Esta obra es un largometraje documental indispensable para analizar audiovisualmente la trayectoria política reciente de Chile, porque no nos cuenta la gran Historia, sino sus intersticios, una microfísica, un discurso que, como todo arte, crea, da forma a lo informe.
Por Francisco Marín-Naritelli
Publicado el 20.09.2017
«Lo pasado es la raíz de lo presente. Ha de saberse lo que fue, porque lo que fue está en lo que es».
José Martí
La búsqueda del padre es tópico recurrente en la literatura y en las películas, un espacio de reflexión acerca de los orígenes perdidos u olvidados, un vínculo primario, la identidad, pero también una lucha por el reconocimiento. Tal como Telémaco, el hijo de Odiseo, o del personaje de Juan Preciado en «Pedro Páramo», de Juan Rulfo. Es el caso de «El color del camaleón» (2017), largometraje documental galardonado con el Premio Mejor Dirección y Premio del Público en el último SANFIC 13, y dirigido por Andrés Lübbert.
El director belga-chileno nos habla de Jorge Lübbert, su padre, un destacado camarógrafo de guerra, quien, luego de ser secuestrado varias veces fue obligado, durante la Dictadura (1973 – 1990), a trabajar para los servicios secretos, huyendo finalmente a Alemania. Pero su exilio no es ni remotamente parecido al del resto, en esa historia, su historia, es vigilado por la Stasi, sospechoso de ser un agente de la DINA.
Las motivaciones de Andrés por su padre se explican por la distancia y el silencio. Mediante un montaje que incluye videos familiares, fotografías y otros documentos, podemos ir descubriendo quién es Jorge, más allá de su personalidad retraída, esquiva y parca, vemos cómo la pared comienza a trizarse, reflejando los fantasmas íntimos, los complejos, aquellas oscuridades que a veces forjan a los seres humanos a partir de situaciones dramáticas. Porque nadie puede ser considerado completamente bueno o malo, más allá de esta dialéctica un poco ilusa, caricaturesca, moral, hay un matiz, un balance, una porosidad que sin justificar del todo las acciones, nos permite comprender, contextualizar.
En esta pieza documental, entonces, encontramos dos búsquedas. La de Jorge con su pasado y la de su hijo, Andrés, con su padre. Juntos arman el puzzle, no sin dificultad, de un pasado inconcluso, de una historia personal y política con hondo valor universal. Una búsqueda, que también se plasma a nivel narrativo, porque nosotros los espectadores vamos reconstruyendo poco a poco, cómplices, cómo un hombre es deshumanizado por la dictadura militar chilena, cómo un cuerpo es transmutado en artefacto, máquina espuria, objeto y dispositivo de tortura y de espionaje.
«El color del camaleón» es una de esas películas indispensables, porque no nos cuenta la gran Historia, sino sus intersticios, una microfísica, un discurso que, como todo arte, crea, da forma a lo informe. Porque hablar de lo inenarrable es precisamente darle existencia, pero no para revivir el trauma, sino que, en un sentido terapéutico, transformarlo en un ejercicio de reconciliación, de reencuentro con el propio pasado. Y no tan sólo eso: también con la memoria de un país. Un acierto, sin duda, que vuelve la mirada, con la urgencia de siempre, acerca de nuestra historia reciente, marcada por la sangre y por el horror.
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