Cuando el Real Madrid de la Quinta del Buitre se alistaba a ganar su quinta liga española de manera consecutiva, en enero de 1990, la cartelera cinematográfica de la capital ibérica se estremecía (literalmente) con este filme protagonizado por Antonio Banderas (cuya carrera profesional se consagraría a raíz de su participación interpretativo en este crédito) y por la famosa actriz Victoria Abril (en la imagen destacada), quien tuviera un fugaz y tormentoso matrimonio con el exfutbolista e internacional chileno Gustavo Laube, a comienzos de la década de 1980.
Por Ezequiel Urrutia Rodríguez
Publicado el 21.11.2020
El pasado 7 de febrero, Netflix estrenaría la adaptación de la novela de Blanka Lipińska, 365 DNI (2018). Esta nos relataría como una joven es secuestrada por un importante miembro de la mafia italiana, quien le daría exactamente 365 días para que se enamorara de él, tiempo en que se haría gala tanto de elementos del BDSM como de una mirada, por así decirlo, romántica de su oficio.
El problema de esta historia, aparte de tocar tan a la ligera un elemento tan complejo como el BDSM, es que pone en la mesa una respuesta tan delicada como el Síndrome de Estocolmo y la vende al modo de un amor puro y sincero, desvirtuando una situación que claramente es un crimen, pasando además por alto todo el daño que eso implica. Y justamente, ese es el problema de ¡Átame! (1989) de Pedro Almodóvar (1949).
Generalmente, cuando las escritoras jóvenes intentan abordar el erotismo, y específicamente, los juegos de roles con designios de poder, pintan la figura del captor como este Gary Stue proxeneta, que aunque duela, saben que nunca van a encontrar.
Por fortuna, Almodóvar no caería en esos niveles, y salvo por su cierre, el personaje que capta en Antonio Banderas terminaría muy bien escrito, con interesantes problemas mentales y conflictos internos con los que empatizar; conceptos en que, también, la música tendría mucho que ver.
Antes de continuar, quisiera advertir que este contenido presenta spoilers de la película. De modo que debe ser leído bajo la propia discreción del espectador. Sin nada más que decir, empezamos.
Un trastorno en el apego
Para los peritos en psicología, salta a la vista que Ricky, el personaje de Banderas, presenta un caso de trastorno de apego ansioso ambivalente (Bowlby, 1985), debido a la muerte temprana de sus padres durante su infancia.
Esta pérdida daría sentido a la íntima relación que nos presentarían con la directora en el psiquiátrico en que se encontraba, relación con un fuerte contenido edípico que, a su vez, afecta negativamente a quien sustituye este rol maternal.
Bajo este lente, queda claro que la obsesión de nuestro personaje hacia la joven que rapta tiene de fin llenar el vacío de dicha pérdida. A esto se suma el sello que Banderas imprimiría en su personaje, haciéndolo parecer un niño, un niño perturbado que no conoce de espacios, y como el nombre lo dicta, está ansioso por satisfacer su falta de lazos, pero siendo incapaz de entender los límites que esta carencia conlleva.
Por otro lado, remontándonos a la víctima, toca mencionar que no se quedaría atrás. Victoria Abril, quien interpreta a la actriz Marina Osorio, consigue marcar la desafiante actitud frente a un individuo que ha invadido su hogar, la ha agredido, y encima sometido.
Planos en que marca un fuerte contraste entre su resistencia frente a su captor, y los momentos en que solo quiere llorar de miedo, de humillación, sentimientos que oculta para sostener su defensa.
Desgraciadamente, dicha defensa tenía que ceder en un punto, y aunque el desarrollo de este personaje estaba siendo excepcional, digamos que su “cambio de perspectiva” se sintió desafinado.
No lo malinterpreten, la crisis que Marina enfrentaría se mantuvo en un ritmo constante, así como el factor “escape” no decaería, pese a que este depredador calculaba hasta el último detalle. Pero la chispa por la que esta chica empezaría a sentir “amor” tiene casi el mismo peso que la de 365 DNI, pero con una golpiza contra el secuestrador.
Lo triste de este quiebre tan abrupto es que Almodóvar pinta la escena como una última jugada, una treta de Marina para poder quitarse a ese depredador de encima, donde cede en el sexo fingiendo lástima luego de que a este lo golpearan en la calle.
Situación que encima llega al límite cuando la hermana de Marina, sin querer, da con ella en el departamento donde la tenían (pues el dueño estaba de viaje y ella le regaba las plantas de la terraza). Pero cuando teníamos la oportunidad de un clímax, con el rescate de la chica y el movimiento de la Justicia, nos topamos con esa línea que nos cambia todo: “le quiero…”.
Sí, luego tenemos el momento de calma con Marina y su hermana en casa, a salvo, y Ricky alejado de su presa, camino a su pueblo natal. Una idea interesante, como símbolo del punto que detonó este desastre.
Entre tanto vendría ese corte donde Marina cuenta a su hermana lo sucedido, le habla de cómo este la golpea para reducirla, cómo la deja atada a la cama, y de su intento de enamorarla por medio de su captura. Hasta ahí, todo bien.
Pero luego tenemos ese momento en que Marina busca a Ricky en su pueblo y se van juntos a conocer a su suegra, y hablando con la hermana como si nada… Lo más penoso es que despedimos a los personajes mientras oyen Resistiré de Dúo Dinámico (1988), canción que hace llorar a Marina, quien se contiene, consciente del daño que le han hecho, pero dispuesta a hacer su vida al lado de su agresor.
¡Ay, amiga! ¡Date cuenta!
Independiente de todo, el problema de este cierre es lo tóxico que resulta. Literalmente, el que raptó, agredió, chantajeó y humilló a su víctima está teniendo un final feliz. Literalmente Almodóvar está avalando que una relación emerja de un abuso, y lo peor es que, tanto su víctima como su familia, lo terminan aceptando.
Quisiera creer que simplemente sintió pena por él, pero ni con eso es una excusa para que tuvieran ese final. Señores, el tipo la amenazó con degollarla, con matar a su hermana, se hacía un James Cameron dibujándola amarrada, ¿y realmente le dan a su arco un final de cuentos por carretera? Puede aguantarse de Marina, debido al trauma, pero ¿también de su hermana?
Claro, se puede especular que en el fondo ella sintiese placer ante la inmovilidad, relacionándose con las prácticas derivadas del Bondage. Pero incluso eso, como está, difiere completamente de lo que implica tales prácticas. Para empezar, nunca hubo consenso, que la sometiera de un golpe no fue seguro y sobra decir lo insano del resto. Y es fácil apelar al inconsciente, pero hasta con el Ello existen criterios.
Es por esto que el final de La piel que habito (2011) resultaría tan eficiente. Cierre que demostraría la evolución de Almodóvar, y que en contraste con esta entrega, se siente hasta catártico, pues no olvida que ante un delito, hay consecuencias.
Y este es mi problema con ¡Átame! Pues teniendo un tema fuerte, uno para trabajar desde un enfoque tan evolutivo en el arco de un personaje, nos topamos con este remate que se excede, que pasa de hablar del Síndrome de Estocolmo a la normalización del abuso.
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Ezequiel Urrutia Rodríguez (1996) es un joven escritor chileno nacido en la comuna de San Miguel, pero quien ha vivido toda su vida en los barrios de Lo Espejo. Es autor del volumen Kairos (Venático Editores, 2019) su primera obra literaria, y la cual publicó bajo el pseudónimo de Armin Valentine. También, es un socio activo de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech).
Tráiler:
Imagen destacada: Victoria Abril en ¡Átame! (1990).