El transnacionalismo y la desregulación han reducido el rol de los gobiernos durante las últimas décadas. Pero este tiempo de cierres de fronteras, de caídas del capital, esta época de un virus global que ha impulsado medidas preventivas por parte de las administraciones públicas, supone el renacer y el fortalecimiento de las patrias soberanas.
Por Ana Arzoumanian
Publicado el 30.4.2020
Muchos consideran este tiempo como el fin de la globalización. Algunos anuncian que esta pandemia y sus clausuras de fronteras han provocado el renacimiento del alicaído Estado–Nación. Nuevo Estado que se edificaría en un acuerdo tácito, a modo de nueva constitución, sobre la noción de cuidado.
Hagamos un pequeño recorrido sobre el agotamiento de la autoridad en la topología del Estado-Nación para poder pensarnos dónde o cómo nos ubicamos hoy en día.
Desde la antigüedad las personas han viajado grandes distancias con el fin de negociar esclavos, conversos, culturas, bienes. Sin embargo, los puertos y sus ciudades como territorios donde se ejercía una soberanía y desde donde se negociaba a partir de ella fue puesta en crítica con el advenimiento de la globalización. El impacto del mundo global en la soberanía ha creado aperturas para actores y sujetos que estaban fuera de los sitios de la normatividad del Estado-Nación. Junto con la desarticulación de la territorialidad hubo una desarticulación de la soberanía. Dicha desarticulación consistió en un proceso por el cual las medidas regulatorias de un Estado-Nación fueron transferidas a organismos supranacionales, gubernamentales y privados.
La descomposición del Estado-Nación no sólo hace referencia a la demanda de servicios corporativos, ni a la aglomeración de población cruzando fronteras, ni a los límites difusos entre naciones. Aún cerrando los territorios, aún sin el uso y compra de servicios a corporaciones, ha acontecido la función declinante del Estado. Por un lado, los espacios electrónicos se hallan por encima de las jurisdicciones y los límites convencionales poniendo en vilo a la economía espacial. Por otro, como lo global no se apoya únicamente en la hipermovilidad y en la liquidez de capital, deberíamos poner el foco en las industrias de información.
El transnacionalismo y la desregulación han reducido el rol del Estado en los gobiernos de las últimas décadas. Ahora bien, ¿acaso este tiempo de cierre de fronteras, de caídas del capital, este tiempo de un virus global con medidas declaratorias de cuidados de parte de los gobiernos de los estados, supone el resurgimiento o el fortalecimiento de la soberanía del Estado-Nación?
La respuesta sería: sí, si la soberanía dependiera (como lo fue en los siglos anteriores) del territorio. Recordemos que la definición clásica de Estado es aquella que lo nombra como la nación jurídicamente organizada. Según una concepción tradicional el Estado está formado por tres elementos constitutivos: el gobierno, el pueblo y el territorio. Sin embargo, sabemos que la nación en tiempos heterogéneos no requiere del territorio para anclar su poder soberano o su gobernabilidad. El pueblo kurdo con su construcción comunitaria en diversas naciones- Estado (Turquía, Irak, Irán) daría cuenta de una nacionalidad heterotópica. La pregunta sería: ¿el imperio global y soberano con la aparición de un virus que motivó el cierre de regiones y de fronteras conduce al eclipse de lo transnacional?
Frente a la universalización infecciosa, la respuesta de un ente transnacional con la debida “obediencia” de gobiernos locales habla de un poder supra-nacional que no tiene abiertamente su potestad sobre la economía o la finanza en el orden global, pero sí en el orden sanitario y sus efectos. Si el dominio interno de la cultura nacional es la familia, el quedarse en casa sería el imperativo global de una cultura universal cuya esencia estaría en el tiempo homogéneo interno hogareño.
Desplazamiento, conquista y escritura es una actividad que ha fundado A los pueblos. El vínculo entre las crónicas de Indias, por ejemplo, y el discurso legal es tan íntimo que el movimiento textual se constituyó sobre: transitar, nombrar, gobernar.
