Estrenado durante el último mes de febrero en la cartelera nacional —todavía se proyecta en la sala Normandie—, el filme del director neerlandés Paul Verhoeven es una mirada fría y descarnada acerca de un contexto social y cultural (el siglo XVII en Europa) que se debe conocer previamente y el cual, sin embargo, dista de aparecer en forma plena y explicado en la misma obra audiovisual, pese a la belleza y a los logros artísticos tanto de su fotografía como de su guión.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 3.3.2022
Decir si Benedetta (Paul Verhoeven, 2021) es una buena película o no, requiere ponerse de acuerdo respecto de la amplitud del objetivo en nuestro campo de percepción. La gratuidad en ciertos pasajes puede ser uno de los límites de nuestra observación al respecto, pero también lo es la llamada de atención sobre ciertas cuestiones siempre espinosas de la religión católica que requieren la distinción entre un enfoque histórico; el de un adherente laico o el de un miembro del clero, o de otra confesión o si es ateo, etcétera.
Es un armazón inextricable de situaciones que excede por mucho este espacio. Baste mencionar que en el enfoque histórico de Benedetta Carlini (1591-1661) se entrelazan hoy los datos históricos con los ideológicos actuales: la doctrina «woke» de extremismo identitario está hoy implicado, si no directamente en la génesis del filme, sí como un factor de crítica, defensa o ataque de la prensa contra la crudeza de la película y el tratamiento de los asuntos de fe que encara vinculados con la sexualidad humana.
Verhoeven (de 83 años y muy recordado por su Robocop de 1987) ya replicó a los ataques recibidos por parte de los defensores católicos que calificaron a su obra como «blasfema»:
«No entiendo por qué llaman ‘blasfemo’ a algo que pasó de verdad. No puedes cambiar la historia, no puedes cambiar los hechos, puedes decir si te parecen bien o mal, pero son hechos. Usar la palabra ‘blasfemia’ en este caso, me parece estúpido», reflexionó el realizador neerlandés.
Es también cierto que la historia nunca trabaja sobre lo que pasó sino sobre cómo vemos hoy aquello del pasado que en las circunstancias de hoy y con el discurso de hoy, nos llama la atención.
En los años 70, por ejemplo, ya se vivió el llamado «Exploitation films» («cine de explotación» de temas de mucha violencia simbólica) en su subgénero de «Nunexploitation»: ese cine de los llamados «clase B» que se enfocaba sobre asuntos de perversión sexual, terror o violencia en general que involucraban a monjas e historias de conventos.
En esa atmósfera —recordamos de paso— es que nació El exorcista de 1973, por ejemplo, con escenas de crudeza sexual y, obviamente, temática religiosa, en cuyo tratamiento periodístico de la época no faltaron las imágenes en las revistas y diarios de sacerdotes católicos que hacían cola en las salas de cine para ver la cinta.
Sexualidad y religión
Como se ve, sexo y religión católica tienen un enlace permanente de connotaciones mutuas inevitables. Desde las múltiples denuncias de abuso sexual —especialmente, casos de pedofilia— hasta el celibato estricto marca a la sexualidad dentro de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana como un conflicto permanente e irresoluble, porque —claro está—, la sexualidad y los estados psíquicos que de ella decantan, no desaparecen por una orden papal, sino que permanecerán reprimidos, comprimidos, oprimidos.
Esto marca un punto de crisis que lleva a diferentes respuestas por parte de varones y mujeres, los que, tras asumir una vida de dedicación eclesiástica, deben también asumir el cese de la vida sexual, por lo menos de la activa… y cada respuesta dependerá de la psicología de cada persona: de su arqueología personal así como cultural.
La cuestión es que los sucesivos reclamos que muchos Papas hubieron de formular a lo largo de los siglos, hablaban a las claras de que el celibato era difícil de controlar. Sí se sabe que para ciertas personas la abstinencia es algo fácil de sobrellevar mientras que para otras no. Pero como sea, está implicado un sacrificio personal.
Hay quienes quisieron ver en el celibato de sacerdotes y monjas una herencia a la circuncisión masculina, pero hay señales históricas más profundas, como el celibato entre monjes budistas… y no sólo el celibato: el uso del rosario, la vida monacal y hasta el mudra namaskar del hinduismo (orar juntando las palmas de las manos) aparece, entre otros, como recursos psicofísicos para aliviar las cargas psicológicas de las exigencias sacrificiales… entre ellas, lo decimos otra vez, la abstinencia sexual.
Casi al comienzo mismo de la película, una de las internas le explica a la pequeña Benedetta (Virginie Efira) que la mala calidad de la ropa que debía usar —le picaba en la piel— era para recordarle que: «…tu cuerpo es tu enemigo. No conviene que te sientas cómoda dentro de él».
