advierto para su asombro: existe también la maldad. La historia está llena de ejemplos escalofriantes.

Si la libertad es el precio del exilio, según podría sostener Jean Paul Sartre, escoger rebelarse contra el mal es solo el comienzo del camino que nos puede volver a llevar a casa. Una casa donde tenerlo todo, no lo es todo, ya que reconocernos como seres necesitados es una pobreza que no todos están dispuestos a admitir.

La maldad existe. Quizás por eso se necesita de abogados. Alguien que nos defienda. Al fin y al cabo, la maldad también es patrimonio de la humanidad. Algunos reparan sobre esto, que en el relato del Génesis el hombre y la mujer habrían sido creados al sexto día y que en el capítulo 6 del primer libro bíblico se registró cómo la maldad del hombre se había multiplicado. Es cierto, otros afirman que nos moviliza la narrativa, incluso las ficciones autoflagelantes.

No faltará quien sostenga que creer en el diablo puede ser infantil… y que creer en los abogados puede ser un acto de fe: a ratos somos tan infantiles y en otros, tan confiados. Tampoco faltan los pesimistas o los realistas que afirman que es necesario que algo cambie para que todo siga igual, lo que se conoce como gatopardismo.

Si no hay nada nuevo bajo el sol, vencer con el bien el mal se levanta como una consigna que la historia confirma útil, provechosa y constructiva.

La presión siempre lo cambia todo y la violencia engendra violencia incluso a través de mecanismos institucionales. ¡Qué novedad!

Al final de la película, el diablo reconoce que su pecado favorito es la vanidad, en otras palabras, lubricar el apetito humano y conectar sus necesidades a los impulsos insaciables del ego.

En definitiva, se puede vivir sin creer en el diablo, pero no creer en los abogados puede ser un sacrilegio. Mediante la ley es posible abrir cerrojos. La ley es clara: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Y si se es nietzscheano, la muerte de Dios nos permite convertirnos en César y así ocupar su lugar. Es decir, todos podemos llegar a ser César: por la razón o la fuerza. Al Pacino tiene razón: vanidad, el pecado favorito.

Si todo es vanidad, de seguro hay un vacío en el corazón que tratamos de llenar, y recordé decir a alguien que la semilla de la compasión es siempre una solución a ese vacío: compasión del rico frente a las necesidades del pobre y compasión del pobre frente a las necesidades del rico, ya que sabemos que tenerlo todo, no lo es todo.

El prójimo siempre es el próximo y alejarnos no cuesta nada. Dicen que el diablo —el mandinga, el cola de flecha, el innombrable— es especialista en dividir reinos. ¿Quién lo podría saber? Quizás un abogado.

 

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Víctor Ilich (Santiago de Chile, 1978). Egresado del Instituto Nacional «General José Miguel Carrera» y de la escuela de derecho de la Universidad Finis Terrae (Chile), en la cual estudió becado. Es abogado y juez titular de un juzgado de garantía en la Región de O’Higgins.

Es autor de más de una docena de obras literarias, tanto reflexivas como poéticas, entre ellas se pueden destacar La letra mataDisparatesCada día tiene su afán y El silencio de los jueces.

Durante el año 2018 dirigió el taller literario “Ni tan exacto ni tan literal”, impartido a otros jueces penales y como fruto de ese trabajo se editó el libro Duda, un conjunto de relatos breves escritos desde la perspectiva de la duda, que buscan la reflexión en el ámbito judicial.

Actualmente, es columnista en el Diario El Heraldo de Linares, de la Séptima Región del Maule.

 

«El abogado del diablo» (1997)

 

Imagen destacada: El abogado del diablo (1997).

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