Y como no me es posible evitar las analogías literarias, aunque vengan cargadas de fatalidad, recuerdo que, en 1977, le ocurrió una tragedia semejante a Hernán Díaz Arrieta, Alone, cuando se incendió su casa de Beaucheff, consumiéndose todo el material bibliográfico y pictórico que atesoraba el crítico chileno, Premio Nacional de Literatura 1959.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 11.2.2020
Carlos Eduardo Saa, escritor porteño y amigo común, con quien disfrutamos, hace poco, un grato almuerzo en casa de los Ortega Brunning, me dio la aciaga noticia, el pasado 9 de febrero: un voraz incendio dejó convertida en irreparables cenizas la casa de Hernán Ortega Parada y Annabella Brüning en Olmué.
—Todo se perdió —me decía Hernán, a través del teléfono. —La biblioteca, los voluminosos ficheros de escritores chilenos (también el tuyo, Moure, aunque no sea el más importante…), pero, lo que más me duele, son los textos, documentos y cartas de Aysén, donde viví durante las décadas del 50 y el 60, tierra amada por mí, que recorriera, como tengo acostumbrado hacer con los libros, disfrutando el paisaje, el aire, los rincones donde laten hallazgos y esperan las sorpresas de esta extraña circunstancia que llamamos vida…
—Escribiré una crónica, amigo Hernán, aunque no te sirva de consuelo.
—Ojalá que te resulte certera y entretenida —me responde Hernán—, y advierto, bajo el ronquido de la congoja que le aprieta la garganta, un ápice de su persistente humor, recurso de quien sabe reírse de la propia desgracia, por demoledora que resulte.
Y como no me es posible evitar las analogías literarias, aunque vengan cargadas de fatalidad, recuerdo que, en 1977, le ocurrió una tragedia semejante a Hernán Díaz Arrieta, Alone, cuando se incendió su casa de Beaucheff, consumiéndose todo el material bibliográfico y pictórico que atesoraba el crítico chileno, Premio Nacional de Literatura 1959.
—Alone tenía entonces 86 años, como tú ahora —le digo a Hernán Ortega, como si estuviera yo uniendo hilos del destino al uso de los obsesivos numerólogos.
—Te equivocaste, yo cumplí 87 —me dice Hernán, y vuelvo a sentir el suave cascabeleo de su risa a través del teléfono.
Unimos los recuerdos. Hernán hurga en su prodigiosa memoria y relata cuando Alone solicitó a sus numerosos lectores, a través de las páginas de El Mercurio, que le ayudasen a recuperar, adquiriéndolos de nuevo, algunos de los libros quemados, sin escrutinio previo, como en la biblioteca de Alonso Quijano, en aquella ígnea desgracia; entre ellos, clamaba por un ejemplar de su Memorialistas chilenos, a la sazón desaparecido del mercado. Ortega poseía un ejemplar y telefoneó, presuroso, al maestro. Alone agradeció, preguntando el precio. Hernán le respondió, diciéndole que le permitiera obsequiárselo, a cambio de una entrevista personal para Huelén, publicación literaria, en formato de revista, que Hernán Ortega dirigía y financiaba, con apoyo de algunos conocidos colaboradores como Martín Cerda, Jorge Calvo, Paz Molina, Ramón Caamaño (también este modesto y genial cronista). El interesante diálogo-reportaje fue publicado en el número 2 de Huelén. Con ocasión del encuentro, Alone entregó a Ortega un valioso material literario-epistolar, parte del cual alcanzó a publicarse en la revista.
—Esos documentos también se quemaron en el incendio de mi casa —me dice Hernán, con desnudo desconsuelo.
