El escritor nacional Pavel Oyarzún Díaz ha construido una novela que en estos tiempos de cambios profundos se lee con una suerte de dolor soterrado, pero agradecido, y a través de una épica que recrea de forma espléndida y con un dejo de admiración hacia los pueblos aborígenes masacrados en la Patagonia chilena y magallánica, durante los siglos XIX y XX.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 9.9.2021
“El que justifica los crímenes, hayan sido cometidos en el siglo diez, doce o quince, o en el puto siglo que quieran, es el mismo cabrón de siempre.”
Pavel Oyarzún
Podría argumentarse a priori que esta novela de Pavel Oyarzún Díaz (Punta Arenas, 1963) tiene una estructura lineal, que sus argumentos básicos parten de un personaje único, que es secundado por cuatro o cinco adláteres que configuran el universo témpora espacial donde la historia se desarrolla: La Colonia, en el extremo austral de la Patagonia chilena y en la Isla de Tierra del Fuego, por extensión.
Sin embargo, esta primera apreciación se desvirtúa rápidamente. A poco andar la trama admite una serie interminable de hechos y descripciones que hacen de la obra una lectura apasionante, lúdica, trágica, mítica, que se disgrega en una concatenación dinámica, a la vez que reflexiva, emotiva y épica, sobre la existencia de una raza indígena cruelmente exterminada en aras de un progreso adulterado que justificó lo injustificable, y que asoció el desarrollo ganadero como virtual panacea, con la implícita obsecuencia de la religión y la visión sesgada de un Estado cómplice y permisivo.
Felipe Barragán, un mestizo de cuatro décadas y media, cuya sangre Tehuelche la siente como predominante y que determinó su opción de vida, asume que le resulta imposible desechar el sufrimiento histórico de sus hermanos de raza.
Percibe hace años que en Tierra del Fuego se libra una matanza programada, perfectamente diseñada por el aparato burgués de fines del siglo XIX destinada a una aniquilación apresurada de quienes, hasta ese momento, eran codueños de la tierra y de las aguas, de los animales, los árboles y las plantas, sin que existiera a su respecto la cruel e inhumana idea de apropiación del hombre blanco.
El grupo rebelde
La novela se inicia con la relación que Barragán sostendrá con Covadonga, indígena pura de 17 años, una adolescente todavía, que labora como criada en la casa de Rudolph Stubenrauch, importante empresario de La Colonia, casado con Helga, protagonista determinante en la vida de Covadonga.
El vínculo de Barragán y Covadonga constituye parte significativa de la narración. Ese encuentro amoroso, más allá de la diferencia etarea, pretende consolidar un proyecto de vida común que deberá sortear la expectativa de lucha encabezada por Barragán.
En concomitancia con lo anterior la Iglesia Católica a través del obispo José Fagnano, determina la construcción de una Misión, a cargo del sacerdote José María Beauvoir, supuestamente destinada a que los indígenas tengan un espacio físico donde sobrevivir.
Misión que tendrá un rol fundamental en el desarrollo de los acontecimientos, ya que Barragán será en su momento el capataz de la obra material, rol que ocupará en la perspectiva de consolidar el plan ya diseñado.
Barragán vive y sueña en La Colonia. Es un individuo ya maduro cuyas relaciones sociales se limitan a una fraternal amistad con Gustave Torez, un francés avejentado que trajo con él las ideas revolucionarias de la Comuna de Paris, de la que fue parte en su juventud, y que transmite pedagógicamente a Barragán en una apuesta de unificación libertaria, aunque en su concepción filosófica trasluce un sentimiento de derrota al afirmar que, en definitiva, siempre son los pobres y marginados de la sociedad los que sufren los designios incontrarrestables del poder omnímodo.
Así Barragán entiende que la realidad de sus hermanos tiene como contrapartida a la dominación sin medida que se expande por el territorio austral, so pretexto de otorgar riqueza y beneficios para sus ciudadanos. Es claro que tal supuesto adolece de un mínimo sentido humanitario. Por ello decide conformar un grupo rebelde que viaje a Tierra del Fuego y enfrente a quienes son parte de la matanza indiscriminada de los aborígenes.
Por ende, la insurrección para Felipe Barragán no solo es legítima, sino que la explicará con crecientes anhelos de venganza, ya que la justicia no es patrimonio del pueblo originario, sino una burda patraña con que los adinerados sustentan y resguardan la avidez de sus riquezas. Luego el genocidio indígena es parte de “un mal necesario”.
En esa perspectiva se unirán a él, en esa lucha redentora, primero Antonio Kurel, un selknam joven, recio y parco dispuesto a entregar su vida por la causa. A partir de esa relación simbiótica Felipe Barragán cimentará su punto de partida.
Luego lo seguirá Rilan, un joven esmirriado y taciturno que será el futuro “correo” entre la isla y la Colonia a través de la información que Covadonga obtiene de las reuniones que los estancieros locales realizan en la casa de Stubenrauch, bajo la tutela implacable del acaudalado José Menéndez, de su capataz en la estancia Primera Argentina, Alexander Mac Lennan, un personaje cruel y despiadado, y la asistencia de Moritz Braun, entre otros connotados personajes.
En ese contexto el grupo aborigen se expandirá con Short, Orca y Cimarrón, además del anciano Federico Echeuline, que lo secundará hasta el fin de la gesta. En su épica se reencontrará con Kalia, su madre, con quien sostendrá una bella pero dramática conversación, atravesada por un sueño premonitorio que tuvo desde niño y respecto del que Kalia le advierte: la vida es para vivirla y concretar un futuro al margen del sacrificio personal.
Pero Barragán ya ha decidido y nada ni nadie lo hará cambiar de parecer.
Un genocidio inevitable
Pavel Oyarzun ha logrado describir la epopeya de Barragán y su gente con un realismo ficcional encomiable, no exento de una prosa certera, poética muchas veces, profunda en los diálogos, sencilla en su estructuración de fondo, admirable en su proyección.
Ha colocado en el centro de la obra una doble idea subyacente que ronda en su aspecto conclusivo: Barragán sabía que en su opción estaba implícita la vieja predica del “ojo por ojo diente por diente”, ya que, a pesar del profundo sentido de fraternidad que el protagonista tenía por sus hermanos de raza pareció no medir en toda su magnitud el sacrificio al que los expondría.
Pero, paradójicamente, en su fuero interno intuyó que el genocidio sería de cualquier modo inevitable, y que la elección era morir con dignidad causando el mayor número de bajas posible entre sus enemigos, más allá de su propia inmolación y las de sus compañeros de lucha.
Una novela que en estos tiempos de cambios profundos se lee con una suerte de dolor soterrado, pero agradecido: la épica que Pavel Oyarzún ha recreado espléndidamente de esos luctuosos acontecimientos cobran vida y elevan el sacrificio de Barragán y su gente con un dejo de admiración, más allá de que sus ejecutores pretendieran hacernos creer que tal individuo no existió, como si tampoco hubieran existido nunca los aborígenes de la Patagonia.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta abril de 2020. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Pavel Oyarzún.