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[Ensayo] «A Ghost Story»: Más allá de la muerte y el tiempo

El filme dirigido por el realizador estadounidense David Lowery, y protagonizado por los actores Rooney Mara y Casey Affleck, ofrece una motivante reflexión acerca del concepto del tiempo y de la trascendencia espacial de nuestros sentimientos.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 17.10.2021

«A Ghost Story es una película acerca de lo que significa permanecer en el espacio que nos rodea, existir en ese espacio. Todos intentamos influir en el mundo que nos rodea, luchamos contra nuestra falta de permanencia».
David Lowery

Con estas palabras el guionista y director tejano expresa cuál es el significado trascendente de su película en declaraciones publicadas por lahiguera.net

Y es que su relato de tintes fantásticos supone una invitación a reflexionar o a debatir entorno a qué hay tras la muerte y así mismo acerca de la necesidad humana de ser vistos y recordados en esta vida y más allá de ella.

Lowery utiliza a un personaje secundario —un filósofo ebrio que encarna el actor y cantante Will Oldham— para exponer su visión racional al respecto, una reflexión sobre la vida y la muerte que es un alegato a la fugacidad de todo, al inevitable fin de nuestra especie y del universo conocido.

No obstante, esa visión que niega lo eterno parece cuestionarse —ni que sea tímidamente— en el sensible y emocional retrato de lo que le ocurre a su desconcertado fantasma protagonista.

En todo caso A Ghost Story es una bellísima obra audiovisual que emociona sin casi utilizar palabras. Predominan los sonidos ambientales, las melodías, los silencios que hablan… y especialmente la recreación visual con un gran uso de la luz natural. Todo a un ritmo muy reposado logrando una evocación etérea que recuerda al maestro Terrence Malick.

Contribuye a esa sensación tan especial el hecho de estar rodada en formato 1:33 sutilmente suavizado mediante el redondeo de sus vértices; las imágenes huyen de la habitual horizontalidad y en palabras del director: “Te dominan. Y también confinan y atrapan a los personajes en la pantalla, y por lo tanto, al espectador”.

Tres son esos personajes que la protagonizan:

C un joven músico que muere en accidente automovilístico poco antes de mudarse de una casa a la que se siente apegado, músico que interpreta Casey Affleck quien pasa inadvertido gran parte del metraje bajo una clásica sábana blanca de fantasma.

M la joven con quien comparte ese hogar y que es la que impulsa ese dejar atrás indeseado, le da excelente vida la magnética Rooney Mara. Se da la circunstancia que esta pareja actoral ya protagonizó Ain’t Them Bodies Saints (2013), otra notable película de Lowery.

Y tan o más importante que ellos, la clásica casa de madera asentada en un privilegiado enclave natural de esa nación de grandes espacios que es Estados Unidos. Un enclave tejano o el territorio familiar del realizador quien también situó allí su anterior película con idéntica pareja actoral en los roles protagónicos.

 

Fantasmas

Fantasma es una palabra de origen griego que proviene del verbo phaenin (del que también deriva fantasía) cuyo significado es brillar, aparecer, mostrarse, hacerse visible. Más allá de sus múltiples significados, comúnmente entendemos como fantasma “un ser irreal que se imagina o sueña” a menudo vinculado con la manifestación de fenómenos paranormales que desafían nuestra lógica.

Lowely se arriesga a situar como protagonista a uno ataviado con la clásica sábana blanca y orificios visuales, un personaje que sin su exquisito trato podría llegar a ser grotesco. En ese fantasma está el desconcierto, la soledad, la muerte, el dolor, el amor, la necesidad de comunicarse y ser visto… De alguna manera somos ese ser etéreo que nos “habla” -sin hablar- con gran profundidad emocional, porque ¿quién no se ha sentido como fantasma alguna vez?

Debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

Tras su muerte clínica, C regresa a casa enfundado en la sábana blanca con la que le cubrieron para certificar su defunción. Le mueve el apego a ese espacio y el amor que siente por M. Allí la observa desconcertado, allí duele por él mismo y por ella tras su traumática separación.

Y allí permanece impotente al darse cuenta de su invisibilidad, de su imposibilidad de comunicarse y de ser correspondido: la mano de ella que le roza sin sentirlo, su desesperación al verla sufrir… C se da cuenta de su extraña condición, de su abrumadora soledad.

Sólo es reconocido por otro fantasma en la casa vecina quien se comporta cual anciano senil al esperar a alguien que no recuerda.

C es potencialmente “visible” para M sólo gracias a un débil halo de luz (como una pequeña llama) que se refleja en las paredes interiores del hogar, qué bella plasmación de su presencia interior que el realizador llega a fundir con el cielo estrellado de la noche evocando —entiendo— el misterio de lo creado.

