[Ensayo] Alain Delon: El tiempo vencido por la belleza

Había nacido en 1935 en las barriadas de clase alta de Sceaux, en los Altos del Sena. Dado de baja con deshonor de la Marina francesa, pasó por numerosos y muy dispares trabajos hasta que lo descubre la actriz Brigitte Auber con quien visitó el Festival de Cannes.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 18.8.2024

«Nacemos para poder morir».
Horacio Ramírez

Cuenta la leyenda islámica que cuando el enviado de Allah se presentó en la tienda de Mahoma para hacerle conocer las grandes verdades al profeta, éste, al levantarse, volcó una jarra con agua.

Tras recorrer las vastedades de los siete cielos, regresó a la Tierra sólo para descubrir que el agua todavía no había terminado de derramarse de la jarra.

El budismo zen compara el tiempo con un chorro de aceite que cae de un recipiente a otro: cae, se mueve, pero el haz de aceite aparece a la vista como una columna traslúcida y totalmente estática.

Hablar del tiempo no es hablar de él sino de sus definiciones, pero es también hablar de cómo uno, de su mano, también puede saber cómo vivir. Es hablar en una habitación a oscuras de algo que tratamos de definir sólo con el tacto y que, al mismo tiempo, cada vez que creemos tocarlo, nos elude. Intuimos que algo hay ahí: vemos cómo se nos va la vida y cómo impulsa al mecanismo del reloj. Lo vemos en la memoria y en sus constructos: los recuerdos.

El arte lo necesita y lo necesita la ciencia. Lo sabe el pájaro que inicia su canción como preludio a las notas finales que constituyen su breve futuro. Lo administran los huevos fecundos y los nidos abandonados. Los hijos y sus ternuras que adelantan sus tumbas en cementerios de pétreos relojes que apenas si indican un nombre y un par de fechas.

Así, el tiempo está en todo: a todo lo determina, a todo lo empuja hacia el mañana, lo cual no quiere decir que exista, pero, como sea, están los relojes, los calendarios y los latidos del corazón para convivir con lo que el propio Einstein consideraba como inexistente, y en la misma línea recordamos al personaje Sheldon Cooper de la serie La teoría del Big Bang, quien definía a los cumpleaños como «un velatorio con torta».

Por ello, estamos encadenados al tiempo. Dijo García Lorca: «el dolor del hombre y la injusticia constante que mana del mundo, y mi propio cuerpo y mi propio pensamiento, me evitan trasladar mi casa a las estrellas».

En efecto: no lo sentimos como algo justo, porque no nos parece justo que nos traiga al mundo algo tan abarcativo y generoso como el amor y nos saque de él un indiferente y magro hoyo en el suelo, sin embargo, así funciona la maquinaria de la vida y a ese implacable mecanismo de relojería nos ajustamos en la materia con mansedumbre, pero no en el espíritu: en el alma, le presentamos batalla.

 

«¡Envejecer es fastidioso!»

El tiempo vencido por el amor, la belleza y la esperanza es un célebre cuadro del pintor Simon Vouet, realizado en 1627 y que se exhibe en el Museo del Prado. El ejército del alma que combate al tiempo es así de frágil en sus armas: es una pintura, una carta, un poema, una foto en una revista, un encuentro fortuito.

Se llamaba Alain Fabien Maurice Marcel Delon Arnold y el mundo lo conoció como Alain Delon. Había nacido en 1935 en las barriadas de clase alta de Sceaux, en los Altos del Sena. Dado de baja con deshonor de la Marina francesa, pasó por numerosos y muy dispares trabajos hasta que lo descubre la actriz Brigitte Auber con quien visitó el Festival de Cannes.

Allí lo quiere capturar el productor de los EE.UU., David O. Selznick, pero finalmente lo convence el director Marc Allégret para que trabajara en Francia, y así, «el bello truhán» —como la había llamado una revista de espectáculos de la época que conocía su turbulento pasado— comenzó su carrera como actor.

Luego subirían de tono sus apodos: «la versión masculina de Brigitte Bardot» y el «enfant terrible» del cine europeo entre otros muchos. Hasta que su carrera alcanza el tope cuando filma con Visconti El gatopardo en 1963 junto a los nombres de Burt Lancaster y Claudia Cardinale.

Tres años después trabaja en ¿Arde París? de René Clément como actor y productor y, desde ese momento —y tras un relativamente improductivo paso por Hollywood— inició una larguísima carrera en ambos roles de actor y de productor.

Su belleza física fue el gran producto que vendía Delon para llenar de dinero a las productoras, pero su «cara de ángel» contrastaba abiertamente con un carácter frío tanto en lo actoral como en su vida privada.

Fue antológica la disputa entre Delon que pidió el papel principal en Plein Soleil, el director Clément y los productores egipcios Robert y Raymond Hakim, por su capricho, hasta que la esposa del realizador intercede, ya de madrugada, a favor de «ese idiota» con un lacónico:

—René, cariño, el niño tiene razón.

Él tenía que interpretar al talentoso señor Ripley a pesar de su belleza que, presuntamente, lo alejaba de su papel «diabólico» de psicópata.

Y se notan los esfuerzos de quien había madurado como actor, para sacar «desde dentro» a aquel personaje detestable. No obstante, puede decirse que fue Luchino Visconti quien, como gran director de actores que era, logró sacarlo de su encasillamiento de «galán» para elevarlo a la cima de su capacidad como actor en El gatopardo.

Ya en la cúspide del cine internacional y llevando al nombre de Francia en las marquesinas de los cines hasta el tope, la carrera de Delon ahora tenía sólo por delante el paso del tiempo. Atrás iban quedando sus películas, sus amoríos, sus fotografías, su belleza, su lucha contra el tiempo.

«¡Envejecer es fastidioso!», dijo Delon justo antes de su hospitalización hace tres años. «No puedes hacer nada al respecto, a esto se le reconoce la edad. Pierdes tu cara, pierdes la vista», se quejaba. Comenzaron a morir sus amores y sólo le irían quedando sus seres más cercanos.

«Alain Fabien, Anouchka, Anthony y Loubo (su perro) anuncian con profundo pesar el fallecimiento de su padre. Falleció en paz en su casa de Douchy (Francia), rodeado de sus tres hijos y su familia», rezó el comunicado de prensa de la familia.

Y murió de madrugada que es, como decía el poeta Horacio Ferrer: «la hora en la que mueren los que saben morir».

 

 

 

 

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Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.

Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo, y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno. La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.

Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.

La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

Horacio Ramírez

 

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: A pleno sol (1960).