[Ensayo] «Ad Astra»: La vida después de la soledad

El filme dirigido por el realizador estadounidense James Gray —y protagonizado por Brad Pitt— es uno de los más satisfactorios en el género de la ciencia ficción audiovisual, con el propósito de responder a la eterna pregunta en torno al origen y significado del universo espacial que nos contiene.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 13.4.2021

Ya tratamos en este mismo espacio el tema de la soledad. Y ya vimos que, comunicacionalmente, es imposible: aún solos físicamente tenemos una carga social y cultural que condiciona, orienta y recibe nuestros pensamientos y sentimientos.

Pero esa ausencia de soledad es individual… y he aquí un interesante conflicto: ¿de qué individuo podemos decir que no está solo si usamos el término ‘individuo’? La ambivalencia entre lo individual y lo colectivo vuelve fantasmático a nuestro propio ‘yo’: es él y el otro a la vez, así sea que el otro no exista.

A través del cine se conocieron algunas de las historias de personas aparecidas desde la soledad, sin previos contactos con la civilización: El pequeño salvaje de François Truffaut (1970) que trataba el caso de Víctor de Aveyron; El enigma de Kaspar Hauser de Werner Herzog (1975) o Nell (1994) de Michael Apted.

Pero hubo muchos otros casos: los de la ucraniana Oxana Malaya, a principios de los 80, que de niña se portaba como perro, o el caso de Amala y Kamala encontradas en 1920 en Bengala Occidental, criadas por lobos y que se comportaban como tales. No está tampoco de más incluir a estos seres solitarios en la literatura, como Tarzán o Mowgly.

Y así como hay quienes vienen de la soledad, son muchos los hechos de los que se dirigen hacia ella. Quizás el caso extremo sea el de Funny River en Alaska, con un promedio de 3 mil desapariciones de habitantes por año, sin mayores trastornos de conducta identificados y que se esfumaron sin dejar rastro alguno…

Estos casos de contactos con lo más parecido a la soledad —eliminando al extremo la comunicación con otras personas— tienen su contraparte en la forma de la Ciencia Ficción, donde camaradas de Universo nos han visitado —mayormente en forma belicosa— o hemos ido a buscarlos nosotros al espacio.

El asunto puede adquirir otra dimensión no menos interesante si lo que damos por hecho es que estamos solos en el Universo: concebir la posibilidad de la soledad como especie.

Mirar al cielo estrellado, andar por él en naves espaciales y hasta llegar a la Luna; enviar sondas que tratan de averiguar si hay o hubo vida en Marte, etcétera. Pero hasta ahora, nada. No hemos recibido ninguna señal de vida más allá de la que bulle en nuestro mundo.

Si bien es casi de sentido común que deba haberla en algún lugar de una vastedad tan grande, no hay tutía: sólo recibimos como respuesta a nuestra inquisición, silencio.

Los innumerables radiotelescopios dispersos por ambos hemisferios tratando de recibir señales no casuales desde el espacio (los proyectos SETI —Search for Extra Terrestrial Intelligence—, por ejemplo) siguen siendo negativos.

Sólo una débil —y extraña— señal de radio proveniente de la estrella más cercana a la Tierra (invisible a nuestros ojos) llamada “Próxima Centauri” —que tiene dos planetas detectados— y que llegó a las antenas de la Tierra viajando algo más de cuatro años por el espacio, abre una también débil esperanza respecto de vida inteligente fuera de la nuestra.

La falta de soledad interna —espiritual, si se quiere, pero de consecuencias psicológicas— es seguramente el principal motor para nuestra búsqueda de inteligencia en el espacio. Así, como diría el Dr. Snaut en Solaris de Andrei Tarkovski (1972): “No buscamos conquistar el Cosmos. Queremos ampliar la Tierra hasta sus confines. No necesitamos otros mundos… sólo buscamos espejos”.

De esta soledad geocéntrica, de este hondo miedo al vacío, nos habla el filme Ad Astra de James Gray, filmada en el 2019 y con el estelar de Brad Pitt.

 

Todo por aquí, nada por allá

Roy McBride (Brad Pitt) está trabajando en lo más alto de una gigantesca antena que llega hasta la exósfera con otros compañeros. De pronto, un bombardeo de radiaciones provenientes del borde mismo del sistema solar genera explosiones que arrojan a estos cosmonautas al vacío.

Recuperado, nos vamos enterando rápidamente de quién es Roy: un astronauta, hijo de un héroe del espacio cuya muerte, en Neptuno o más allá, no se ha confirmado pero se considera segura. Roy es admirado por su estabilidad emocional y su seguridad, ideales para el delicado trabajo en el espacio.

