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[Ensayo] «Anatomía de una caída»: En la búsqueda del poder semántico

Si bien el largometraje de la directora gala Justine Triet ganó la Palma de Oro de Cannes 2023, la Academia de Cine de Francia la retiró de las postulaciones para el Oscar por las críticas de la realizadora al gobierno de Emmanuel Macron (al mejor estilo Mosfilm soviético), no obstante, la AMPAS de Hollywood la incluyó por su cuenta en cinco categorías, incluyendo la de mejor película extranjera.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 19.4.2024

Para muchos biólogos, la bipedestación humana es algo más extraño que el haber conseguido un sistema nervioso capaz de la autoconciencia. En efecto: siempre llamó la atención esta tendencia a andar sólo con los miembros posteriores, lo hacen las aves, pero por el lado de los mamíferos, es muy infrecuente. Las patas traseras se hicieron enormes respecto de las delanteras.

La capacidad prensil, pulgar opuesto de por medio, desapareció de nuestra patas posteriores y se hicieron pies, y ahí podríamos iniciar una secuencia biológica que explique en algo esta tendencia: al andar en dos patas, el hombre libera sus miembros anteriores los cuales se transforman en una herramienta de gran precisión: las manos.

Obviamente, esa gran precisión requiere de una mayor cantidad de tejido nervioso que se encargue de esa nueva habilidad. Más tejido nervioso implica más volumen y por eso debemos nacer dos meses antes de nuestro período de gestación completo debiendo pasarlos como fetos en una cuna. Pero la cosa no termina allí.

El desarrollar las manos —que podríamos llamar nuestro «hardware»— y su complemento neurológico —nuestro «software»—, implica menos trabajo para sus quijadas, las cuales se infantilizan, no se prolongan en un hocico, y es por eso que nos queda ese pico en medio de la cara, la nariz, y el mentón, que no es una estructura anatómica per se sino, simplemente, el hueso de la quijada inferior, pero no su dentadura, que siguió estirándose hasta la longitud de un morro que ya no existe.

Con la progresiva reducción en tamaño de los huesos y, por consiguiente, de la musculatura asociada, la boca nos va quedando cada vez más delicada y más espaciosa para la lengua, hecho que, ligado al aumento en la cantidad de neuronas, logra que el conjunto pegue un gran salto no ya de cantidad, sino de calidad operativa: aparece el lenguaje. Nuestra boca puede articular sonidos de forma muy compleja.

Pero otra vez, la cosa no termina allí: la capacidad del lenguaje acarrea en paralelo un fenómeno neuronal inédito: el lenguaje acompaña una gran transformación en el funcionamiento del conjunto.

Veamos.

 

«Maya»: una ilusión

Siguiendo a Ludwig Wittgenstein, nuestro límite final es la esfera de nuestro lenguaje. Existimos hasta esa frontera tan sutil y delicada en la que se forman las palabras y los pensamientos y se empiezan a percibir los sentimientos como intuiciones inefables pero a las que tratamos de traducir a palabras que definan la realidad inalcanzable por nuestra mente en otros lenguajes no verbales: sonrisas, gestos, etcétera, tal como lo hacen los animales, y hablamos de «odio», «amor», «desprecio», pero ninguna de esas palabras alcanza a ser igual al sentimiento en sí: es sólo su traducción a nuestra realidad de palabras, y es siempre menos que lo que queremos expresar.

Es el segundo principio de la termodinámica el que opera: no puede haber una traducción sin pérdida de información en el camino. Así, una poesía no puede ser traducida de un idioma a otro cabalmente: algo se perderá indefectiblemente en el proceso. Ni tampoco podemos decir un “te amo” que equivalga al sentimiento que experimentamos. Evidentemente, debemos echar mano de todo un arsenal paralingüístico que acabe de decir lo que no tiene palabras para ser dicho.

Pero esto sigue un camino zoológico que no nos interesa ahora. En lo que atañe a lo estrictamente humano, nuestra realidad, dice Wittgenstein y lo decimos nosotros, tiene las dimensiones de nuestro lenguaje de palabras, lo que lo rodea como lenguaje paralingüístico es una atmósfera de significado que entenderemos nosotros y entenderán los demás, pero siempre a través de otras palabras.

Ahora imaginemos a nuestra realidad de palabras como una gran esfera (o pequeña, según la cantidad de palabras que hayamos consumido hasta ese momento), en el centro de la cual existe una palabreja especial que condiciona al conjunto. Una palabreja, en general corta, puntual, casi mezquina: «yo». Esa palabrita organiza y le da dirección al sentido de nuestra realidad de palabras. Es, de un modo oscuro, consecuencia y causa de la autoconciencia.

