En esta edición del clásico ruso del siglo XIX —a cargo de Rafael Narbona en la introducción, y de Bela Martinova en la traducción hacia el castellano— se reúnen algunas de las historias, relatos o novelas breves más conocidas e influyentes en la obra de Nikolái Gógol: «La nariz», «El retrato» o «El capote».
Por Rodrigo Barra Valenzuela
Publicado el 11.8.2023
Hay una frase que, erróneamente, se le atribuye a Dostoievski sobre el cuento El capote de Gógol: «Nous sommes tous sortis du Manteau de Gogol» («Todos venimos del Capote de Gógol»).
Esta frase, en realidad, la dijo un diplomático francés. Pero lo que ese error no deja a la mera equivocación es cómo tal cuento —y en general la obra de Gógol— influyó en la escritura de Dostoyevski y se enraizó en las bases de la literatura moderna.
Leer los Cuentos de San Petersburgo es una lectura fascinante desde la cual adentrarse en las raíces del relato moderno, en ese umbral entre el romanticismo y el realismo que dio paso a las obras de escritores como Kafka, Melville o Stevenson.
En febrero de este año Penguin Random House publicó en la colección de Penguin Clásicos una nueva edición de los Cuentos de San Petersburgo de Nikolái Gógol, con una excelente traducción de la escritora, traductora y ensayista nacida en Moscú, Bela Martinova.
Así, en Cuentos de San Petersburgo se reúnen algunas de las historias, cuentos o novelas breves más conocidas e influyentes de la obra de Gógol: La nariz, El retrato o El capote.
En ellas, conocemos los pasajes de funcionarios y artistas de la Rusia del siglo XIX, específicamente de la sociedad petersburguesa, cuyos cronistas ilustraban como una ciudad brillante y avanzada con su barroquismo y neoclasicismo, esplendor de la Ilustración, pero que escritores como Gógol contrastan con los relatos de una situación a la vez miserable en las profundidades de la urbe.
De esta forma, es en 1828 que Gógol se establece en San Petersburgo. Allí conoce la ingeniería estatal que estructuraba a la urbe: la llamada Tabla de Rangos, introducida en 1722 por Pedro el Grande, que obligaba a todo ciudadano ruso a pertenecer a un grado en la lista de puestos y cargos y, desde allí, competir y luchar por subir de escalón.
Los cuentos de Gógol ironizan constantemente en torno a esta jerarquía y obsesión de los rangos, y la acogida de su obra no tuvo ningún aplauso por lo que develaba sino, al contrario, de profundo rechazo a lo que aparecía como una fuerte sátira burlesca.
Es en reacción a ese rechazo, bajo cierta decepción, que Gógol se escapa al extranjero y pasa cinco años viajando por Europa, volviendo en 1839 para publicar la primera parte de su novela Almas muertas, en la que se proponía emular la Comedia de Dante.
De ella solo hubo una primera parte publicada, y la segunda Gógol la tiró al fuego pocos días antes de su muerte. Su personalidad, por lo que se sabe, se fue oscureciendo cada vez más en la medida que radicalizaba sus miradas religiosas y conservadoras que, para muchos, contradecía el tono y los tópicos satíricos de sus obras.
Lo que sabemos de sus últimos años, es que Gógol muere en soledad y producto de una inanición que se cree voluntaria.
Una estética vivaz, casi oral
«Gógol era una criatura extraña, pero el genio es siempre extraño; es únicamente el saludable mediocre que hay en nosotros el que al agradecido lector le parece que es un sabio viejo amigo, que desarrolla bien las propias nociones de la vida que tiene aquél. La gran literatura bordea lo irracional».
Las transcritas son algunas de las palabras de Nabokov en uno de sus tantos escritos sobre la obra y persona de Nikolái Gógol. Nabokov vio en Gógol, a momentos, la cúspide de la creación artística rusa, y veía en El capote, junto a La metamorfosis de Kafka, las dos historias sin grietas de la literatura universal:
«El capote de Gógol es una grotesca y macabra pesadilla que abre agujeros negros en el vago diseño de la vida. El lector superficial de aquella historia verá meramente en ella las grandes juergas de un extravagante payaso; el lector solemne dará por sentado que la intención principal de Gógol era denunciar los horrores de la burocracia rusa. Pero ni la persona que busca una buena carcajada ni la que ansía libros ‘que hagan pensar’ comprenderán de qué va realmente El capote. Dame un lector creativo; para él se trata de un cuento».
Los Cuentos de San Petersburgo es un libro contundente e interesante en, al menos, dos sentidos. En primer lugar, su contenido: aparecen en cuentos como «La avenida Nevski» un retrato portentoso y preciso de la urbe moderna petersburguesa, como también en todos los relatos una descripción clara y detallada de las mecánicas sociales de la ciudad.