Pero esta tarea en especial la conoceremos tras ver que su esposa (Liv Tyler) lo abandona y que debe ser monitoreado por una agencia espacial, en cuanto a su autocontrol: debe demostrar que tiene asegurado su primer nivel de soledad: la de su quietud anímica, en el espacio y luego de ser abandonado, definiendo así su aislamiento del mundo… aunque lo mueva —en su primer monólogo en off de la cinta— el deseo de aportarle futuro al tiempo de la Humanidad.

Su estabilidad es su soledad emocional.

Tras el accidente al que sobrevivió, es convocado a un trabajo muy especial y secreto: viajar a Marte y enviarle desde allí un mensaje a su padre, al que ahora sospechan —tras los incidentes ocurridos— que sigue vivo y de ser el responsable del bombardeo de energía de antimateria procedente de una base de investigaciones lanzada hacía años a Neptuno, con el nombre de Proyecto Lima, cuya misión era contactarse con alguna eventual civilización alienígena.

Ahí comienza el entrelazamiento entre Roy y esa especie de padre y “fantasma de Schrödinger” —vivo y muerto al mismo tiempo—, que es el astronauta Clifford McBride (Tommy Lee Jones). Uno en la Tierra con su crisis matrimonial y con el peso de las graves —grávidas— expectativas políticas puestas sobre él, y el otro casi divinizado, etéreo e ingrávido en la conciencia pública, como modelo a seguir por las nuevas generaciones.

Descubrimos también, tras su viaje, que los conflictos humanos —la guerra— han llegado hasta la luna, donde los expedicionarios son atacados por fuerzas políticas piratas de otras naciones. De algún modo, también la voluntad de guerra en tanto que buscar la desaparición de un enemigo, es otra forma —esta vez patológica— de buscar la soledad imposible… porque, después de todo, si el enemigo desaparece crece la figura de la victoria que siempre agiganta la compañía, en el fondo indeseada, del enemigo derrotado… ahora, encima, indestructible por estar muerto y así, vivo para siempre en su derrota.

Ya en Marte, Roy envía los mensajes escritos por las autoridades sin resultados positivos, mientras en él van surgiendo los sentimientos reprimidos que lo llevan a proclamar al vacío un mensaje extra, espontáneo y no programado, lleno de aquello que, de un modo difuso, quiere que su padre escuche. Y ese mensaje, al fin, da un resultado positivo.

Mientras se espera la preparación del vuelo hasta Neptuno, Roy tiene una conversación crucial con la mujer que está a cargo de la base marciana, Helen Lantos (interpretada por Ruth Negga). Ella sabe que la nave que va a Neptuno lleva armas nucleares y que su único propósito es destruir la base del Proyecto Lima.

A Roy se le niega el permiso para acompañar el viaje y tal negativa le impide romper la soledad que había crecido ante la figura de su padre, pero el diálogo con Helen le revela las intenciones que se esconden tras el vuelo.

Finalmente, ella le dejar ver el modo de poder abordar a la fuerza la nave que va al planeta liminal de nuestro sistema solar, aún a riesgo de que ambos “caigan en desgracia” frente a los poderes políticos de la Tierra.

A partir de ese momento se desencadena un largo y casi letárgico final de la película que sigue el ritmo que lo antecedió desde el comienzo.

 

Lentitud… lentitud y levedad

Y hablando de ritmos, Ad astra no vibra ni estremece, aun en las escenas de acción… antes bien, ondula. En el frío del espacio, la tibieza de la narración. Desamores y amores junto a guerras y antimateria… y entre los diferentes elementos de la ciencia ficción, como en un espeso caldo de cultivo, los monólogos de Roy con un Brad Pitt de excelente performance… el paso de los años, como suele sucederle a los rostros bellos y, dentro de este grupo, entre los caucásicos, les va añadiendo cierta rudeza.

Pitt, a su vez, está flanqueado por dos enormes actores como lo son Donald Sutherland, en un breve tramo del comienzo, mientras que sobre el final se nos aparece el potente rostro del ya veterano Tommy Lee Jones… demostrando ambos (que ya estuvieran juntos en Jinetes del espacio de 2000) el poder plástico de la vejez en las caras de los grandes intérpretes.

La fotografía roza, aquí y allá, la estética de la gran amplitud visual de 2001: Odisea espacial (1968) de Stanley Kubrick. La ingravidez en las escenas espaciales —aunque no la liviandad— se asocia a la lentitud, pero cuando la gravedad está presente, Gray no abandona el ritmo ni en el montaje ni en la actuación.

Esta morosidad acerca al filme hacia la introspección del personaje central y sus conflictos, especialmente a partir de encuadres cortos.