Cuando un gurú nos pide que en la meditación eliminemos los estímulos externos y luego los internos, y si lo logramos, el «yo» quedará solo, expuesto, desnudo e indefenso. No tendrá ya su trabajo de organizar la realidad a su capricho porque se habrá quedado sin palabras alrededor. En el silencio de la mente, el yo se esfuma.

Quizás nunca alcancemos a voluntad este estado mental superior —o inferior, si somos taoístas— y que el budismo llama «nirvana» o, en el caso del zen, «satori», pero no es para nada infrecuente alcanzar por momentos ese nivel de abstracción donde el «yo» desaparece, o, mejor aún, donde se exhibe como lo que es: «Maya»: una ilusión. Y es en este punto donde se alcanza un verdadero contexto de empatía.

En general, dialogamos desde el yo, o sea: me hablo a mi mismo a partir del otro y el otro hace lo mismo en relación a mí: «Yo quiero ir hasta allá», y el chofer del ómnibus contesta: «Yo te cobro diez pesos», y así ambos logramos nuestros objetivos: yo ir hasta «allá» y el chofer cobrar su sueldo a fin de mes. No hemos dialogado: hemos entrelazado monólogos con un significado que pertenece a pautas externas a nuestra conciencia: ha hablado la sociedad que cada uno lleva dentro.

No obstante, como dijimos, hay momentos más puntuales, cercanos a la atmósfera paralingüística, en los que el yo se ve marginado y, sin embargo, conseguimos cosas de los demás. Ya no se trata únicamente de códigos sociales compartidos, sino que trabajamos con un material inasible para la conciencia.

¿Cómo hacía Beethoven para componer lo que componía siendo sordo? ¿Cómo hacía Mozart para componer al ritmo y con la calidad que lo hacía? ¿Podemos creer que Messi piensa: «voy a poner mi pie izquierdo aquí, él va creer que voy para allá y luego yo hago tal otra cosa», cuando hace una finta genial? No: esas cosas no se piensan. No hay palabras que las digan. Ni siquiera se trata de un lenguaje paralingüístico.

Simplemente suceden fuera del dominio del yo. Es lo que muchos llaman «conciencia no local»: hacemos sin saber cómo y desde dónde hacemos, y Beethoven y Mozart hicieron así sus músicas y Messi mete sus goles, y todo sin que haya un yo de por medio, y sin un yo, no hay autoconciencia alguna: la realidad se ha roto.

La gente aplaude, el referí señala el centro del campo y todo pasó como un sueño: lejos de nuestra comprensión.

 

Nacemos para poder ser cadáveres

El filme Anatomía de una caída (2023) de Justine Triet comienza con la pelota del perro de la casa cayendo sola por una escalera. El tema está planteado: la caída. La bipedestación del hombre hace de las caídas una de las metáforas más dispersas por el mundo simbólico humano. Todos nos hemos caído alguna vez y sabemos que la sensación es particular y profundamente desagradable. El cuerpo de un muerto se llama «cadáver» (del latín, cadere: caer) precisamente porque yace horizontal. Formando cruz con los vivos, Cristo mismo se hace cadáver.

Los caídos han sido héroes, semidioses, ángeles o ladrones desafortunados pescados por la policía. Tan importante es la caída, la pérdida de la bipedestación, en la simbólica humana que hasta aquel camino por donde «caen» los niños al mundo real, se llama «cadera», y cuando los gladiadores dicen en la Vida de los doce césares de Suetonio: «¡Ave, Caesar, moriture te salutant», muy bien podría ser lo que le diría un bebé recién nacido al obstetra si pudiera entender la tragedia que está enfrentando en ese momento del nacimiento: el muchas veces largo y penoso camino hacia su propia muerte. Nacemos, en definitiva, para poder ser cadáveres.

En Anatomía de una caída, un padre de familia cae desde un primer piso hacia el suelo y muere. El largometraje establece la disputa entre las voces del abogado defensor Vincent Renzi (Swann Arlaud) y la fiscalía. El guion (de la propia Triet y Arthur Harari) se edifica sobre el juicio que se establece a partir de la muerte, contra su esposa por sospecha del homicidio de Samuel Maleski (Samuel Theis), su esposo.

Sandra Voyter es la acusada y es interpretada por una eximia Sandra Hüller quién, con calculados gestos naturales (actuando «como si fuera inocente», según el pedido de Triet) en primerísimos planos y con un micrófono abierto que capta hasta los pequeños ruidos de la saliva en su boca cuando gesticula, logra que parte de la atención del observador se asiente profundamente en ella, mientras que los argumentos del fiscal (Antoine Reinartz) pone en dudas la inocencia de la mujer y lleva la contra carga de la atención hacia su sitio en el tribunal.