Y C también se manifiesta a través de sonidos y ruidos que muy a su pesar inquietan a su amada. A menudo se producen gracias al piano que le vincula a su condición de músico que ha tenido como musa a M.

Qué grandeza hay en la música, qué elevación nos proporciona, cuanto nos evoca…

La música como potente vínculo emocional, la música como medio de expresión de emociones profundas a menudo difíciles de expresar con palabras.

Así lo vivencia la pareja en su día a día y así lo entiende Lowery quien a propósito de la película afirma que la música le devuelve la confianza cuando le entra el miedo a que no sean suficientes las imágenes para expresar los sentimientos que quiere mostrarnos.

 

Espacio-tiempo en espiral

Y llega el día en que M deja la casa. C se queda aún más solo en ese espacio de apego, se nos muestra como su duelo ahora y aquí muta progresivamente a un muy sensible viaje espacio-temporal a los orígenes y al futuro del lugar. En su condición de observador no visto, el músico vivencia impotente las transformaciones que acontecen en ese espacio y en las gentes que lo habitan.

Vivencia vidas y muertes de otros en un solar lleno de vida —qué belleza y fuerza la de sus árboles— pero que alberga también muerte por la presencia sutil de un árbol seco. El paisaje refleja la esencia de la película, tratar de lo fantasmagórico y la muerte desde una óptica predominantemente luminosa y vital que huye del miedo al que comúnmente se los asocia.

En ese viaje desfilan ante sus ojos huecos familias, gentes de todo tipo —entre ellos el filósofo ebrio—, e incluso presencia el derribo de la casa —y la vecina del fantasma perdido— para la construcción de un edificio de oficinas en un paisaje antes natural que se transforma en desconectado asfalto y cemento armado.

Esa transformación sí que da miedo, esas imágenes sí que son oscuras. C presencia esa dura ciudad observando que las luces del cielo han sido sustituidas por las de la artificialidad humana y se lanza al vacío “viajando” al otro extremo de la historia del lugar —en nuestra visión lineal del espacio tiempo—es decir a la época de los primeros colonos, aquellos que iniciaron la espiral de propiedad sobre la tierra que antes era de todos.

Todo ese horror humano expuesto sin palabras.

 

La nota y la luz

Y son precisamente las palabras, o mejor dicho las pocas palabras, las justas y necesarias palabras sin mayores devaneos, las que abren y cierran la película. Abren y cierran la película, y abren y cierran ese viaje espacio temporal emocional, esa plasmación de lo que vivenciamos como realidad que se recrea aquí no al modo de constructo lineal sino en dúctil círculo o espiral en la que el tiempo se deshace cual reloj daliniano.

Al inicio se nos muestra como M le explica a C que siendo niña su familia se mudó muchas veces y que en cada hogar abandonado escribía pequeñas notas que doblaba y escondía para que: “si un día quería volver hubiera un pedazo de mí esperándome”.

Notas sobre buenos recuerdos vividos entre esas paredes, unas pocas palabras de la niña —toda niña, todo niño— que anhela y desea un hogar estable, unas buenas raíces para crecer.

Un papel de este tipo coloca la pequeña de la familia de los primeros colonos bajo una simbólica piedra (la edificación humana, el cobijo seguro) de ese solar que pronto va a alojar por primera vez una vivienda.

También M deja escondida una nota en la casa antes de marchar, afortunadamente la niña que anida en ella sigue viva. La deja en una grieta de una pared que el músico rasca y rasca en su bucle espacio-temporal buscando rescatarla.

Y lo consigue al final de la película tras haber vivenciado como fantasma su paso por la casa, se ve y la ve, y se da cuenta que en su impotencia de observador no visto provoca esos sonidos que inquietan a la pareja, especialmente a M. Probablemente quisiera cambiar su historia, impedir esa mudanza y el accidente que lo avocó a ser fantasma…

Abre esa nota al tiempo que se abre la puerta del hogar. Y en ese acto de conciencia —de saber, de saberse— pierde su condición fantasmal. Se nos muestra la sábana cayendo inerte al suelo de madera y como imagen que concluye el filme esa tenue luz en la pared.

En esa luz que no se apaga, en esa luz que se funde en el cielo estrellado, en esa luz tenue que evoca al misterio, en esa luz parece depositar Lowery su esperanza, quizás su deseo de que el filósofo ebrio esté equivocado. E incluso la posibilidad de que el espacio-tiempo dúctil espiral retratado pueda ser más real que el lineal en el que parecemos transitar…

Esa es la grandeza de la película, emociona y sugiere más allá de lo poco que acota en palabras y en consecuencia permite distintas lecturas. Diría más, nos invita a sentirla en propia piel y a buscar nuestra implicación desde el fondo de uno mismo y quizás en la inmersión emocional reconocer esa tenue luz como propia.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: A Ghost Story (2017).

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