En la labor de recuperación del coliseo de la calle Agustinas como el fundamental y único escenario lírico del país (patrimonio de ese bien común, espiritual y castigado que se denomina cultura nacional), emprendida por la gestión del alcalde Felipe Alessandri, el título del compositor austriaco que se exhibe actualmente en el tradicional escenario capitalino (con sus dos distintos elencos), vendría a representar la consecución de un logro tanto artístico como administrativo.
Por Deysha Poyser
Publicado el 16.6.2019
La noche del viernes 14 de junio fue el estreno estelar de El caballero de la rosa en el teatro Municipal de Santiago. La denominada comedia para la música del compositor alemán Richard Strauss y libreto de Hugo von Hofmannsthal, fue estrenada en Dresde un 26 de enero del año 1911.
Preludio para tiempos convulsos, ciertamente: la decadencia y la caída del imperio Austrohúngaro y el estallido de la Primera Guerra Mundial cambiaron la fisionomía de la cultura occidental. No es difícil entonces justificar el que esta ópera mire con sus formas al pasado. Se suele decir que Strauss describe con ella un giro conservador, entonces nostálgico que contrastaría con sus propias creaciones anteriores de corte vanguardista como Elektra o Salomé. Se dice que Strauss al igual que Mahler revivieron las formas del romanticismo en la modernidad, casi como en un gesto regresivo. Pero todo esto se matiza y se vuelve discutible si rasguñamos sus obras con la propia sensibilidad; yendo directamente al encuentro musical.
Bajo la notable dirección musical de Pedro Pablo Prudencio, El caballero de la rosa que oí en su versión estelar, causó una gran ovación del público. Ovación que, según antecedentes de la época, se repitiera corriendo el año 1937 en el mismo Teatro con motivo de su primer estreno en Chile. La segunda y no la última que oyera el público santiaguino del germano -primero fue Salomé (1930), luego Elektra (1984) y Ariadna en Naxos (2011). Toca encontrar en la experiencia aquello que pueda indicarse como la constante de su apreciación.
Despejemos. La historia es un melodrama que, si no se dispone de suficiente atención y humor, raya en la grosería o cuando más en la sociología de la Viena del siglo XVIII. Una madura y poderosa mujer, la Mariscala y por entonces princesa María Teresa de Wendenber, tiene por amante un jovencito, el conde Octavian, cuyo enamoramiento despierta en ella sentimientos encontrados.
Vislumbra su ocaso y con ello el brillo de la juventud que añora. Esta conciencia hace espacio a una delicada y extraña compasión que la mueve a distanciar a su amado. Ha descubierto el amor, uno que no responde a interés. Un hombre de alcurnia venido a menos en todos los sentidos, el Barón Ochs, lo contrasta. Primo de la susodicha, encarna los bajos intereses con ridícula gracia. Su arribo al palacio tiene que ver con su compromiso con una joven: Sophie, hija de mercaderes, los nuevos ricos.
En el intertanto y dada la abrupta entrada del primo a la escena, Octavian improvisa un disfraz de criada: Mariandel. El personaje es acosado por el Barón hasta el hartazgo. El todavía insospechado -por desagradable compromiso del que la cándida Sophie es parte-, lo encarna la entrega de una fría rosa de plata perfumada con rosas de Persia; un lujoso oximorón que puede simbolizar el amor convenido. La costumbre indica que debe ser entregada por un caballero emisario; la Mariscala ofrece a Octavian para la tarea. Despedido y agrio, Octavian no sabe que va al encuentro de un nuevo amor.
La joven muchacha al conocer al Barón, naturalmente desea rechazar al ineluctable prometido, el joven Conde la apoya en su decisión y se involucra en un absurdo duelo. La tensión del cuadro no se resuelve ahí, sólo una urdida treta que pone en evidencia la calidad del influyente Barón lo lograría. Mariandel es revivida y la serie de personajes secundarios que describieron hasta ahora los elementos costumbristas y vistosos de los actos, anudan sus funciones hundiendo al Barón. La Mariscala irrumpe en el desarrollo de este cometido, resolviéndolo a su modo. Su irrupción resuelve el verdadero problema, el que ella misma anunciare en el primer acto: el maldito día en que su amante amare a otra. Benditos y resignados los tres, los amantes y la Mariscala logran entregarse al destino amoroso de cada cual.
El trabajo del régie (Alejandro Chacón), de vestuario (Adán Martínez) como el de la escenografía (Sergio Loro) y la iluminación (Ricardo Castro) destacan por su equilibrado cuidado; acompaña con austeridad la pesada porción estética que se lleva el oído. Esta ópera en particular se apoya fuertemente en la palabra y su musicalidad. De hecho, las actuaciones dependen de ella más que de cualquier otro gesto corporal. Con todo, la riqueza sutil del despliegue dramático reside en la fuerza de sus imágenes, no tanto en las visuales como las del campo sonoro.