Luego, su hijo Daniel Maleski (Milo Machado-Graner) es un pivote por donde oscilan los criterios a su favor y en su contra a lo largo del juicio. Y es por eso que Triet dispone que Daniel —amblíope por un accidente— sea el que descubra el cuerpo de su padre, tras regresar de un paseo matinal por la nieve con su perro Snoop (llamado «Messi», en la vida real).

 

Un extraordinario juego de palabras

Alrededor del cadáver queda así instalada la duda del espectador y, sin adelantar el final, podemos ver un extraordinario juego de palabras, gran virtud del guion y de la directora que juega con la percepción de los detalles y argumentos, como en el caso del juego de ida y vuelta con unas gotas de sangre sobre la leñera como evidencia a favor y en contra de la acusada.

De esta manera, a poco de empezar el juicio, terminamos formando parte de él, juicio en tanto que razonamiento, juicio en tanto que oscilación de palabras. Cuando en el filme El origen (2010) de Cristopher Nolan asistimos al oscilante y ambiguo «tótem» del trompo para saber si estamos en un mundo o en otro, acá tenemos sólo la ambigüedad y la oscilación. No se nos presenta la verdad, sino que merodeamos en derredor de la realidad.

El muerto es la verdad porque ha perdido su foco de lenguaje: su yo se ha ido y, como tal, el muerto en sí —como pretendería Kant— es mudo para nuestros oídos e invisible para nuestros ojos. Su verdad ha desaparecido con la vida de Samuel. Para el defensor y el fiscal —y para el espectador— sólo queda la realidad como un conjunto de palabras, de pedazos de realidad, argumentos, gestos que hacen pendular inútilmente el fiel de la balanza.

La verdadera justicia excede al argumento humano, quizás por eso, en los tribunales americanos vemos un gran «In God We Trust» que lo preside todo (igual que en los billetes) para que redima a defensores, fiscales y jueces de su aventura sin verdad en el humano mundo de la realidad. La vida real se ha roto por la muerte y la duda es un océano de palabras, en un rompecabezas imposible de recomponer. La verdad siempre será inhallable y cualquiera fuera el juicio dictaminado en la cinta, no podremos salir de la ambigüedad de las palabras.

Estamos en la no-localía de la conciencia: la verdad de nuestra vida y nuestra muerte se aleja del mundo autoconsciente. Todo es un juicio relativo al yo de cada uno: defensa y fiscalía son monólogos enlazados por códigos sociales a los que se le suman los problemas de traducción de una alemana tratando de hablar en inglés en Francia.

No obstante, todos persiguen algún valor de verdad como dilema central de la película y como si esto fuera posible, juegan a la verdad. En tal caso —en esa imposibilidad lógica de la verdad para un ser humano esclavizado por su yo—, Triet apunta a denunciar una sociedad contemporánea que optó, ante el reconocimiento de la búsqueda imposible de la verdad, a la extravagancia del arte de manipular una eventual injusticia y disgregar las eventuales culpas en la perversión de lo real que solemos llamar «post verdad»: ​la subordinación de los hechos de la realidad —no de la verdad— a una ideología y a su motor político (la verdad no es siquiera una idea, es solo una palabra que no alcanza aquello que intuimos).

La justicia misma puede desarrollar mecanismos de legalización en los que se avalen y neutralicen las palabras por medio del impacto político y mediático, y orientarla a la inmoralización del discurso: el Gorgias de Platón es un excelente ejemplo en tal sentido.

Si la ciencia ya dejó la pretensión de la verdad, con más razón será una utopía en el marco del razonamiento jurídico. Los restos rotos de la realidad tras la muerte del padre se reconstruyen como un muñeco de cartón piedra al que se le adherirán más y más palabras desde un platillo al otro de la balanza, en la búsqueda del poder del relato y su sincronía con los intereses de cada parte.

Si bien Anatomía de una caída ganó la Palma de Oro de Cannes, la Academia de Cine de Francia la retiró de las postulaciones para el Oscar por las críticas de la Triet al gobierno de Macron (al mejor estilo Mosfilm soviético). No obstante, la Academia de Hollywood la incluyó por su cuenta en cinco categorías, incluyendo la de mejor película extranjera, en gestos fuera del lenguaje social que buscan rescatar, en este caso a través del arte, la esquiva alma de la verdad de las garras de lo real.

 

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras.

Pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo, y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno. La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía.

Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social.

La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma.

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Anatomía de una caída (2023).

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