Los nombres, y por lo tanto el gobierno de esos nombres no están vacantes, porque el tránsito tampoco lo está. Hay un aparato retórico que da espesor a la producción y circulación de sentido, y esto sucede en las redes. Pero, del mismo modo que pensamos la soberanía más allá o más acá del territorio, deberíamos pensar esta producción de sentido más allá del cuerpo.
Si cada nación es producto y efecto del modo en que es narrada. El “cuidate/ cuidanos” y el “quedate en casa” es una consigna universal que toma la voz pública matriz de un estilo de vida privada. O mejor, de una vida pública engarzada en “la casa”. El cuerpo asume la trama higiénica. Una casa descorporizada desde donde se recomienda encuentros sexuales virtuales. Una revuelta a narrativas fundacionales de tonos bíblicos: una pareja fundante en el interior de una casa con pantallas. Por esas pantallas pasa la información, recibida o dada. Pasa el capital de este último capitalismo. A partir de allí, los dueños de casa trabajarán, podrán realizar transacciones, se comunicarán con sus familias. Algún miembro de la pareja podrá tener encuentros virtuales con amantes virtuales. Mientras que los hijos de la pareja fundacional se educará a través de la pantalla.
¿Acaso esta es la re-vuelta del estado nacional? El sujeto textual-digitalizado es un sujeto hablando desde su casa. Si la familia y el amor romántico fueron la célula configurativa del primer capitalismo, una familia anclada en negocios bajo normas de una Nación-Estado, y si la familia ya no sirvió como base del capitalismo financiero; el capitalismo informacional reafirma esta construcción reforzando la idea de casa/ hogar/ familia pero desubicando la Nación para colocar la gobernabilidad en lo que decreta un organismo internacional. Las minorías acalladas, sin lugar a las negociaciones inclusivas ya que la inclusión/ exclusión sólo puede darse en un espacio abierto. No hay inclusión porque no hay afuera.
Un virus de proporciones inéditas lleva a las autoridades sanitarias a medidas que los gobiernos locales califican como de “retraimiento medieval”. El Medioevo consistió en ese cambio radical de la vida pública y privada de los sujetos. Súbditos de un señor, pasaron a ser súbditos del rey y luego de la ley. La sumisión a la ley política configuró la esencia del ciudadano y la democracia. El sometimiento a la ley económica diseñó el perfil del consumidor del sujeto del capitalismo financiero. La ley sanitaria construye víctimas de una infección, pacientes.
¿A quién se llama paciente? No a quien espera, sino al dócil en tiempo presente. Si Occidente abandonó su fascinación por la muerte hacia la fascinación por el futuro; el paciente sólo alberga un presente continuo. Una víctima reclama la reconstrucción de un modo de “normalidad”. Salvo que viva su condición de víctima dentro de los parámetros de su norma y hogar. Si en los relatos de familia anteriores el centro se encontraba en determinar el origen, y por lo tanto la legitimidad del padre (si ése era el padre o no). En el texto nuevo la casa debe recluir al padre que deberá ser “cuidado” por el hijo, cuidado de que no salga.
Tecnologías, discursos, metáforas y recursos simbólicos sobre la disciplina dentro del hogar, mientras los insumos médicos son retaceados, sin tener acceso a ellos por los gobiernos locales. Allí también se define un poder global que dibuja una geografía de comunidades vinculadas y desvinculadas según una jurisdicción de fuerzas.
***
Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962.
De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: Labios, Debajo de la piedra, El ahogadero, Cuando todo acabe todo acabará y Káukasos; la novela La mujer de ellos; los relatos de La granada, Mía, Juana I; y el ensayo El depósito humano: una geografía de la desaparición.
Tradujo desde el francés el libro Sade y la escritura de la orgía, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem con el propósito de realizar el seminario Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión, en Jerusalén, el año 2008.
Rodó en Armenia y en Argentina el documental A, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera (1976 – 1983), y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010). Es miembra, además, de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela Mar negro, por el sello Ceibo Ediciones.
El artículo que aquí presentamos fue redactado especialmente por su autora para ser publicado por el Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: Ana Arzoumanian.