Muchas decisiones que parecen advertir un retorno a la tradición se trastocan en este sentido por su valor en la obra. En esto conviene seguir los comentarios del director a cargo de la versión internacional Maximiano Valdés en su entrevista con la revista del Teatro. Si bien pareciera que Mozart inspirare a Strauss en lo tocante a la temática de la ópera, en el ámbito tonal destaca la total disolución del sistema armónico. En vez de pensar en un plan maestro, donde cada paso da cuenta del camino y su fin, aquí existen múltiples desvíos, retrocesos, paisajes inusitados…
Esta modalidad es propia de los herederos del Tristan und Isolde. En este sentido destaca la elocuencia de las tonalidades escogidas, no en relación a un esquema mayor, sino en la relación específica con determinadas pasajes de la historia, engrosando la expresividad de tales. Por ejemplo, el Fa sostenido mayor que aparece cada vez que la rosa es presentada dibuja con un brillo melancólico el amor que encarna, brillo que se refuerza con los recursos tímbricos orquestales. Lo mismo con las funciones del Mi mayor y bemol, fuerza invisible que domina ciertos pasajes intensos entre Octavian y la Mariscala.
La trama que establece la modulación de la palabra y la música surge rica también y en el mismo sentido: a modo de ejemplo, cuando el Barón Ochs aparece, cuyo canto se escucha particularmente hablado, se oye un Do mayor y un motivo musical que lo identifica, de tal manera que su presencia emerge como tejida con la música, mucho más que los diseños musicales de los otros personajes protagonistas, que se recortan desde el fondo delineados, como haciendo sombras en el espacio. Se podría decir que con Ochs, la orquesta se luce con el temperamento de una voz de fondo.
Respecto de la tesitura de las voces también se puede deducir un valor estético. Tiendo a considerar como melodramáticas aquellas situaciones que no reconocen resignación alguna; como aquellas que se mantienen tensas, polarizadas innecesariamente. Podemos pensar del espectro vocal utilizado como un recurso que refuerza el carácter de melodrama, cuyos elementos huyen del centro. Ninguna voz protagonista es tenor, la imagen global impresa es un carismático timbre a causa del bajo barítono (Johannes Stermann como Barón Ochs) y de las soprano y mezzo femeninos (Paulina González como Mariscala y Evelyn Ramírez como Octavian): dos extremos.
Se dice que usar una voz femenina para la voz de un joven, en este caso Octavian, era una vieja costumbre en total desuso y que retomara Strauss, entonces un anacronismo, sin embargo, Octavian llama poderosamente la atención por su situación de travestido. Es un personaje sincero que entabla con la Mariscala una relación de tierna complicidad, cuyo carácter se percibe como efecto de la cercanía de sus registros. Los pasajes más conmovedores de la pieza están a cargo de este par -en particular al final del primer acto y al final del último y tercer acto- más la voz de Sophie.
El valor de la palabra es explorado con sensibilidad. No sólo destaca el exhibido por el libreto cuando, por ejemplo, vuelve un recurso cómico la distancia entre la lengua aristócrata y la popular, sino el exhibido en la partitura, es decir, cuando la musicalidad de la palabra se hila con la orquestación. Relación demasiado sutil y densa. Poniendo atención, no es difícil comprender que ciertos pasajes de esta ópera, como la entrega de la flor, sean tocadas de forma independiente o que una se halle motivada a repetirse con audífonos determinados pasajes, sólo por el gusto de evocar ciertos tonos emocionales logrados por este notable tejido.
Si acaso se le puede acusar a Strauss por esta obra de volver sobre viejas formas, no sea sino antes reparando en que todo lenguaje echa mano a su pasado, hasta el más pueril se inserta en una tradición, así el poeta es el lujo del presente y el músico ni siquiera necesita decir su justificación, la hace existir.
La versión estelar de El caballero de la rosa se presenta nuevamente este martes 18 de junio desde las 19:00 horas en el escenario del Teatro Municipal de Santiago, Ópera Nacional de Chile.
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Deysha Poyser es licenciada en ciencias biológicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y actualmente es tesista de la misma casa de estudios a través de su programa de licenciatura en estética. Sus intereses e investigaciones académicas y personales se enmarcan en una preocupación por una reflexión fenomenológica consistente sobre lo vivo, la vida, la subjetividad y la experiencia. Cultiva su amor por las artes en su tiempo libre.
Tráiler 1:
Tráiler 2:
Crédito de las fotografías utilizadas: Municipal de Santiago, Ópera Nacional de Chile.