Acto seguido le muestra una prótesis de madera de un dedo de la mano que le había sido amputado: «A este dedo de madera lo quiero más que a los otros nueve. Si pudiera, reemplazará cada parte de mi cuerpo hasta ser un bloque de madera en el que estaría esculpido el nombre de Dios». De inmediato, la pequeña Benedetta le pregunta: «¿Cómo si fuera una lápida?».
El mensaje de Verhoeven es claro en su análisis crítico de la situación: los amenazantes y oscurecidos ojos de la monja y su deseo de —en última instancia— no vivir, de ser un bloque de madera, apuntaban a la niña con un dedo inexistente señalando la nada: tal el absurdo de esta forma de devoción religiosa que denuncia Verhoeven.
Absurdo que Benedetta reconoce de inmediato. La pregunta descoloca a la mujer y ésta le recrimina su perspicacia. Sus ojos oscuros —sin vida— se entristecen: «…ser inteligente puede ser peligroso», le advierte.
El núcleo del problema
Para muchos, entre los que me cuento, el celibato es desperdiciar vida. Pareciera resumirse todo a que el cuerpo y el espíritu reunidos constituyen un error provocado por la divinidad para que el espíritu se purifique… ¿de qué? Pues de aquellas cosas con las que el cuerpo lo contamina…
Pero entonces, ¿para qué haberlos juntado? Supongamos que se unieron para que el espíritu se «fortalezca». En tal caso, el cuerpo cumple la gran función de hacernos sentir el dolor y el placer, cosas que el espíritu parece no poder sentir por sí mismo.
¿Por qué, entonces, negarlo, como lo hace la mujer en la película, si su «trabajo» es enseñarle al espíritu cosas que sólo el cuerpo puede enseñar? En otras palabras: no somos cuerpos buscando experiencias espirituales sino espíritus buscando tener experiencias corporales y crecer, fortalecerse, a partir de ellas…
Seguramente estos dichos hieren susceptibilidades y generan la posibilidad de enconos, pero es trabajo de antropólogos y psicólogos el tratar de averiguar el porqué de esta aversión a lo sexual que siempre acompañó a quienes tienen al celibato como condición para participar internamente de una iglesia.
En muchas tradiciones, por el contrario, la sexualidad es sagrada por tratarse del «mecanismo» que tiene la vida para generar más de sí misma y se admite bajo reglas de castidad. Lo que Verhoeven nos hace ver en Benedetta, como coautor del guión, es la violencia antinatural de la abstinencia sexual que transforma en «pecado» aquello que muy bien podría ser tomado como un milagro al que se renuncia ex profeso: que de dos personas surja una nueva.
¿Por qué el sexo centraliza la visión, sesgando y arrastrando al cuerpo en una vorágine de padecimiento y frustración? Quizás, porque el sexo es muy importante… demasiado importante. Y no por lascivia, sino porque es uno de los canales que el amor tiene para manifestarse en la materia del cuerpo.
La escena de los retretes compartidos entre Benedetta y la recién llegada Bartolomea (Daphne Patakia) —una muchacha de pueblo, abusada por su familia, y que ve en el convento una vía de escape— incluyen los sonidos intestinales, toda la crudeza del cine «gore» que nos presenta el director y que apunta a rescatar la realidad del cuerpo que oscila desde el coro de voces femeninas angelicales hasta un dueto de flatulencias.
Pero no está mal: todo eso —y mucho más— es el ser humano. Es el ser humano su sexo, su inteligencia, su miedo y su valor. El ser humano es una integridad, y castrar esa integridad es el absurdo que se condena en Benedetta a través de una liminal moderación en los excesos visuales, valga el oxímoron… oxímoron que es posible —y muy buscado— en el arte.
Los detalles más nimios cobran importancia si uno clava la vista en el momento justo: Benedetta, a la salida de los retretes, quiere que Bartolomea vea su propio rostro reflejándose en los de aquella: comienza el lento acercamiento de ambas y en el momento de máxima tensión, se perciben dos pequeños puntos de luz en los de ella… algo sucede.
Luego sabremos de qué se trata, pero en ese pequeñísimo instante se resume la fuerza interior cuya represión se denuncia: la fuerza del ser —de todo ser— que aparece en el mero hecho de ser, cuando muy bien podría no haber sido.
Patakia —contamos de paso— ha sido una actriz excelentemente elegida por su mirada intensa de sesgo serpentino y ligeramente estrábica, procesada para que se le vean muy oscuros y que siembra la sensación de que algo, si no malo, sí indomable, habita en ella y que encaja rápidamente con la homosexualidad latente de Benedetta.