Conocí a Hernán Ortega Parada en 1979, invitado a una reunión literaria en la casa comercial Dino, en Avenida España esquina con Blanco Encalada, empresa en la cual Hernán oficiaba como encargado contable y administrativo, ganándose la vida (¿por qué hay que ganársela de cualquier modo?) como lo hiciera Fernando Pessoa, célebre y enigmático tenedor de libros. En el último piso del caserón, Hernán había organizado un espacio de tertulia, investigación y trabajo literario, merced a la entusiasta anuencia del propietario, Dino Girardi. Me invitó entonces la querida poeta, Paz Molina, y me incorporé a ese grupo de ilusos e iluminados que actuaba en una suerte de clandestinidad literaria, en tiempos no propicios a la creación estética, cuando la bota militar de Pinochet y los suyos, con la activa complicidad de la derecha económica, sumía a la patria de Mistral, Huidobro, De Rokha y Neruda, en el marasmo de la incultura programada, comenzando con las quemas de libros —nunca accidentales—, sino planificadas al estilo Goebbels, en el aciago septiembre de 1973.
Hernán Ortega Parada, al igual que su admirado Enrique Lafourcade, puede considerarse como el perfecto “animal literario”, el individuo que se entrega por completo al amor de la palabra, y aunque su circunstancia vital les lleve a desempeñar otras tareas opuestas al “júbilo de comprender”, son escritores a tiempo completo, a través de un oficio a menudo ingrato desde el punto de vista económico, pero que se vuelve tan necesario y esencial como respirar.
Lo que siempre me ha llamado la atención de mi amigo Ortega, es su generosidad sin límites con sus pares de oficio; asimismo, su proverbial modestia, a veces contraproducente —hay que decirlo— en un mundo donde parece imperar el egoísmo desembozado junto al prurito de trepar, de “hacerse conocido”, apelando a todos los recursos extra literarios, triquiñuelas y genuflexiones que requiera el oportunismo. Hernán ostenta una maciza obra literaria, como cuentista y ensayista, como incansable investigador de la literatura chilena, latinoamericana y universal. Su amistad, para mí, es un doble privilegio.
Contraviniendo la humildad de Hernán y con la aprobación tácita de nuestro amigo, el escritor Ernesto Langer, me permito reproducir parte de la reseña biobibliográfica recogida en la publicación virtual Escritores.cl:
«Hernán Ortega Parada nació en Cauquenes (Chile), en 1932. Participó en talleres de antropología con Benjamín Subercaseaux, y literarios con Enrique Lafourcade, Miguel Arteche, Braulio Arenas, Eduardo Molina Ventura y Martín Cerda. Pertenece a la Sociedad de Escritores de Chile desde 1985 y es cofundador del Grupo Literario Huelén y director de la revista Huelén (1979), con 14 números de circulación nacional (1979-1984).
Autor de una extensa serie de notas, crónicas y ensayos literarios como colaborador del diario El Centro, de Talca; conferencias en la Universidad de Talca y en la Casa del Escritor (Sech), entre las que se destaca: “Enrique Gómez-Correa y el Surrealismo”, “Lautaro Yankas y la Chilenidad”, “Defensa de Gabriela Mistral”, “Martín Cerda, el alma y las formas” y “Aysén en su historia”.
A esta prolífica labor se agrega su participación en Radio Universidad de Chile, FM, como productor y locutor de los programas: “Gaceta Huelén”, “Galería de Arte Huelén”, “La Veu de Catalunya”, “Vieiros de Galicia” y “Confines de Hispanoamérica”.
Amigo y estudioso de sus pares, Ortega conoció personalmente a Mahfud Massis, Benjamín Subercaseaux, Hernán Díaz Arrieta (Alone), María Flora Yáñez, Humberto Díaz-Casanueva, Francisca Ossandón, Enrique Gómez-Correa, Paz Molina, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Francisco Coloane, entre otros».
Veinticinco libros, seis importantes premios literarios, centenares de crónicas, decenas de ensayos… Toda una vida hecha de palabras, una ancha morada en la que hemos disfrutado su sencilla y noble hospitalidad. Es hora de retribuir al amigo, al compañero de afanes y de sueños, al maestro Hernán Ortega Parada.
Que así sea, compañeros.
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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).
Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Benjamín Subercaseaux y Hernán Díaz Arrieta (a la derecha de la imagen).