Segundo, se suma la extrañeza de los relatos, introduciendo esos tintes fantásticos al realismo más crudo, como es en «La nariz», cuando el asesor colegiado Kovaliov ve a su nariz perdida paseando por la calle y luego rezando en la iglesia; o cuando en «El capote» el funcionario protagonista, Akaki Akákievich, luego de meses forzosos de trabajo, consigue su nuevo capote y luego se ve casi forzadamente dirigido a la plaza solitaria donde unos tipos extraños lo asaltan robándole su preciado abrigo.
Luego de fracasar en su rescate ante la inoperante ayuda de la policía, su salud se deteriora radicalmente y muere. A los días, como un fantasma, Akaki, irrelevante para todos, aparece en el acecho colocando su nombre en la boca de los ciudadanos y de los funcionarios.
Y luego encontramos los aspectos de forma: hay algo en sus historias que va más allá de la anécdota, o quizá, en un «más acá», en una cercanía colmada de intensidad que caracteriza al estilo gogoliano. Gógol ha impregnado a sus historias de un estilo vivaz, casi oral, que permite imaginar e identificarse tan bien con sus personajes, al punto que sus fracasos y desgracias resuenan alborotando a la experiencia lectora.
En El capote, por ejemplo, es difícil no sentirse conmocionado con el tartamudeo y la inutilidad comunicativa de Akaki Akákievich, ese deseo relamido que aparece y se detiene con su inmenso pero efímero logro de conseguir el anhelado capote.
Pensemos, también, en la opacidad que el narrador introduce en el relato, en ese asombro y afecto compasivo que comparte e infiltra en el lector al contar la historia.
En la prosa del relato, la acción poética
Para Nabokov, lo que encontramos en Gógol es un juego de espejos, una obra en prosa que expresa: «poesía en acción (…) los misterios de lo irracional en tanto que percibidos a través de las palabras racionales». Nabokov nos da una clave lectora que supera la mera idea de que en Gógol encontramos una crítica social, un mero develamiento de las condiciones miserables de la sociedad petersburguesa.
En estos aspectos de forma y estilo, esos que «gogolizan» la óptica del lector, encontramos una aserción abismante y profunda sobre la condición moderna: el humano, el ciudadano, reconociéndose a sí mismo frente al lenguaje, da cuenta de su situación miserable y oscura, de la inutilidad del acto, que no es reflejo únicamente de una servidumbre pasiva a lo social, sino de un conflicto que ebulle en la razón humana, siempre y cuando entendamos la razón como una expresión, a su vez, de la urbe y de la sociedad burguesa.
De allí que para muchos críticos en los personajes de Gógol se encarne, por primera vez, el póshlost, palabra rusa de difícil traducción que refiere al: «orgullo obcecado que la persona inferior siente por su inferioridad».
El arte no da respuestas, sólo atisba, dice Nabokov: «ese fondo secreto del alma humana donde las sombras de otros mundos pasan como sombras de naves silenciosas y sin nombre». Las alternativas para leer e interpretar la obra de Gógol son tantas como la situación de un lector sea capaz de elaborar.
Pero lo que estos desvíos o claves que nos da Nabokov para leer a Gógol nos pueden dar, es que hay una potencia mayor y mejor que la de leer un reflejo social burgués en su obra, o el absurdo que la sociedad estratificada impone a los ciudadanos, o sea, una lectura en última instancia de la autoridad —clásicamente entendida como la crítica social—.
En cambio, la invitación es a concentrar el ojo en la potencia de una extraña y fina construcción del humano en tanto inferioridad, o incluso en tanto víctima, en su desempeñado anhelo por claudicar, no salir, y volver a construirse en esa subyugación consumada.
Observemos la situación, por ejemplo, en El capote, de Akaki, el copista de textos, quien registra un afecto de inhibición de respuesta (sea en su incapacidad de responderle a quienes se burlan de él y lo molestan, o incluso de rechazar el absurdo en el que se encuentra metido para sobrevivir) que sin duda comparte el Bartleby de Melville, otro copista asolado por la impotencia de subvertir la situación absurda que se da allí en una oficina metida entre edificios de las calles decimonónicas de un incipiente Wall Street.
A partir de ahí, la invitación es a leer a Gógol y reflexionar sobre el núcleo de su obra, la que da cuenta de un fenómeno tan presente en su tiempo como en el nuestro: una fuerza de la impotencia, una que acusa —aun cuando haya distancia material o espiritual, incluso histórica, con los personajes de Gógol— esa enraizada actitud humana de claudicar en lo radicalmente inoperante de nuestra situación global.
***
Rodrigo Barra Valenzuela (1997) es egresado de filosofía, lector y escritor.
Imagen destacada: Monumento a Nikolái Gógol en Moscú.