Visualmente la obra es un prodigio visual, pero donde los recursos tecnológicos nunca son gratuitos sino que se ajustan firmemente a las necesidades del argumento.

 

Construyendo soledades

Roy necesitaba desprenderse de la figura del padre, que resultaba en su interior como un lastre de inhumanidad que lo sumía en una atmósfera taciturna. Bajo la presión de la sombra del héroe, el hijo no puede crecer. La compañía del ídolo debía desaparecer para conseguir construir una más perfecta soledad que abriera lugar para los demás.

El personaje vive en el espacio pero por dentro está lleno de la figura paterna: necesita que lo habite a él ese espacio, porque somos seres del espacio… anclados a un mundo, a un cuerpo opaco y rocoso con mucha agua y bullente de vida, pero que apareció siguiendo las leyes del espacio y el ser humano debe seguir esas mismas leyes.

Por eso, en sentido estricto, jamás hemos podido abandonar la delgada capa en donde nuestra vida puede existir: en un rango de condiciones atmosféricas que han condicionado nuestra existencia desde siempre.

Tal situación la hemos resuelto llevando “encapsulados” trozos de nuestro mundo —sus gases, sus líquidos y sólidos— a las presiones y temperaturas en los que nuestro cuerpo puede seguir vivo, ya sea en naves o en trajes espaciales. Nunca hemos dejado la Tierra: ni cuando fuimos a la Luna ni cuando nos hundimos en la Fosa de las Marianas.

Sencillamente, no podemos dejar de ser los seres terrestres que somos. Es probable, sí, que, como dijéramos, nuestra sensación de soledad cósmica nos empuje a buscar otras civilizaciones en otros mundos… o, aunque más no sea, a encontrar alguna fruslería bacteriana que confirme lo primordial de nuestra vida en otra parte que no sea la Tierra.

Pero así como los lejanos científicos de la Base Solaris del filme de Tarkovski o los del Proyecto Lima de Gray, sólo encuentran alguna forma de locura cuando se llega a cierto grado de soledad más allá de lo psicológicamente viable: el profesor Snaut en Solaris colgaba un papelito para imitar el sonido del viento con las ventilas de la base espacial, mientras en la base marciana de Ad Astra, las paredes recrean paisajes dinámicos de la Tierra.

Hasta el personaje de Helen, que había nacido en Marte, sentía nostalgias de un mundo como la Tierra al que había visitado alguna vez de niña: su soledad era una fantasmal nostalgia… con la clara posibilidad, tras su traición a la misión, de que conozca de nuevo a la Tierra en su faz más cruel: desde el interior de una cárcel.

Tras resolver Roy su problema con su padre e iniciar su viaje de retorno a su propia Humanidad, sumido en la soledad de una nave espacial, nos deja entreabierta otra pregunta acerca de la soledad.

¿Tiene sentido preguntarse por ella y buscarla o negarla? Guillermo de Ockham, en el siglo XIII, sostenía que sólo existía el individuo y no los géneros: sólo el árbol y no el bosque. Ortega y Gasset, en el siglo XX, consideraba la posibilidad de que cada cosa tuviera en su ser la energía para ser más que el individuo que era: el árbol existía pero para ser bosque.

El individuo humano, hasta donde sabemos, y a escala terrestre, no puede estar solo: la película de Gray nos lo muestra con esa energía interior que se extiende hacia el prójimo, hacia las diferentes formas del amor. Pasiones, anhelos, sentimientos, palabras, silencios: todo lo humano nos convoca hacia la Humanidad.

¿Pasa lo mismo a escala cósmica? Ahora sabemos de vastedades en el Universo que ni se sospechaban en la primera mitad del siglo XX ¿Existimos para otros en otros mundos? Esa pulsión, ¿es prueba de que deben existir otros mundos habitados por seres con autoconocimiento como nosotros, o es sólo un deseo nacido por la existencial inercia de la vida?

“Amamos más el deseo que lo deseado”, nos decía Nietzsche y así, el querer vivir quizás invente todos nuestros fantasmas estériles de extraterrestres.

No estaremos nunca solos como humanos, pero quizás sí como formando parte de un planeta vivo, perdido al azar en el espacio y que mira absorto, con nuestros ojos y nuestras mentes, un Universo hostil que a la vez que nos atrae, siempre amenaza con destruir a sus criaturas.

Finalmente, recorremos el espacio con Virgilio en La Eneida: Sic itur ad astra, “así se viaja a las estrellas” (libro IX, verso 641) y opta ardua pennis astra sequi: «eligieron las penurias siguiendo las estrellas en sus alas» ( libro XII, versos 892 y 893).

 

***

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Ad Astra (2019)