El amor es absolutamente toda la moneda
La belleza plástica de la película se arraiga en la natural puesta en escena y en la luz natural de las velas o en el sol entrando por ventanas, o combinando ambas. Tales luces, colores y juegos de sombras despiertan la inevitable sensación de estar contemplando cuadros vivos de la pintura barroca del siglo XVII… barroquismo que la Iglesia adoptaría en general, como formato estético.
La belleza conceptual, en cambio, está encubierta por desnudos frontales, actos sexuales casi explícitos y por momentos de violencia física y verbal. Pero el relato es íntegro y bien coordinado, con la excepción, quizás, de un protagonista muy especial: la peste bubónica, que se inyecta en el relato como insinuación al comienzo para alcanzar pleno protagonismo quizás demasiado cerca del final.
Benedetta es una mirada fría y descarnada acerca de un contexto social y cultural que se debe conocer previamente y que no aparece en forma plena explicado en el filme. Están en la pantalla la peste y está el dinero. Están la muerte y la codicia. La envidia y el resentimiento. Se trata de un mundo imperfecto donde la idea del infierno se actuaba en grotescas escenificaciones callejeras.
Pero hay un mundo real —demasiado humano—, donde los mismos que reclamaban por la castidad extrema eran los mismos que convivían con prostitutas. Donde la Contrarreforma ya está en pleno funcionamiento bajo el pontificado de Urbano VIII y donde ya está instalada la enseñanza rigurosa de la teología para contrarrestar a los crecientes luteranismo y calvinismo y un aceitado aparato de supervisión para garantizar la aplicación de las nuevas normas entre miembros del clero y los laicos.
Y también en ese marco se impulsó la formación de más cofradías y hermandades para organizar un aparato de ayuda a la comunidad, una de las principales —vigente hasta hoy desde el siglo XVI— es la de los Teatinos o Clérigos Regulares, y es la que acoge a la pequeña Benedetta.
En aquellos tiempos, el principal objetivo del papado era frenar la expansión del protestantismo, por lo que las autoridades eclesiásticas estaban muy atentas a los rumores de milagros y a todo tipo de manifestación de «corte espiritual» que pudiera sembrar una eventual semilla separatista.
Y el camino de episodios supuestamente milagrosos que —desde el día de su llegada— empezó a vivir Benedetta, siembran un dilema: por un lado la preocupación de las autoridades internas de la Orden, pero por el otro lado, la posibilidad de elevar el convento en la consideración de los líderes religiosos inmediatos, lo que implicaba mayor flujo de dinero.
Verhoeven siembra cada pretendido milagro con la posibilidad del engaño. A veces parece que sabemos que lo fue, pero en otras ocasiones se presentan en Benedetta «síntomas» que sugieren una real posesión de entidades espirituales: estigmas; gritos con una voz casi masculina; convulsiones irrefrenables.
Los sueños que ella vive aparecen en pantalla como estridencias visuales de una relación de tipo marital con un Cristo que se adviene como un servidor violento de la justicia, que mata serpientes o le corta las cabezas a quienes quieren hacerle daño a la joven.
Hasta aparece crucificado en una imagen de violencia latente y potente que lleva a recordar al Cristo en la cruz con cabeza de carnero de Estados alterados de Ken Russell (1980). El Cristo de Benedetta la invita a desnudarse, a acercarse a él y a que lo desnude: que quite «todo lo que nos separa» y descubre en él, no sabemos si femineidad o emasculación… o ambas a la vez, como núcleo del conflicto moral que se suscita.
Las vestimentas son, efectivamente, una traición al profundo abismo de la piel, que es donde se da, lo que podríamos llamar «el contacto final» y estableciendo una comunión que llevó a Benedetta a desarrollar estigmas en manos y pies.
Ejemplos de estos hubo muchos en esa época y muchos —quizás Benedetta también— usaron estos recursos —tal vez con más de superstición que de razón— como herramientas para abrirse paso en un mundo de relativa estabilidad económica e interpersonal como lo podía ser un convento o un monasterio.
Pero Verhoeven nos los deja como desencadenantes de la futura tragedia de Benedetta: la Contrarreforma había traído a Europa la Santa Inquisición, y sólo el fuego de una hoguera podría ponerle fin a esta historia. Un fin más dramático que el que planteaba la Peste Bubónica…
No contaremos el final (la historia de Benedetta Carlini se puede encontrar fácilmente en textos históricos e Internet), pero sí podemos resaltar lo que nos queda del filme de Varhoeven: una película adulta, sólida, masiva, maciza… y que —si omitimos los conflictos religiosos que puede presentar— está orientada a mostrar —y en especial en su última escena— dónde está el origen de lo humano: en una moneda de dos caras: la del amor y la del sexo, pero donde el amor es absolutamente toda la moneda.
***
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:
“Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Benedetta (2021).