La lectura de la escritora francesa hizo inevitable que reflexionara acerca de nuestras propias historias familiares como seres humanos, nuestras propias vergüenzas, lugares o posiciones sociales, nuestras pasiones o pulsiones y aquellos acontecimientos que han marcado, de seguro condicionado, nuestro trayecto vital.
Por Víctor Ilich
Publicado el 9.3.2025
Hace poco terminé de leer La vergüenza, de Annie Ernaux (1940), Premio Nobel de Literatura 2022, en el cual narra de forma autobiográfica y también etnográfica, es decir, describiendo costumbres y tradiciones, en su caso, aquellas costumbres familiares y de estatus socioeconómico —no solo dando cuenta de ciertas características de clase social, sino también culturales—, además de un evento que la marcó: el intento de asesinato de su madre por parte de su padre.
Su forma de narrar dicho evento es escueta, pero cómo entremezcla su narración con menciones culturales, reflexiones sociológicas y percepciones íntimas es notable.
Lo propio hizo en El acontecimiento (que trata sobre el aborto que experimentó), El lugar (la descripción de la movilidad social de su familia y de ella misma) y Pura pasión (sobre la relación que experimentó como amante de un diplomático y la forma en la cual esa pasión la trastocó e impactó).
Aquí cobra relevancia destacar que, aun siendo su forma de narrar clara, directa y a ratos sucinta, dentro de este estilo autobiográfico es posible advertir lo literario, el cuidado en las palabras que escoge y la forma cómo construye el relato, en otras palabras, los recursos literarios que emplea, y siempre describiendo de alguna manera el dolor.
Más allá de confirmar o no qué tan exacta y precisa es la narración que hace en La vergüenza, o cuánta renuncia hay al lenguaje de la condescendencia, ese que habla por ejemplo de gente modesta o humilde, en vez de personas pobres o incultas, sabiendo que la memoria es engañosa, y que la propia Ernaux precisa que:
«La memoria no […] aporta ninguna prueba de permanencia […] o identidad. Al contrario, […] hace sentir y […] confirma […] fragmentación e historicidad». Sus recuerdos parecen una búsqueda de la verdad, por cierto, su verdad: incompleta y fragmentada.
Con todo, resulta llamativo el tono general de reproche en todos los textos antes aludidos. Aparentemente, un reproche a la tosquedad de su familia, en el trato, creencias, gustos y costumbres.
En efecto, hay una herida, y Ernaux inevitablemente escribe a través de ella. Imagino que esta forma de escribir generó cierto alivio, canalizando el dolor, y de alguna forma ha sido el modo de procesarlo, para finalmente distanciarse de él: aunque sea la breve distancia que existe entre quien lee y la hoja de papel.
Quizás sea necesario recordar que las heridas no sanan así, solo se objetiviza el dolor, racionalizándolo: se le mira, se le describe y en parte se le enfrenta, pero no se le supera. La superación de aquello tiene otro costo y otros mecanismos. El psiquiatra Phil Stutz, en parte, lo confirma.
Aquello hizo inevitable que reflexionara acerca de nuestras propias historias familiares como seres humanos, nuestras propias vergüenzas, lugares o posiciones sociales, nuestras pasiones o pulsiones y aquellos acontecimientos que han marcado y, de seguro, condicionado nuestro trayecto vital.
El que esté libre de su propia autobiografía que lance el primer libro.
El arte de no caer en la trampa
Extrañé en los textos de Annie Ernaux alguna mención a la falta o no de perdón, porque esa es la llave que cierra indefectiblemente todos los ciclos y nada tiene que ver con la capacidad de olvidar o perdonar un castigo; en otras palabras, perdonar está muy lejos del concepto de impunidad.
Pensé en el esfuerzo laboral de mis padres, sus errores, sus malas decisiones, sus miedos, sus dolores, pero sin reproche, porque también han tenido muchos aciertos, han crecido. No podría ser de otra forma, si ahora yo también soy padre, vulnerable a cometer errores, tomar malas decisiones, sentir mis propios miedos y dolores.
Y si ser padre o madre es un desafío en sí mismo, ser un buen padre y una buena madre es un estándar extraordinario, que requiere enfoque y esfuerzo constantes, hasta el final de los tiempos verbales para yacer; en otras palabras, hasta que alguien diga: aquí yace.
En este contexto de lecturas veraniegas, también anduve en bicicleta, pero no a la ligera, esta vez, con casco y guantes. Por lo demás, no he andado solo en la ruta, he contado con la guía de un experto, Arturo Uribe Camilla, un ciclista extraordinario, un sobreviviente… como todos. Todos hemos sobrevivido a algo, haya sido el riesgo pequeño o inmenso, haya sido el daño profundo o superfluo. Mientras no digan aquí yace: somos sobrevivientes.
Cada uno sabe a qué ha sobrevivido. Estoy seguro de que Arturo sobrevivió al cerro Corcolén y quizá a cuántos otros desafíos, curvas de la vida y trayectos peligrosos.
Ha sido él quien me ha hablado de transitar por la zona limpia del cerro: evitar las piedras, los obstáculos, nada de piruetas raras, nada de challa, nada de detenerse a tomar agua en las curvas de la vida, hay que avanzar, va a doler, pero hay recompensa: sentirse bien, sentirse vivo. Transportar el alma tiene un costo constante y de esfuerzo permanente. Vivir es esforzarse.
No se equivoquen, no pretendo ser ciclista, ni participar en carreras o cosas por el estilo. Solo pretendo conocer mejor la ruta de la vida, dejarme guiar, en esta ocasión, para guiar mejor a mis hijos mañana, cuando atraviesen sus miedos, atravesando yo primero los míos, y que avancen progresivamente en su autonomía.
Aunque duela el esfuerzo, aunque duela el soltar, debemos aprender a mejorar el equilibrio en nuestras vidas y continuar el pedaleo hasta cumplir nuestro propósito: completar la carrera de nuestras vidas. Sea larga o corta, la carrera se termina.
Quizá haya una corona al final.
Y aunque somos los padres los llamados a atesorar las mejores experiencias para nuestros hijos: es un deber por amor a ellos. Honrar a nuestros padres como hijos es un propósito que no depende de ellos: es el equilibrio perfecto, el arte de no caer en la trampa de repetir sus mezquindades, errores o caídas, y tampoco heredárselas a nuestros hijos.
Ese arte es el que me interesa aprender. Annie Ernaux indirectamente me lo recordó.
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Víctor Ilich nació en Santiago de Chile en 1978. Egresado del Instituto Nacional General José Miguel Carrera y de la Escuela de Derecho de la Universidad Finis Terrae, además de ejercer como abogado y juez de garantía en la Región de O’Higgins es autor de más de una docena de elogiadas obras literarias, entre ellas: El silencio de los jueces y La letra mata.

«La vergüenza», de Annie Ernaux (Tusquets Editores, 2020)

«El lugar», de Annie Ernaux (Tusquets Editores, 2020)

«El acontecimiento», de Annie Ernaux (Tusquets Editores, 2019)

Arturo Uribe y Víctor Ilich
Imagen destacada: Annie Ernaux.