En esta cinta de la realizadora francesa Claire Burger -que se exhibe en la sala El Biógrafo de Santiago-, la acción dramática se encuentra centrada en el diálogo, lo cual le quita espacio a que las relaciones humanas fluyan y a que la cámara registre los hechos audiovisuales en lugar de verbalizarlos. Se aprecia la articulación de una realidad verosímil, pero también un aprovechamiento irregular de lo hablado como recurso para expresar un ideario estético durante el desarrollo de la obra.
Por Felipe Stark
Publicado el 2.11.2019
Mario Messina (Bouli Lanners) acaba de separarse de su mujer. Debe ahora cuidar de sus hijas adolescentes al tiempo que lidia con su propia soledad, la cual parece sublimar con el arte. Asiste regularmente a exposiciones, representaciones e, incluso, se involucra en una. Acaso ve en estas experiencias una trascendencia que no encuentra en la dura realidad. Desde que su matrimonio se deshizo, duerme en el sofá, porque no soporta la soledad del lecho conyugal y su casa es un desastre.
Sus hijas no la pasan mejor. Niki (Sarah Henochsberg), la mayor, asume su nueva vida con responsabilidad al tiempo que mantiene una relación amorosa con un amigo. Frida (Justine Lacroix), la menor, no puede soportar que su madre se haya ido y su mal humor lo descarga con su padre. Busca irremediablemente estabilidad emocional, tratando de enterrar su propia niñez como si con abrazar la adolescencia pudiera encontrar una identidad con la cual estar a gusto.
Con esta premisa, la directora Claire Burger se permite estudiar en El verdadero amor las relaciones humanas de una familia resquebrajada por la soledad. El resultado es una discreta película que pone su acento en la autenticidad, condición que resultaría necesaria para que exista el amor, pero también limitante para que crezca y fluya orgánicamente.
Por lo mismo, el lente de Burger pretende ser un observador antes que un juez. Permite que sus personajes se equivoquen, peleen y se pierdan sin condenarlos. Generalmente, la directora los observa desde la intimidad, en sus propias obsesiones y deseos. Siempre inmersos en una cotidianidad que los ahoga y que no es glamorosa como las exposiciones de arte a las que Mario acude.
En esa brecha entre realidad y fantasía, Burger parecería ofrecer una respuesta que está en la resistencia a la soledad, un existencialismo que permite la felicidad con la aceptación del yo y de los demás. El primer plano de los personajes, por lo mismo, ahoga al espectador con la omnipresencia de alguien más, sea el padre, la madre que se fue o la directora de la obra de teatro. Existe la soledad, pero también el compromiso con la realidad y la aceptación de uno mismo.
Por lo mismo, el arte no tendría ese carácter salvífico y simplemente se limita a ser mera compañía del alma humana, reflejo de sus dudas y deseos, pero no motor para una existencia mejor. La eterna pregunta sobre si el arte nos hace mejores personas se asoma sin buscar la propia autoconsciencia del filme o cuestionar las ideas que propone, limitando su análisis a las decisiones de Mario y sus hijas mientras luchan con sus propias inseguridades.
Es el caso de Frida, una adolescente que tiene rabia y que no ha dejado de ser una niña del todo. El cigarro que le ofrece una amiga de la que se enamora bien podría ser la extensión del pulgar que todavía se chupa en secreto, reflejo de su propia inseguridad y soledad, pero también de ese lugar cómodo y reconfortante que es la infancia.
Quizá en este ejercicio de mirar sin juzgar, Burger resulte demasiado discursiva, sin embargo. La acción, mayormente centrada en el diálogo, a veces le quita espacio a que las relaciones humanas fluyan parejamente y que la cámara registre en lugar de hablar. Hay, no obstante, un cuidado en la puesta en escena, en la articulación de una realidad verosímil y en no tomar partido por ningún miembro de la familia, pero también un aprovechamiento irregular del diálogo como recurso para expresar un ideario a seguir.
Niki, por ejemplo, es un personaje necesario, pero solo en tanto que es discurso y no mucho más. Su entrada en la adultez explota en medio de la incertidumbre, pero siempre como una voz que articula las ideas de la película, en lugar de equivocarse como su hermana y padre. Es, por inercia del argumento, reflejo de esa resistencia en la soledad que parecería necesitar el amor, pero un personaje menos profundo que los demás.
Pese a esto, Burger conduce El verdadero amor con seguridad detallista. Hay un puerto al que quiere llegar y parecería anunciarnos cuál es. Para amar habría que asumir que, como Sísifo, la roca puede caerse al llegar a la cima de la montaña, pero que en intentarlo una y otra vez no se pierde nada.
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Felipe Stark Bittencourt (1993) es licenciado en literatura por la Universidad de los Andes (Chile) y magíster en estudios de cine por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Actualmente se dedica al fomento de la lectura en escolares y a la adaptación de guiones para teatro juvenil. Es, además, editor freelance. Sus áreas de interés son las aproximaciones interdisciplinarias entre la literatura y el cine, el guionismo y la ciencia ficción. También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: Un fotograma de El verdadero amor (2018), de Claire Burger.